Los colombianos nos
caracterizamos por un agudo sentido del humor, una de las razones para
considerar a nuestro país de los más felices del mundo. Pero también
somos crueles. Luego de la tragedia del Palacio de Justicia en noviembre
de 1985 (incendiado a raíz de la toma hecha por el grupo guerrillero
M-19 y la posterior respuesta del ejército disparando desde sus tanques de
guerra para repeler el ataque y en el que perecieron cientos de
personas), circuló una pregunta- a manera de chiste- inquietante y
macabra: “¿No vieron los juegos pirotécnicos en el Palacio de
Justicia?”. A los ocho días una avalancha, producida por la erupción del
volcán Nevado del Ruíz, sepultó a la población de Armero y a más de
25.000 de sus habitantes. No faltó el "gracioso" que dijera que en
Armero había ahora la posibilidad de sumergirse en un reparador baño de
lodo. En diciembre de 1986 un veterano de Vietnam de nombre Campo Elías
Delgado, asesinó a más de 25 personas en Bogotá -incluida su propia
madre- en un hecho conocido como “La masacre de Pozzeto”. Meses
después, apareció en un muro solitario de la capital un grafiti que
decía: “Mi mamá me mima, mi mamá me ama… Me mamé de mi mamá.
Atentamente: Campo Elías Delgado.” Por la época en la que el
narcotraficante Pablo Escobar ofrecía dos millones de pesos a quienes
mataran a un policía, muchos compatriotas comentaban al ver un grupo por
ejemplo de cinco uniformados: “hermano, mire: ahí hay diez milloncitos de
pesos reunidos”.
Hablo de gente del común, de ciudadanos de a pie, no de figuras públicas que, gracias a su posición, tienen la posibilidad de influir en la sociedad con sus comentarios. Por eso no me extraña que el jueves pasado Alejandra Azcárate escribiera una columna de opinión en la que agrede de manera infame a las gordas del país y del mundo. No nos engañemos: estamos acostumbrados a burlamos de los demás, a maltratarlos, a ridiculizarlos. En las redes sociales, en las fiestas de barrio, en paseos, nos dedicamos a disparar chistes de todo calibre que se ensañan en contra del otro. Mujeres y hombres se trenzan en ridículas batallas a ver quién hace el comentario más ácido y humillante hacia el género opuesto. También son víctimas los negros, los indios, los gays; sin olvidar las peleas vergonzosas que se dan por culpa del regionalismo: cachacos vs costeños, paisas vs caleños, colombianos vs pastusos.
Y mientras tanto la fiesta continúa. No importa que la alegría se apague un poco cuando vemos que la situación real no causa risa. Cuando somos uno de los países más desiguales del mundo y entendemos que los carnavales se convierten en un espejismo en medio del desierto de la pobreza. Entonces abrimos las páginas de un periódico o una revista y leemos- la mayoría perplejos otros divertidos- a alguien que no mide sus palabras y se dedica a mostrar su desprecio por cualquier sector de la población del país. Indignados, llenamos espacios manifestando nuestro repudio. Nos rasgamos las vestiduras. Tratamos de cobrar venganza utilizando, muchas veces, un lenguaje más bajo e intolerante para criticar. Lo ideal sería ignorar ese tipo de columnas, relegarlas al olvido y no hacerle eco a esa forma de violencia que pretende vestirse de humor a costa de la palabra. Eso no implica, sin embargo, que no reconozcamos que quienes tenemos que cambiar antes somos todos nosotros.
Hablo de gente del común, de ciudadanos de a pie, no de figuras públicas que, gracias a su posición, tienen la posibilidad de influir en la sociedad con sus comentarios. Por eso no me extraña que el jueves pasado Alejandra Azcárate escribiera una columna de opinión en la que agrede de manera infame a las gordas del país y del mundo. No nos engañemos: estamos acostumbrados a burlamos de los demás, a maltratarlos, a ridiculizarlos. En las redes sociales, en las fiestas de barrio, en paseos, nos dedicamos a disparar chistes de todo calibre que se ensañan en contra del otro. Mujeres y hombres se trenzan en ridículas batallas a ver quién hace el comentario más ácido y humillante hacia el género opuesto. También son víctimas los negros, los indios, los gays; sin olvidar las peleas vergonzosas que se dan por culpa del regionalismo: cachacos vs costeños, paisas vs caleños, colombianos vs pastusos.
Y mientras tanto la fiesta continúa. No importa que la alegría se apague un poco cuando vemos que la situación real no causa risa. Cuando somos uno de los países más desiguales del mundo y entendemos que los carnavales se convierten en un espejismo en medio del desierto de la pobreza. Entonces abrimos las páginas de un periódico o una revista y leemos- la mayoría perplejos otros divertidos- a alguien que no mide sus palabras y se dedica a mostrar su desprecio por cualquier sector de la población del país. Indignados, llenamos espacios manifestando nuestro repudio. Nos rasgamos las vestiduras. Tratamos de cobrar venganza utilizando, muchas veces, un lenguaje más bajo e intolerante para criticar. Lo ideal sería ignorar ese tipo de columnas, relegarlas al olvido y no hacerle eco a esa forma de violencia que pretende vestirse de humor a costa de la palabra. Eso no implica, sin embargo, que no reconozcamos que quienes tenemos que cambiar antes somos todos nosotros.
2 comentarios:
Muy buena la columna, y comparto por completo tu parecer. A veces pareciera que los colombianos somos mas proclives a burlarnos de nuestro infortunio, que a buscar soluciones inteligentes a ellos. Cosas como estas no nos permiten transcender hacia una toma de conciencia que nos movilice como cuerpo social en la búsqueda de un mañana mas prospero.
Leí tu crónica. Buena imagen: la afirmación de la vida en los lugares de muerte. Lo paradójico de estar tan cerca de un cementerio, lo positivo y lo poético... Abrazos, Caselo, MM.
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