La fila de carros en la carrera séptima en el centro de Bogotá, de sur a norte, es interminable. Son las cinco y treinta de la tarde, en unos minutos comienza la llamada hora de carga en la que los choferes esperan recoger la mayor cantidad de pasajeros. Mucha gente sale del trabajo y una romería de miradas anónimas camina a lo largo de la acera, esperanzadas en encontrar transporte con puesto desocupado. Genaro terminó de comer un buñuelo que le ayudó a engañar el estómago. Se limpió los labios con una servilleta casi transparente (similar a ese cielo que poco a poco pierde su color hasta convertirse en negro) y, en ese momento, vio que una señora le sacaba la mano un bus. Ni corto ni perezoso se hizo detrás de ella, la puerta delantera se abrió y los dos subieron, prácticamente, al mismo tiempo. La señora pasó la registradora, pero todavía no llevaba lo del pasaje. Entonces paró, e impaciente, esculcó en el fondo de su bolso . En algún lado estaría la carterita con el dinero. Genaro no perdió la oportunidad de oro, levantó una pierna, se apoyó, pasó al otro lado y, antes de empezar a hablar, el chofer gritó:
- “Oiga gran marica, aquí nadie se sube sin pedir permiso”
Si algo les emputa a los choferes, precisamente, es que alguien se trepe a su bus sin pedirles permiso. Tal vez sea una de las razones por las que andan de mal genio. Y si bien la mayoría de ellos trata de mantener las puestas cerradas, tan pronto éstas se abren quedan expuestos igual que una pelota abandonada en el patio de un jardín infantil. En esta ocasión, sin embargo, los ojos del conductor brillaban intensamente de la rabia, al notar por el espejo la actitud de “me importa un culo lo que usted diga” de Genaro. Y en una persona explosiva, apodada “cara de vieja”, las cosas podían empeorar.
El bus siguió despacio en medio del trancón. “Cara de vieja” no dejaba de mirar a través del espejo. Arqueaba sus cejas pobladas y torcía la boca, de la que sobresalía un coqueto lunar peludo al lado derecho. El pelo negro y ensortijado acababa en el límite de ese cuello grueso, que soportaba una cabeza grande y muy redonda. Y las arrugas en la frente y los cachetes, hacían que sus ojos se perdieran en un rostro que, ahora, revelaba muchísimo más que los cuarenta años que aparentaba. De existir una versión femenina de Míster Magoo, “Cara de vieja” sería idéntico a esa caricatura.
La última moneda fue a parar a su canguro de cuero. Sonrió al ver la bolsa de dulces vacía y, satisfecho, esperó a que el bus se detuviera. Inmediatamente se bajaría y se iría a casa. En efecto, tres cuadras más adelante un señor vestido de traje y corbata timbró. El bus se detuvo, el tipo bajó; y, justo cuando Genaro se disponía a poner su pie en el pavimento, la puerta se cerró bruscamente. Aunque no haya podido bajar, alcanzó a escaparse del inminente machucón. Entre tanto “Cara de vieja” se quitaba el cinturón de seguridad, salía de la cabina, saltaba la registradora y, varilla en mano, dejaba sus 1.70 de estatura y sus 85 kilos de peso delante de Genaro.
-¿Creyó que me la iba a montar, triple hijueputa?
Apenas terminó la frase, “Cara de vieja” lanzó un golpe violento que buscó la cabeza del vendedor de dulces. En un acto más reflejo que calculado, Genaro interpuso el brazo. La varilla le pegó en el codo; la dureza del metal hizo que la piel se resquebrajara como una galleta de soda y la sangre se desparramó sobre el piso del bus. No contento con la primera arremetida, “Cara de vieja” alzó nuevamente la varilla. Y dispuesto a sacrificar a quien osó irrespetar su territorio, le dio otro golpe que, por fortuna, cayó en el hombro.
-“Animal, lo va a matar”, gritó llorando la mujer que subió al tiempo con Genaro.
-“Llamen a la policía desde un celular”, dijo la voz de un hombre que no se atrevía a usar su teléfono.
“Cara de vieja” se quedó quieto. Entendió que no era buena idea que llegara la policía. Genaro estaba herido. Delito, lo que realmente es un delito, no cometió. Y, fuera de eso, el castigo resultaba bastante desproporcionado. De otro lado, el conductor tenía prohibido meterse en más problemas, después de una pelea de tragos en una cantina.
-“Sigamos que estoy de afán”, “Vámonos ya”, “Respete que para eso le pagamos”, protestaban los desesperados pasajeros.
Ante la presión de la gente, el conductor se calmó, aflojó la mano con la que aprisionaba la varilla y habló:
-“Vea pelado, arreglemos por las buenas”.
Dicho esto “Cara de vieja” sacó un fajo de billetes, eligió dos- de diez mil y veinte mil- y se los mostró a Genaro. El muchacho, a pesar de la golpiza, se mantuvo digno. En principio se negó a recibir la plata, pero al rato aceptó. Durante el día recogió cincuenta mil pesos de los dulces, y con los treinta podría ir al puesto de salud de su barrio. En caso de que lo incapacitaran había ahorrado unos pesitos en lo corrido del mes. Un mal arreglo, evidentemente, que de todas maneras evitaba que fuera a parar a la UPJ (Unidad Permanente de Justicia) , lugar en el que tuvo que padecer muchos castigos de 24 horas de encierro. Allí son recluidos quienes han cometido faltas menores- ni siquiera delitos- o actos que demuestran un alto grado de exitación y embriaguez. Actos que se denominan contravenciones y son tan etéreos y gaseosos que jamás encerraban, por ejemplo, a los exitados conductores de bus que, entre groserías y agresiones, se enfrentaban a Genaro las veces que se les metía a vender. Al final lo arrastraban al CAI más cercano (Comando de Atención Inmediata de la Policía) donde lo desnudaban para requisarlo. Una vez empeloto lo obligaban a hacer cuclillas, pues así comprobaban que no llevaba armas o droga dentro de las nalgas. Luego lo subían a un camión que daba vueltas por un determinados sitios de Bogotá. Cada parada significaba recoger más contraventores: indigentes sucios y olvidados, drogadictos sin expresión en sus miradas, prostitutas cansadas y tristes, gays discriminados, borrachitos que apenas se mantenían en pie. Con todos ellos, horas más tarde, llegaría a la UPJ a cumplir su pena de 24 horas de arresto. Allá de nuevo lo empelotaban, lo obligaban a hacer cuclillas, registraban sus datos en una planilla y lo trasladaban a una especie de bodega en la que compartiría esas horas junto a personas con el mismo infortunio, aguantando un frío canalla, hambre, humillación y, por supuesto, la falta de libertad.
Definitivamente no quería pasar otra vez por semejante pesadilla. Cogió los billetes, los guardó en el bolsillo del pantalón, se echó la bendición y antes de bajarse escuchó:
-“Nunca se le olvide que en el bus de “Cara de vieja” nadie se mete a vender”, le dijo el hombre barrigón, de tetillas caídas y cara de anciana histérica.
Las cosas no pasaron a mayores. Genaro se acercó al puesto de salud, un médico lo revisó y dictaminó que sólo se trató de un fuerte golpe. Le dio tres días de incapacidad, le recetó medicamentos y, por prevención, hizo que se aplicara la vacuna antitetánica, en vista de la herida abierta dejada por la varilla. Y la vida siguió su curso normal, si se le puede llamar normal a la cotidianidad de un trabajador informal, llena de sorpresas, angustias e incertidumbre.
A las nueve de la mañana de un día entre semana, no es mucho lo que puede hacer un conductor de bus. El infierno de la famosa hora de carga (en la que estudiantes y trabajadores intentan subirse en una guerra silenciosa y muy mal disimulada) ya pasó. Volverá entrada la tarde. Y en ciertas rutas, que sólo tienen la oportunidad de ganarse unos buenos pesos al filo de aquellas horas terribles, la jornada se reduce a deambular de un sentido al otro sin muchos pasajeros o, en el peor de los escenarios, ninguno.
Orilló el bus tan pronto el semáforo quedó en rojo, corrió la ventanilla y recibió la información que le dio el calibrador:
- “¿Entonces qué “Cara de vieja”? Hace diez minutos pasó el 7748, puede relajarse un poco llave”, dijo "El Mono", luego de revisar su cuaderno cuadriculado y de anotar la hora en la que llegó “Cara de vieja”.
- “Gracias pelao”, contestó el conductor y le alcanzó una moneda de quinientos pesos que "El Mono" recibió agradecido. El dato suministrado por El Mono le daba a "Cara de vieja" la tranquilida de saber que habría bastante gente que recoger en los paraderos. Estiró los brazos; por el espejo vio apenas a cuatro personas, repartidas en los asientos de adelante. Sin importarle que el semáforo cambiara tres veces de rojo a verde, y al constatar que supuestamente nadie iba de afán, se dedicó a sintonizar el radio. Detuvo el dial en una emisora de música vallenata, se ajustó el cinturón de seguridad, se acomodó dispuesto a arrancar y, de repente, el sonido de un vidrio que se rompe y gritos de angustia, lo sacaron de la monotonía. El ventanal de la parte trasera del bus acabó completamente despedazado. Una piedra enorme fue a dar contra el vidrio y los pequeños cristales cayeron en los asientos y en la calle: unos parecidos a la arena de la playa, otros filosos y cortantes. Salió rápidamente, le preguntó a "El Mono" si había visto algo. Nada, un silencio frío se apoderó de esa esquina de la ciudad. El agresor se debió esfumar, amparado por la soledad del sector y la irregularidad de ese laberinto de calles y avenidas que suele ser Bogotá. Resignado, “Cara de vieja” esperó a que algún colega de la misma empresa hiciera el favor de llevar sus pasajeros. La mañana se le iría cotizando en los talleres de confianza el cambio del vidrio. Trescientos mil pesos del alma le tocó invertir en el arreglo del vehículo, con el que le daba de comer a su familia.
El grupo conversaba tranquilamente en una esquina. Sin ponerse cita se reunieron dos guitarristas, un rapero que cargaba una pequeña consola de sonido, tres vendedores de maní y un desplazado, que mostraba un papel que certificaba su condición. Genaro los saludó y ellos le devolvieron el saludo con amabilidad. Hablaban de lo duro que se ha vuelto el trabajo, de la persecución de las autoridades. Los guitarristas ensayaban “Confesiones de invierno” de Sui Géneris y el rapero tarareaba una melodía indescifrable. El semáforo se puso en rojo; de pronto, entre la jauría de carros que mansamente aminoraron la marcha y pararon, Genaro identificó el bus de “Cara de vieja”. Sin pensarlo mucho decidió ir hacia la ventanilla. La casualidad de verlo otra vez, lo impulsó a pedirle permiso. Al fin y al cabo sus últimas palabras esa tarde: “Nunca se le olvide que en el bus de “Cara de vieja” nadie se mete a vender” (una especie de sentencia) no impedían que probara suerte. Jamás las olvidó, igual no tenía nada que perder. Por eso lo sorprendió la buena energía del chofer que, meses atrás, lo atacó sin contemplaciones. Es más, le dio la impresión de que “Cara de vieja” se acordaba perfectamente de ese muchacho flaco, decente y a la vez asustado por la reacción desmedida. Notó un sentimiento de culpa en el inesperado gesto bondadoso del hombre. Genaro subió por la puerta de atrás, animado por la aceptación del conductor. Repartió los dulces, habló a los pasajeros con esas palabras sentidas que les llegaban a alma y, de puesto en puesto, recogió una colaboración tal, que las manos se le llenaron de billetes y monedas. Al bajar levantó el pulgar en señal de agradecimiento que “Cara de vieja” respondió de igual forma. Mientras el bus arrancaba, Genaro recostó su espalda en un poste de la luz y sonrío al ver que se iba: y cuando estuvo lo sufientemente lejos, levantó su mano derecha, hizo pistola con los dedos y dijo:
-“Ojalá hayas tenido que pagar una fortuna para cambiar el vidrio, gordo asqueroso”