Resulta absurdo e innecesario el título que elegí para esta
reflexión. No hay muerto malo o bueno; todos, vengan de donde vengan,
duelen hasta el fondo del alma. Los de la Guajira, ahogados,
literalmente, en el drama la sequía que azota a gran parte del país;
los que dejaron las Farc y el ELN, resultado de aquella carrera
desenfrenada por atemorizar a la población en vez de ganarse de alguna
manera a los colombianos para avanzar en los diálogos de paz; los de
Venezuela, víctimas de un trágico enfrentamiento entre gobiernistas y
opositores; los palestinos, presos inocentes de sus desalmados verdugos:
el grupo fundamentalista Hamás y el estado de Israel. Todas, repito,
merecen el repudio general, porque son producto de la degradación de
los conflictos, las catástrofes naturales que no fueron atendidas por
los gobiernos o, simplemente, tristes consecuencias de feroces guerras
en las que priman ideologías radicales de orden político o religioso.
La realidad, sin embargo, nos muestra que, más allá de cualquier
consideración, la moda es ahora matricular en determinado bando a
quienes manifiestan su rechazo a un acto violento en particular.
En
Colombia, por ejemplo, cuando se habla en privado del asesinato de
alguien, es frecuente escuchar una frase que siempre se dice en voz
baja: “si lo mataron debió ser por algo”. No importa de dónde provengan
las balas o las motosierras, aquí la insensibilidad se transforma en un
matoneo descarado que recae sobre familiares y amigos. Nadie se salva
de ese otro asesinato simbólico, entre otras cosas, muy a la moda en la
etérea, anónima y muchas veces peligrosa comunidad de internet.
Si
usted un día se levanta, lee las primeras noticias y queda con el
corazón deshecho al ver las imágenes desgarradoras de hombres, mujeres y
niños- especialmente niños- despedazados luego de uno de los bombardeos
de Israel a la Franja de Gaza, lo más seguro es que sienta que se le
rompe el pecho de la indignación y le dé por compartir en su perfil de
facebook la fotografía que le produjo el shock emocional. Más tarde,
usted se conecta de nuevo y se sorprende al leer que algunos de sus
contactos, en lugar de mostrar aunque sea un poquito de misericordia
por la carnicería que denuncia, lo critican y le escriben, palabras
más, palabras menos, frases del estilo: “¿Y es que a usted no le
importan los niños asesinados por la guerrilla?”… “¿Cuándo va a poner
una foto que muestre la represión que hay en Venezuela?”... “Así son
todos los de izquierda, le pasan todo a la guerrilla y no rechazan los
actos que cometen esos hampones”… Sin posibilidades de defenderse, es
muy probable que se le termine de amargar el día y hasta le provoque
agarrar el computador a patadas o llorar al frente de la pantalla,
mientras repasa, una y otra vez, la insoportable cantaleta que se ganó
tan solo por expresar su dolor ante un hecho que debería mover la
sensibilidad de todo el mundo.
Habría que acompañar la
indignación con unas palabras de advertencia, dirigidas al amable
lector; de esta manera evitaríamos que se pierda en el ominoso
laberinto de los señalamientos y, de paso, logremos que procure guardar
el debido respeto. Las redes sociales se están convirtiendo en crueles
mosaicos de imágenes de cadáveres provenientes de todos los rincones
del planeta. Ningún país se salva del exterminio sistemático e
inevitable. Más temprano que tarde desapareceremos sin dejar rastro.
Seremos un recuerdo sin memoria, pues no habrá quien nos llore… Mucho
menos existirán los dedos que nos regalen, aunque sea, un miserable tuit
cuando desaparezcamos de esta pesadilla.