domingo, mayo 12, 2013

Estrella del sur


Una de las primeras imágenes es la de aquel aguacero que suele desatarse violentamente sobre Bogotá. Las escalera de cemento, desde las que vienen y van los pasos de los habitantes de ese sector marginal, parecieran derretirse y, sin embargo, el agua que las baña fluye hasta perderse en sentido contrario al de  esos cerros que, con seguridad, se encuentran más cercanos al cielo. De ahí en adelante, empieza una historia que habla de la realidad de miles de jóvenes; una realidad bien alejada de la encuesta que cada año pone a Colombia entre los países más felices del mundo. Porque la película “Estrella del sur” nos muestra, precisamente, ese contraste; y lo hace a partir de una cuidadosa puesta en escena en la que el manejo de la cámara (especie de “ojo  móvil” que sigue el rastro y se mete en todos los recovecos) la convierte casi en un documental.

Hay una pregunta que queda detenida en aire: “¿Qué es para ustedes el futuro?”; y mientras los jóvenes de último año de un colegio distrital capitalino piensan en alguna respuesta o, simplemente, dejan pasar el interrogante sin pena ni gloria, aparecen cada mañana pegadas en los postes notificaciones amenazantes firmadas por un enigmático “Mano Negra”. Entonces el futuro se desdibuja y  ya no puede ser el sueño de conocer el mar de una niña grafitera, o la posibilidad de transformarse en piloto de avión de un compañero de clase;  quizá sea el vacío del día adía del pandillero que sabe que en cualquier momento va a morir. Así, las probabilidades de un mañana se reducen a  una lista (muy diferente a la de la profesora) en la que están escritos los nombres de los sentenciados a muerte. Y, al final,  la “Mano Negra”, de un pastorejo con sus dedos, se encarga de decidir cuáles son los frutos “podridos”… sin importar cuántos frutos “buenos” arrastre en su macabro filtro. Es el accionar de una "justicia" cruel, despiadada y moralista, que se esconde en las sombras del anonimato.

“Estrella del sur” lleva dos semanas en cartelera, pero, otra contradicción, no se ha exhibido en la mayoría de salas decine de Bogotá. La dirección está a cargo del joven cineasta de la Universidad Nacional Gabriel González. La película pudo realizarse gracias a que el guión- escrito por Gabriel- ganó el premio del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico.  Además de obtener un reconocimiento en el Festival de Huelva- España: “La llave de la libertad”, que otorgan los presos de esa ciudad.

Menos mal existen todavía artistas  comprometidos con la realidad social. Lo demuestra “Estrella del sur”, producción que se une a testimonios que nos sacan de la modorra a la que nos somete la cultura oficial. Recuerdo a “La vendedora de rosas”, por ejemplo. También a “La virgen de los sicarios” que, aunque no es hecha por un director colombiano, cumple el mismo objetivo de ponernos al frente de la crudeza que habita en la cotidianidad y no queremos reconocer.

Ojalá el voz a voz de quienes ya han visto “Estrella del sur”, permita que  siga en cartelera por mucho más tiempo. Es una buena oportunidad para acercarnos a la otra Colombia y aceptar que, antes que nuestra supuesta y publicitada felicidad, tenemos un poco honroso tercer lugar entre de las naciones más desiguales del mundo.

lunes, marzo 25, 2013

El espectáculo televisivo del exterminio

Elsa y Mario,investigadores del CINEP
El argumento es así: tres hermanos, enloquecidos de rabia, juran acabar con la guerrilla en venganza por  el secuestro y muerte de su padre. Los tipos se arman hasta los dientes, se asocian con narcotraficantes y lanzan una persecución brutal a todo lo que huela a insurgencia. En la arremetida caen estudiantes, campesinos, ciudadanos del común. Y la violencia  sigue su camino, tenebrosa y  descontrolada, por lo que tendremos que esperar quién sabe cuántos capítulos más hasta que los hermanitos se aniquilen entre sí. Es en ese momento, por obra y gracia del libretista, que la serie “Los tres caínes” nos contará cómo ¿terminó? la pesadilla del fenómeno paramilitar en Colombia.



Explicar en esos términos el nacimiento de los grupos paramilitares y la  violencia que desataron en el país, es irresponsable y muy peligroso. No se trata, sin embargo, del único intento por mostrar esa parte de la historia desde aquella perspectiva. En enero de este año, El Espectador publicó un artículo titulado: “Una estocada al mito para”. En él recoge los pormenores de una investigación sobre el tema que hizo la Fundación Ideas para la Paz. Dicha investigación concluye que, efectivamente, el fenómeno paramilitar no se consolidó para acabar con la guerrilla; fue más bien una estrategia de la que se valió el narcotráfico y que buscaba adueñarse de grandes extensiones de tierra. De otra parte, los medios masivos de comunicación, en un momento dado, también les abrieron sus pantallas y micrófonos. Gracias a ellos los paras salieron del anonimato. Recordemos que, a finales de los noventa, la periodista Claudia Gurisatti del canal RCN entrevistó en exclusiva a Carlos Castaño, jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (así se hacían llamar los paramilitares). Esa noche, el país conoció el rostro de uno de los actores de la guerra. Al otro día, las declaraciones de Castaño generaron  indignación, aunque no podemos desconocer que fueron recibidas con aplausos por el sector de la sociedad que se identificaba con la lucha antisubversiva. A partir de ahí quedó en evidencia el afán de los paramilitares y sus benefactores por mostrar una ideología y, de paso, ser tratados como  grupo rebelde.

Si bien los paramilitares tuvieron apoyo del narcotráfico en sus comienzos, es descabellado asegurar que esa es, exclusivamente, su génesis. De igual manera resulta absurdo suponer que la venganza haya sido el único combustible que movilizó a los Castaño. No olvidemos que empresarios, ganaderos, gentes de la élite social contribuyeron en la  creación de esa especie de Golem, el inquietante "Hombre artificial" de la leyenda hebrea. Pero, quizá, lo más indignante es el intento por desconocer o quitarle  responsabilidad al Estado en el surgimiento del grupo armado al margen de la ley.  Desde sus inicios, el paramilitarismo estuvo relacionado con altos mandos militares quienes, por acción u omisión, jugaron un papel fundamental a la hora de las masacres que se perpetraron en los pueblos. Lo mismo puede decirse de los políticos y demás autoridades regionales. Así lo corroboran en la actualidad los casos de la para política en los que están implicados congresistas, concejales, alcaldes,  gobernadores; además de distintos fallos de Tribunales Internacionales que han condenado a la Nación por su complicidad con los paramilitares.

Dentro de las miles de víctimas se encuentran campesinos, indígenas, aproximadamente cuatro mil integrantes del movimiento político de izquierda U.P (Unión Patriótica), líderes comunitarios, estudiantes, defensores de los derechos humanos pertenecientes a diferentes ONG. De los últimos vale la pena mencionar el asesinato de dos investigadores del CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular) Mario Calderón y Elsa Alvarado. La pareja fue acribillada un domingo de mayo de 1997 en su propio apartamento de Chapinero en Bogotá. Un comando Paramilitar, al mejor estilo del enlatado norteamericano “Los Magníficos”, llegó al edificio donde vivían Mario y Elsa. Los hombres se hicieron pasar por integrantes del CTI (Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía), subieron al apartamento donde vivían y perpetraron el homicidio. No solo cayeron Elsa y Mario. El padre de Elsa falleció en ese hecho y su esposa quedó gravemente herida. En medio del terror, y presintiendo que la muerte ya había tumbado la puerta y se aprestaba a acabar con quien encontrara a su paso, Elsa alcanzó a meter a su bebé en un closet para salvarle la vida. Mario Calderón se destacó por su trabajo comunitario. Dirigió el Programa por la paz de la Compañía de Jesús en 1987 que se desarrolló en el Alto Sinú.  Más adelante creó la Asociación Reserva Natural de Suma-Paz con el propósito de proteger el segundo páramo más grande del mundo: el Sumapaz. ¿Podría acaso semejante atrocidad relacionarse con la sed de venganza de los Castaño por la muerte de su padre a manos de la guerrilla?

 Está comprobado, hasta ahora, que “Los tres caínes” no tocará el espinoso tema del exterminio sistemático y premeditado de la izquierda en Colombia, cayera el que cayera. No le conviene a RCN, tampoco a un sector de la sociedad. Resultan desalentadores los argumentos de los que se vale su libretista, Gustavo Bolívar, para defender la serie. Según él, y luego de un estudio de mercadeo, descubrieron que eso es lo que queríamos ver los colombianos. Quizá se refería a un relato lleno de estereotipos y lugares comunes, en el que los guerrilleros se dejan crecer la barba y lucen desgreñados; igual que  los estudiantes de Sociología de la Universidad de Antioquia, cuyas mochilas y sus asomos de barba de tres días los delatan  como milicianos de la guerrilla en Medellín. Los Castaño, entre tanto, son fiel reflejo de una familia unida que gira alrededor de la madre y en la que sobresale el machismo de los hijos. Los tres hermanos deciden el destino de propios y extraños. Y mientras  se entrenan  vigorosamente en las artes de la guerra, les queda tiempo, inclusive, para traicionarse y ponerse  los cachos entre ellos. En la otra orilla, finalmente,  permanecen- y permanecerán- en el olvido y el anonimato las víctimas, verdaderas protagonistas de una historia que aún no acaba y de la que falta mucho por contar.

domingo, enero 27, 2013

El pianista de la misa de seis


Un año se pasa rapidísimo, eso no es ningún descubrimiento; pero, aunque el tiempo todo lo cura, las misas que se celebran por los muertos son como  esos viejos  casetes que se rebobinaban -a veces manualmente con el dedo o un lápiz- y que devolvían a la fuerza las grabaciones que dejábamos atrás. Así llegan los recuerdos, a la fuerza; sobre todo cuando el sacerdote dice: “Ofrecemos esta santa eucaristía por el eterno descanso de …”. En ese momento, la sonrisa de familiares y amigos se ensombrece por el dolor agazapado, silencioso,  y los ojos se encharcan después de la inevitable llovizna de nostalgia.

La mamá de una vecina murió, precisamente, hace un año. A mi amiga (una de sus hijas) se le ocurrió que la celebración debía hacerse en la capilla contigua a la iglesia de la Parroquia Santa Francisca Romana. Desafiando las leyes de la lógica- y hasta de la física, digo yo- repartió durante la semana invitaciones a granel, por lo que  aparecimos más de 80 personas en un recinto que, a duras penas, recibe 40. Me  eligieron democráticamente  para hacer acto de presencia en representación de mi familia. Puesto que yo  era el único candidato y estaba en desventaja, es  como si hubiera votado en blanco. Entonces terminé apretujado en la puerta de la capilla.

Al comenzar la ceremonia, ni corto ni perezoso y a pesar del frío,  me senté en las escaleras del atrio de la iglesia. Desde ahí alcanzaba a oír las palabras del párroco, las respuestas de los feligreses y, en general, el desarrollo de esa puesta en escena de la fe. Me llamó la atención, eso sí, el músico. A diferencia de muchos de los organistas de esas misas, cuyas voces son, generalmente, gangosas, nasales y  que al cantar parece que lo hicieran en jerigonza, la vocalización de este, clara y perfecta, le ganaba la competencia al coro improvisado de los fieles que, tímidamente, se elevaba sin mucha afinación que digamos. Además, su ejecución del teclado no generaba ese eco apagado, triste y melancólico;  por el contrario, variaba en unos arreglos que iban del pop al jazz. Sin duda un gran intérprete. Sonaba tan bien que se me olvidó el frío.

Luego de la bendición, mi amiga tomó el micrófono y agradeció a los asistentes. Enseguida,  dijo: “Agradezco, especialmente, al Maestro Cristian Vega que nos regaló esas maravillosas canciones”.  Me paré rápido, me abrí paso y entre a la capilla. La verdad que se trataba de un pianista de lujo. Hace años no sabía de él, un músico al que Pacheco llamaba el “Niño Genio” porque, a sus 21 años, dirigía  la orquesta del conocido programa de concurso “Compre la orquesta”. Cada vez que algún participante daba con el instrumento que llevaba la melodía (por ejemplo el clarinete), Pacheco decía: “Hágame el favor, Maestro. Que suene el clarinete y toda la orquesta a nombre de La abejita Conavi”.  Al frente del piano Cristian Vega,  el “Niño Genio”, sonreía, levantaba un brazo, daba la señal- un, do, tre- y empezaban a tocar.

Interpretó  el último tema igual que los demás. Concentrado, moviendo el cuerpo al ritmo de la melodía. Varias personas nos acercamos y rodeamos al maestro. Al terminar nos miró, sonrió y se paró. Mientras guardaba atril y teclado, lo saludé. Le dije que lo admiraba muchísimo y que disfruté  su presentación.  El Maestro volvió a sonreír y contestó: - “Cuánto me alegra. Pero usted no se imagina. Viene el cura y me dice que si no era mejor que subiera al segundo piso y tocara desde allí.  ¿Qué tal que le hubiera hecho caso? Con el beriberi que tengo terminaría  en las bancas del primer piso”. Me guiñó un ojo y no dejó de sonreír. Luego comprendí a qué se refería. Cristian Vega no podía quedarse quieto. Parecía uno de esos muñecos inflables a los que se les pega y nunca se caen, así uno vea que están a  punto de irse al suelo.  “Es que, hermano, después de un accidente en el que me quitaron parte del cerebelo, antes es mucha gracia que esté vivo”. Lo ayudé a guardar el teclado e insistí en cargárselo, a lo que respondió: “No hombre, déjemelo que me sirve de bastón”.

En los años ochenta de aquel programa, el Maestro estuvo muy cerca de la fama. Tanto que cometió excesos  que lo dejaron al borde de la muerte en el 2003. Salió de un coma y vinieron tiempos de incertidumbre.  Tuvo que volver a aprender a caminar, a hablar, a hacer las cosas más sencillas. Poco a poco se levantó, retomó la música y se dio cuenta de que todavía tenía mucho camino por delante. Daba gusto encontrarlo así, renovado, alegre y con buen sentido del humor. A pesar de que ahora no le dan trabajo en televisión porque, según él, “Ya no me contratan en ningún canal. No les sirvo así, viejo y enfermo”.  Decidió, en vista de que se le cerraron las puertas, independizarse a medida que se recuperaba. Se acostumbró a manejar  la pérdida del equilibrio que logró compensar con ese talento que mantiene intacto. Seguramente ya cruzó los cincuenta años; la sonrisa, sin embargo, es muestra de una juventud inquieta e indomable.

Me ofrecí a acompañarlo a parar un taxi. Cuando íbamos caminando notó mi cojera en la pierna derecha. Puso su mano en mi hombro y, cagado de la risa, me dijo: “Quedamos igualitos a un cigüeñal”, y  nos fuimos a buscar el bendito taxi. Él, con su bastón musical; yo, sintiéndome privilegiado de estar al lado de un tipo que me hizo comprender que los ángeles caídos son un mito, no existen. Se los inventaron aquellos oportunistas que pretenden salvarse a punta de  pecar, rezar y empatar.






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