Pescador, lucero y río - Garzon y CollazosEl río pasa silencioso al amparo de la noche. La creciente suele ser un preludio, el anuncio casi imperceptible de profecías o, tal vez, la señal de un camino alumbrado por luciérnagas. Samuel lo sabe, por eso se desplaza en su canoa guardando la ilusión de una buena pesca. Hace frío. Quizás sea la tristeza que produce ver la red vacía. “Piquen, por amor de dios, piquen” pronuncia una y otra vez, mientras su clamor se desvanece en un eco melancólico. De nada sirve la caña endeble provista de la carnada justa; tampoco la maraña de hilos entrelazados dispuestos cual laberinto de añoranzas. La corriente se detiene al igual que el viento, que las ondas, que la respiración, que el tiempo. “¿Caudal sin rumbo?”Murmura Samuel ante la sorprendente y enigmática circunstancia. Más, como si se tratara de una broma del destino, un sinnúmero de peces comienzan a saltar a su alrededor. Desesperado se levanta, cuidándose de no perder el equilibrio. Una vez en pie balancea los brazos e intenta atrapar, si quiera, uno de aquellos escurridizos. Parece un ciego que tantea con sus manos el muro invisible que lo separa de la orilla. De repente todo queda quieto, hasta el rumor del río calla.Temeroso el pescador advierte un singular brillo subir entre burbujas, flores, hojas, espuma. En un acto reflejo retrocede; pese a ello se detiene, justo en el límite que le impide irse de espaldas. Tras breves segundos de agonía una figura emerge, coloreando con su fulgor agua, caña, red, canoa y la aterrorizada silueta del hombre. Samuel no musita palabra; un sudor frío recorre su cuerpo transformado en gelatina por el miedo. “¿Quien eres?”. Voltea a lado y lado la cabeza. Escudriña el precario horizonte. No divisa nada. “¿Quién eres?” Repite la voz melodiosa. El pescador se llena de valor y responde: “Un humilde pescador…muy asustado” y se desploma en su canoa. “Ahhh, gracias. Pensaba que eras mudo”, replica la voz angelical y, enseguida, suelta una risita burlona. “¿Cómo te llamas?”. El hombre no se atreve a contestarle a la voz de caramelo, pero la insistencia de su interlocutora logra vencerlo. “Me llamo Samuel”, exclama el pescador. “¿Samuel a secas?” Pregunta la voz de terciopelo. “Sí, Samuel a secas”, manifiesta el hombre más muerto que vivo. “Disculpa. Es que no es fácil para una estrella de mar encontrarse, así no más, en un río. Muchísimo menos con un pescador tan tímido”, explica la voz que acaricia. “¿Tímido yo?” Replica Samuel herido en su orgullo. “Y a ti ¿Te parece muy normal toparme una noche de mala pesca con una estrella de mar?” Agrega. “Además ¿Qué diablos hace un ser del océano en estas latitudes?” Inquiere el pescador vivamente interesado. “Yo qué voy a saber”, contesta la voz de Jazmines. “Solamente recuerdo que me dormí. Soñé que caminaba mares, navegaba desiertos. Desperté; una enorme ola me arrastró y, aunque parezca ilógico, vine a parar aquí”. Meditó un instante y anotó: “¿sabes? A pesar de todo me encanta este río". Al cabo de un rato expresó: “Oye ¿No ve vas a ayudar a subir?”. Samuel vaciló. No se arriesgaba a satisfacer los deseos de la voz de campanita, sin embargo, un cosquilleo de alas de mariposa se alojó en su estómago. Ahí decidió tomar entre sus manos a la bella aparición. Ya dentro de la canoa el pescador preguntó: “Y Tú ¿cómo te llamas?”. La voz de algodón de azúcar susurró: “Estrella Solitaria”.
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Samuel vivía en un rústico y sencillo bohío. Desde esa noche la morada adquirió un aroma especial en el que el olor de la madera, se mezclaba con la deliciosa esencia de estrella; a su vez su voz de selva viajaba libre, misteriosa y milenaria por todo el territorio ribereño.
Estrella tiene cinco puntas; era maravilloso verla atrapar en su aliento los destellos del fuego. Escribe sin pausa; sus ojos serenos se posan delicadamente en la hoja en blanco y elabora frases que, posteriormente, son depositadas en el viento. A Samuel le gusta la música. A menudo se acomoda en su silla, coge la guitarra, desliza los dedos por las cuerdas y ejecuta acordes entrañables. Una madrugada el pescador le dedicó a su Estrella Solitaria la canción que sería testimonio de la mágica historia:
“CUENTAN QUE HUBO UN PESCADOR BARQUERO
QUE PESCABA DE NOCHE EN EL RIO
QUE UNA VEZ CON SU RED, PESCÒ UN LUCERO
Y FELIZ LO LLEVÒ, Y FELIZ LO LLEVÒ A SU BOHÌO…”
Estrella se acercó conmovida. Con una de sus puntas apartó la guitarra de Samuel; con la otra le tapó suavemente su boca y, con las restantes, se abrazó contra su pecho. Luego dijo: “No sigas. Deja que la canción se cante a sí misma. Más adelante me enseñarás las demás estrofas. Quiero descansar al compás de los latidos de tu corazón”. Samuel la abrazó fuertemente y permanecieron muy juntos, como si fueran uno.
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El tiempo transcurría lento y a veces veloz igual que el galope de un caballo alado. Estrella y Samuel acostumbraban a caminar por senderos de follajes suaves, apacibles. Descansaban bajo el árbol más frondoso. Allí, resguardados por su sombra, Samuel aprovechaba para continuar su sentida serenata:
“Y DESDE ENTONCES, SE ILUMINÒ EL BOHÌO
PORQUE TENÌA ALLÌ A SU LUCERO
. QUE NO QUISO VOLVER, MÀS POR EL RÌO
DESDE ESA NOCHE, EL PESCADOR BARQUERO…”
Estrella sintió que los colores del arco iris se adherían a su piel. Recostó sus cinco puntas en el hombro de Samuel y le rogó: “Por favor, calla. Escuchemos el concierto que nos ofrece este sublime paraje. Es la armonía de la naturaleza, te la regalo”.
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Frecuentemente se divertían jugando a las escondidas, lo que representaba un verdadero reto. En efecto. Dado que ninguno de los dos se aguantaba las ganas de encontrarse, a quien le correspondía el turno de contar- prácticamente- olvidaba los números con tal de disfrutar de la calidez de su alma gemela. Precisamente, en uno de esos juegos, Samuel extravió el rastro de estrella. No supo dónde hallarla, ni la manera de encontrarla. Corrió, trepó arboles, inclusive se arrojó en el río. Esa tarde el hombre experimentó una soledad inmensa. Regreso aturdido, desolado, pero no reparó en un detalle: puesto que la conocía le hubiese bastado descubrirla, simplemente, confiando en su intuición y en sus sentidos. Estrella se resguardaba en los árboles, lo esperaba camuflada en las hojas, saltaba- de aquí para allá- alegremente, sin separarse ni un sólo minuto de Samuel; no obstante el confundido pescador creyó perderla.
El bohío parecía una estructura fantasmal, envuelto en la bruma propia de la soledad y del abandono. El hombre entró con la cabeza gacha. De un momento a otro, la voz que lo reivindicaba con la existencia pronunció levemente: “Samuel termina la canción”. En esta oportunidad Estrella lloraba desconsolada. El hombre no alcanzó a comprender. Reflexionó, alzó la guitarra y, en tonos menores, interpretó:
“Y DICEN QUE DE PRONTO SE OSCURECIÒ EL BOHÌO
Y SIN VIDA ENCONTRARON AL BARQUERO.
PORQUE DE CELOS SE DESBORDÒ AQUEL RÌO
ENTRÒ AL BOHÌO Y SE ROBÒ EL LUCERO ENTRÒ AL BOHÌO…Y…SE…ROBÒ…EL…LUCERO”
Estrella se abalanzó sobre el pescador. Sus cinco puntas se aferraron a su cuerpo, sus labios se unieron a los del hombre y se besaron apasionadamente. Las lágrimas se confundieron, los alientos se fusionaron, fueron uno solo más que nunca. Estrella sonrió tenuemente. Selló la boca de Samuel con un nuevo beso y confesó. “Tengo que volver al mar”. El pescador no dejaba de sollozar. No admitía razones ni motivos. En su egoísmo, resolvió increpar al río, al mar, al viento, al destino, a la vida misma. Estrella lo contemplaba respetuosa y melancólica hasta que, finalmente, el hombre se calmó. En su interior se afianzó una certeza: había sido suficiente disfrutar de la mágica presencia que marcaría, definitivamente, pasado, presente, futuro. Samuel estrechó a estrella, la sentó en sus piernas y la admiró detenidamente. Poco a poco entendió que el agua debe fluir, que su Estrella Solitaria formaba parte del Universo, que jamás se separaría de su lado. Del llanto ahogado pasaron a rememorar los momentos gratos, también las tristezas. Estrella reía, Samuel ensayó melodías renovadas, el bohío adquirió la claridad que se refleja en el rostro de un niño recién nacido. Salieron, caminaron por los senderos de follajes suaves, apacibles. Llegaron a la orilla del río, subieron a la canoa y se marcharon, guiados por la sabiduría del firmamento. Cuando se detuvieron en el punto exacto, el pescador depositó a Estrella en el agua haciendo gala del amor puro e ilimitado que lo caracterizaba. Ella se fue no sin antes regalarle millones de besos, suspiros y caracoles.
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Cuenta la leyenda que el bohío de Samuel se convirtió en estación de paso obligada de los habitantes de la región. Aún en noches de mala pesca, un hombre es capaz de culminar exitosamente la dispendiosa faena. Con la red colmada el pescador recibe a sus huéspedes: hombres curtidos por el trabajo, acompañados de sus mujeres y sus hijos. Reunida la concurrencia Samuel evoca emocionado los pormenores de la historia. Después entona la canción, símbolo del amor inquebrantable; y, con voz entre cortada, finaliza elevando los ojos al cielo. Dentro del grupo de niños asistentes hay uno muy especial llamado Benjamín. Una noche, luego de que Samuel concluyera su narración, levantó la manita y preguntó: “¿Cuál es el nombre de tu amada?”. El pescador lo miró con ternura, se aproximó, pasó los dedos por las mejillas del chiquillo y contestó: “Hijo, su nombre es Estrella Solitaria…Estrella del Amor…Estrella de le Esperanza”. De inmediato, y ante el asombro generalizado, la inconfundible voz se manifestó con su acento de canela. Desde algún lugar del cosmos interrumpió la calma de la velada y, cariñosamente, pronunció: “Y tu serás siempre el mago de mi corazón”. Dicho esto un aire tibio se apoderó de la estancia, miles de destellos de luciérnagas se precipitaron y un sin fin de fueguitos juguetones danzaron, formando pareja con millares de mariposas multicolores.