jueves, agosto 07, 2014

¿Cuál muerte indigna más?

Resulta absurdo e innecesario el título que elegí para esta reflexión. No hay muerto malo o bueno; todos, vengan de donde vengan, duelen hasta el fondo del alma. Los de la Guajira, ahogados, literalmente,  en el drama la sequía que azota a gran parte del país; los que dejaron las Farc y el ELN,  resultado de aquella carrera desenfrenada por atemorizar a la población en vez de ganarse de alguna manera a los colombianos para avanzar en los diálogos de paz; los de Venezuela, víctimas de un  trágico enfrentamiento entre gobiernistas y opositores; los palestinos, presos inocentes de sus desalmados verdugos: el grupo fundamentalista Hamás y el estado de Israel. Todas, repito, merecen el repudio general,  porque son producto  de la degradación de los conflictos, las catástrofes naturales que no fueron atendidas por los gobiernos o, simplemente,  tristes consecuencias de feroces guerras en las que priman ideologías radicales de orden político o religioso.  La realidad, sin embargo, nos muestra que, más allá de cualquier consideración, la moda es ahora matricular en determinado bando a quienes manifiestan su rechazo a un acto violento en particular.

En Colombia, por ejemplo,  cuando se habla en privado del asesinato de alguien, es frecuente escuchar una frase que siempre se dice en voz baja: “si lo mataron debió ser por algo”. No importa de dónde provengan las balas o las motosierras, aquí la insensibilidad  se transforma en un matoneo descarado que recae sobre familiares y amigos. Nadie se salva de ese otro asesinato simbólico,  entre otras cosas, muy a la moda en la etérea, anónima y muchas veces peligrosa comunidad de internet. 

Si usted  un día se levanta, lee las primeras noticias y queda con el corazón deshecho al ver las imágenes desgarradoras de hombres, mujeres y niños- especialmente niños- despedazados luego de uno de los bombardeos de Israel a la Franja de Gaza, lo más seguro es que sienta que se le rompe el pecho de la indignación y le dé por compartir en su perfil  de facebook la fotografía que le produjo el shock emocional. Más tarde, usted se conecta de nuevo y se sorprende al leer que algunos de sus contactos, en lugar de mostrar aunque sea un poquito de misericordia  por la carnicería que denuncia, lo critican y le escriben, palabras más, palabras menos, frases del estilo: “¿Y es que a usted no le importan los niños asesinados por la guerrilla?”… “¿Cuándo va a poner una foto que muestre la represión que hay en Venezuela?”... “Así son todos los de izquierda, le pasan todo a la guerrilla y no rechazan los actos que cometen esos hampones”…  Sin posibilidades de defenderse,  es muy probable que se le termine de amargar el día y hasta le provoque agarrar el computador a patadas o llorar al frente de la pantalla, mientras repasa, una y otra vez, la insoportable cantaleta que se ganó tan solo por expresar su dolor ante un hecho que debería mover la sensibilidad de todo el mundo.

Habría que acompañar la indignación con unas palabras de advertencia, dirigidas al amable lector; de esta manera evitaríamos que  se pierda en el ominoso laberinto de los señalamientos y, de paso, logremos que procure  guardar el debido respeto. Las redes sociales se están convirtiendo en crueles mosaicos de imágenes de cadáveres  provenientes de todos los rincones del planeta.  Ningún país se salva del exterminio sistemático e inevitable. Más temprano que tarde desapareceremos sin dejar rastro. Seremos un recuerdo sin memoria, pues no habrá quien nos llore… Mucho menos existirán los dedos que nos regalen, aunque sea, un miserable tuit cuando desaparezcamos de esta pesadilla.

domingo, abril 20, 2014

Macondo, amor a primera vista


Se llega a libros y autores por caminos tan curiosos que, en últimas,  aprendí a ser paciente; en algún momento tendré en mis manos la obra de aquel escritor que todavía me hace falta por leer. Así me pasó con “Cien años de Soledad” de Gabriel García Márquez.  Cuando se suponía que debía leer esa obra en cuarto de bachillerato (hoy noveno) algo me alejó siempre de quedar atrapado en sus letras. Primero, cierta presión. Sí, lo reconozco, casi todos mis familiares (padres, tíos, primos) me alertaron sobre lo “ladrilludo” que era ese libro. Y para comprobarlo me invitaban a ver el número de hojas que lo componían. En realidad eran muchas para mí en ese instante. La verdad no me consideraba un buen lector, entonces opté por seguir los sabios consejos de la mayoría y dejé “Cien años de soledad” archivada entre las obras que nadie busca. Otro argumento del que se valieron mis allegados era aún más extraño: “Ese señor escribe muchas groserías, es insoportable”. Nunca comprendí en qué consistía ese problema. Al fin y al cabo García Márquez es costeño y se supone que la obra le hace un homenaje a la narración oral, esa que pasa de boca en boca y de generación en generación. Mis dudas no lograron, sin embargo, que me interesara en leerlo. De nuevo ganaron esos “acertados” consejos de quienes ya conocían, de pe a pa, el esquivo libro que no me atrevía ni siquiera a ojear.  Pero como Gabo es también periodista, en 1985 publicó un libro llamado “La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile”. Con ese sí me animé. Se trataba de la crónica sobre un director de cine chileno exiliado, Miguel Littín, y cómo logró entrar a filmar a Chile en plena dictadura de Pinochet. Años después, en 1989, aparece “El general en su laberinto”, historia que habla de aquel Bolívar en decadencia, olvidado y sin vestigios de las glorias del pasado. Luego leí sus “Doce cuentos peregrinos” y otros que escribió en El Espectador en sus primeras épocas. 

Tuve que esperar bastante tiempo, hasta que llegó el día señalado. En 1996 fui invitado por una tía a la Feria del Libro de Bogotá. Visitamos los pabellones, recibimos la información acerca de las novedades literarias y antes de salir mi tía me preguntó: ¿Quiere algún libro? Recuerdo que estábamos en el pabellón de la Panamericana y allí era posible conseguir  ediciones populares de grandes obras de la literatura universal. No tuve que pensarlo dos veces. En la primera fila encontré, en uno de los estantes, “Cien años de soledad”, por supuesto en versión popular, y le dije a mi tía que me lo regalara. Salimos de Corferias, me fui a mi casa y de inmediato lo abrí. Leí sin pestañear tres horas seguidas, algo extraordinario en un perezoso como yo. Me cautivó desde la primera frase, me enamoró en el transcurso esa historia fantástica y no pude soltarlo los cinco días siguientes.  Pero, sobre todo, me impresionó Macondo, un lugar sin límites precisos que pareciera construido en el aire; se me antojó el espejo en el que debemos mirarnos los latinoamericanos. Y cada personaje podría ser el reverso o el negativo de una fotografía que está por tomarse.  Macondo es, pues, el mejor escenario para echar a volar la imaginación en cualquier época del año. Un territorio en el que amor y soledad van de la mano. No importa si la peste del olvido se toma al pueblo y hace que sus habitantes terminen vagando sin pasado, presente o futuro. Tampoco el diluvio que estremeció a Macondo y sus alrededores y que le cambió para siempre la vida a todo el mundo. Ahora es un lugar más entrañable;  un puente por decirlo de alguna manera, el lazo que une lo real con lo irreal. 

Conocedores de la obra de Gabo insisten en relacionar aquella geografía de los sueños con su natal Aracataca. Puede ser, supongo que el pueblo donde nació Gabriel García Márquez le regaló una que otra característica. Lo único claro para mí es que hoy debe haber tremendo carnaval allá. Alguna vez el Papa Juan Pablo II, aseguró que cielo e infierno, más que territorios físicos, eran estados del alma. Gabo se nos fue y, seguramente, irá a parar al paraíso, es decir, a su cielo propio: Macondo. Un pueblo universal  que, gracias a él, esta lleno de mariposas y flores amarillas.


domingo, febrero 23, 2014

Réquiem por los "Colosos del norte"

En los años noventa, cuando los edificios y  los techos de varias casas de Bogotá se inundaron de parabólicas, la señal  que recibíamos de canales latinoamericanos era casi en su totalidad peruana. Entonces aquellos armatostes -semejantes a platos gigantescos, idénticos pero en menor escala a las antenas repetidores de Chocontá- pasaron a llamarse “Perubólicas”.  De inmediato se despertó un odioso complejo de superioridad, muy al estilo colombiano, y empezaron los chistes, las burlas y los comentarios crueles hacia los peruanos. Lo mismo sucedió con los ecuatorianos, generalmente indígenas,que llegaban a las esquinas de Bogotá a vender sus productos (artesanías,mantas  y ropa de lana). Por aquellos años algunos grupos de jóvenes con las cabezas rapadas (que para los sociólogos forman parte de las famosas “Tribus Urbanas”) se ensañaban en contra de esos ecuatorianos de trenzas y ruanas, atacándolos bajo el pretexto de castigar a quienes les estaban quitando oportunidades de trabajo a los colombianos.

La verdad no hemos sido muy hospitalarios con nuestros vecinos, hasta  a los venezolanos les tocó padecer el menosprecio de una sociedad que se cree superior. En la bonanza petrolera de los setenta y los ochenta, miles de venezolanos viajaban a Colombia para aprovechar las ventajas de tener una moneda fuerte: el Bolívar. De ahí que las clases altas, y un poco menos las medias, se dieran el lujo de gastar a manos llenas. Era frecuente oírle a cualquier venezolano la siguiente frase, luego de conocer el precio del producto de su interés: “Vale, está barato, dame dos”.  Y terminaban comprando de todo: electrodomésticos, licores y ropa de marca. Nosotros, quizá para cobrarles ese derroche que no podíamos darnos, los  considerábamos “lobos”, es decir, personas de mal gusto a la hora de hablar, de vestirse y de comportarse. No contentos con lo anterior terminamos diciéndoles, en tono despectivo,venecos.

Nos quejamos de los argentinos porque les atribuimos  un  supesto y desmesurado ego y  no reconocemos nuestros propios delirios de grandeza que dirigimos sin piedad a los habitantes de territorios limítrofes. Triste paradoja la de una Colombia que, en su interior, expresa las mismas señales de discriminación en muchas de sus regiones. No obstante, al momento de tomar partido o criticar al vecino, el colombiano es experto y se cree dueño  dela verdad absoluta. Hoy que Venezuela atraviesa una profunda crisis, nada nos impide opinar sobre lo divino y  lo humano, dándole ese fastidioso tufillo a las reflexiones como si tuviéramos la autoridad moral para exigir que nuestros hermanos “tomen el camino de la paz, el progreso, la libertad y la justicia social”. Mientras tanto, poco nos importa que la protesta  sea cada vez menos un derecho en Colombia; nos tapamos los ojos y los oídos ante el escandaloso lugar que nos ubica como una de los países más desiguales del planeta; acudimos a la amnesia para evitar recordar los cientos de miles de muertos y desaparecidos que ha dejado el conflicto interno en las últimas décadas. Y como si lo anterior fuera poco, ahora uno de nuestros principales productos de exportación son las series televisivas que muestran la decadencia de nuestra sociedad, representada en la cultura mafiosa o traqueta que tanto daño nos ha hecho.  “Escobar, el patrón del mal” o “El Capo”, por ejemplo, dos de esas superproducciones colombianas que viajan sin ningún pudor alrededor del planeta.

No sé en qué momento alguien nos puso el título de “Colosos del norte”. Tal vez, o mejor, estoy seguro, se trató de una distinción llena de sarcasmo. Lo único cierto es que, querámoslo admitir o no, en Latinoamérica hubo-  lamentablemente hoy lo dudo- vientos de cambio. Por lo menos ellos pueden contar que hicieron o intentaron hacer una revolución. ¿Nosotros podríamos decir lo mismo?