Pasadas las diez de la noche Danilo se paraba, levantaba la copa y decía:
“!Saludddddddd güevas! Nos vamos ya a darle serenata a Mariela”.
Los fines de semana eran de bohemia. Nos reuníamos, generalmente, con Álvaro, Danilo, Tony, José y desocupábamos varias botellas de aguardiente o de cerveza. De igual manera, más o menos una vez al mes, variábamos la actividad: íbamos a discotecas, organizábamos fiestas en alguna casa, nos montábamos en los carros de quienes los tuvieran y cogíamos para La Calera o armábamos tremendos asados que terminaban en baile.
Lo de la serenata era también una situación bastante frecuente. De todos el único que toca guitarra soy yo; por eso, en fechas como el Día de la madre, en los cumpleaños de esposas, novias o amigas muy especiales, o sin motivo aparente, cualquiera de mis amigos se quedaba mirándome, luego se paraba y, enseguida, proponía continuar el desorden, cantando al frente de la casa de la mujer adorada.
Escoger la música resultaba fácil. Sólo cambiaba la primera canción, dependiendo el motivo del homenaje: conmemoración del nacimiento, reconciliación, conquista e, inclusive, dolor causado por el cruel despecho. Todos conocían mi repertorio y, afortunadamente, siempre encontraba temas para la ocasión.
“- Fresco Danilo. Si necesitamos el canto de un gallo , ahí sí dejamos que usted se luzca”.
Los cinco alegres compadres nos fuimos rumbo a la casa de Mariela. Compramos media botella de aguardiente. Había que aclarar la voz. Mientras caminábamos ensayamos otra vez las seis canciones.
La novia de Danilo vivía en un edificio, acompañada de tres de sus hermanas, y el apartamento quedaba en el quinto piso con vista a la calle. Nos acomodamos en el orden establecido. Tomamos lo que faltaba de la botella. Respiramos profundo y empezamos a cantar:
“Que se quede el infinito sin estrellas, o que pierda el ancho mar su inmensidad…”
Terminamos “Piel Canela” y ninguna luz se prendió. Seguimos con el segundo tema y José gritó:
“Estando contigo me olvido, de todo y de mí. Parece que todo lo tengo teniéndote a ti…”
De repente empezamos a escuchar aplausos que provenían de la otra cuadra. En la esquina un grupo de mujeres (que salieron de una casa de bombillo rojo) vestidas con prendas coloridas y ligeras- a pesar del frío bogotano- nos decían emocionadas y de manera provocativa:
-“Tan lindosssssssssss, papacitos”. “Ay vengan y cantan y no les cobramos".
Tony, muerto de la risa, se tapó la boca, mientras miraba de reojo a las mujeres que nos llamaban. El apartamento de Mariela permanecía a oscuras, no había señales de vida. Entonces, en la última estrofa de la canción, Danilo cogió una piedra pequeña y la estrelló contra la ventana.
Continuamos la serenata, pese a que las penumbras se mantenían en el apartamento de Mariela. Y en la esquina, el grupo de mujeres insistía en aplaudirnos e invitarnos a seguir la fiesta, prometiéndonos encender todas las luces de la pasión.
“Como un rayito de Luna, entre la selva dormida, así la luz de tus ojos, ha iluminado mi pobre vida…”
Desesperado, esta vez fue José el que arrojó otra piedra con más fuerza. A los pocos segundo una silueta de cabellos largos emergió de las tinieblas, abrió la ventana y gritó:
- “Ya baja Mariela. El bombillo de la sala se fundió. Por favor no acaben con el apartamento que ya desportillaron un vidrio”.