El día que Pelé o Maradona abandonaron sus guayos y las canchas,
muchos dijeron con profundo pesar: “Se acabó el fútbol”. Lo mismo pudo
suceder cuando el francés Bernard Hinaut se bajó para siempre de su
bicicleta y no volvió a competir. Cada ídolo, especialmente del
deporte, tiene su cuarto de hora y, de paso, escribe una página que
queda grabada en el imaginario de toda una nación.
En
Colombia, por supuesto, sucede lo mismo. Lucho Herrera nos puso a sudar
las veces que trepó los Alpes con tal facilidad, que parecía como si los
demás ciclistas europeos cargaran -en la parte de atrás de sus
bicicletas- varias cantinas de leche recién ordeñada. Cómo olvidar los
goles de Asprilla en El Parma de Italia o los pases inverosímiles de
“El Pibe” Valderrama en El Valladolid de España y El Montpellier
de Francia. No hace mucho nos volvimos expertos en automovilismo,
gracias al atrevimiento de Juan Pablo Montoya en las pistas mundiales;
también fanáticos del beisbol que seguíamos emocionados, por allá en
1997, las hazañas de Édgar Rentería en Los Marlins de La
Florida. Triunfos, en su mayoría individuales, producto del hambre, la
falta de oportunidades y las ansias de reconocimiento.
Antonio Cervantes Kid Pambelé, pertenece a ese pequeño grupo de celebridades que un día nos llevaron a la cumbre de los sueños alcanzados. Y lo hizo en los cuadriláteros, con sus puños, a trompada viva, noqueando rivales que terminaban despatarrados, uno tras otro, igual que las fichas de un dominó caídas en serie. Más adelante los escándalos acabaron de perfilar su leyenda, aquella suerte de maldición que pareciera perseguir a los que desafían a la diosa fortuna. Entonces el héroe fue desplazado de su pedestal, hasta convertirse en una sombra, un fantasma y, por qué no, en el incómodo espejo que refleja nuestra propia manera de ser.
“El oro y la oscuridad” es el título del libro que recoge la vida de
“Kid” Pambelé. Nada más acertado que un costeño sea, precisamente, el
encargado de contarnos esa historia, frenética y llena de matices, de
los vaivenes de un hombre al que el país nunca logrró entender. Alberto
Salcedo Ramos, escritor y periodista barranquillero, posee la herencia
de los narradores que se pasaban de boca en boca la palabra y luego la
esparcían por la región Caribe. Fiel a ese legado, se tomó el
trabajo de perseguir la leyenda del escurridizo boxeador por espacio de
dos años. Estuvo inclusive en Venezuela, patria vecina donde el púgil
comenzó en serio su exitosa carrera boxística. Y poco a poco fue tomando
anécdotas de aquí y allá; observó rostros, imágenes de calles
polvorientas, olvidadas para, finalmente, encontrarse de frente con
Pambelé. De esta manera, la polifonía de voces le dio las
herramientas necesarias a la hora de cotejar las vivencias al lado del
protagonista.
-“Siempre
que escribo este tipo de crónicas entrevisto primero a la gente que
rodea al personaje, y luego llego a él directamente”, dijo Alberto
Salcedo el día del lanzamiento de “El oro y la oscuridad” el 22 de abril
en la Feria Internacional del libro de Bogotá. Ese domingo nos
encontramos minutos antes de la presentación. El maestro Alberto Salcedo
lucía impecable, pero, curiosamente, estaba nervioso. Creía que no
asistiría mucha gente al evento, pues a esa hora no había casi nadie.
Más adelante pudo comprobar que no solo se llenó el auditorio, sino que
el cariño, la fidelidad y la admiración de sus lectores son
proporcionales a la calidez humana del escritor.
Las
páginas de “El oro y la oscuridad” estremecen y son una lección de buen
periodismo. Se siente la intensidad de los momentos dorados del deporte
colombiano- en este caso del boxeo- aunque, al mismo tiempo, la
tristeza que produce alcanzar el cielo con las manos y descender de él
en una caída vertiginosa. Alberto Salcedo nos habla a través de los que
viven en carne propia el presente de Pambelé. Y la voz del boxeador
-que si bien se escucha en cada capítulo- es más un eco nostálgico, un
murmullo apagado, arisco, de lo que ya no podrá volver a ser. De ahí que
el mismo autor confiese, sin ningún problema, la imprudencia que
cometió un día al abordar a Pambelé en uno de sus momentos de crisis. Se
salvó de una golpiza, lo admite; sin embargo mantuvo en su libro el
respeto por ese personaje, querido y odiado, que todavía no ha logrado
escapar del peso de su lejano pasado victorioso.