La verdad no hemos sido muy hospitalarios con nuestros vecinos, hasta a los venezolanos les tocó padecer el menosprecio de una sociedad que se cree superior. En la bonanza petrolera de los setenta y los ochenta, miles de venezolanos viajaban a Colombia para aprovechar las ventajas de tener una moneda fuerte: el Bolívar. De ahí que las clases altas, y un poco menos las medias, se dieran el lujo de gastar a manos llenas. Era frecuente oírle a cualquier venezolano la siguiente frase, luego de conocer el precio del producto de su interés: “Vale, está barato, dame dos”. Y terminaban comprando de todo: electrodomésticos, licores y ropa de marca. Nosotros, quizá para cobrarles ese derroche que no podíamos darnos, los considerábamos “lobos”, es decir, personas de mal gusto a la hora de hablar, de vestirse y de comportarse. No contentos con lo anterior terminamos diciéndoles, en tono despectivo,venecos.
Nos quejamos de los argentinos porque les atribuimos un supesto y desmesurado ego y no reconocemos nuestros propios delirios de grandeza que dirigimos sin piedad a los habitantes de territorios limítrofes. Triste paradoja la de una Colombia que, en su interior, expresa las mismas señales de discriminación en muchas de sus regiones. No obstante, al momento de tomar partido o criticar al vecino, el colombiano es experto y se cree dueño dela verdad absoluta. Hoy que Venezuela atraviesa una profunda crisis, nada nos impide opinar sobre lo divino y lo humano, dándole ese fastidioso tufillo a las reflexiones como si tuviéramos la autoridad moral para exigir que nuestros hermanos “tomen el camino de la paz, el progreso, la libertad y la justicia social”. Mientras tanto, poco nos importa que la protesta sea cada vez menos un derecho en Colombia; nos tapamos los ojos y los oídos ante el escandaloso lugar que nos ubica como una de los países más desiguales del planeta; acudimos a la amnesia para evitar recordar los cientos de miles de muertos y desaparecidos que ha dejado el conflicto interno en las últimas décadas. Y como si lo anterior fuera poco, ahora uno de nuestros principales productos de exportación son las series televisivas que muestran la decadencia de nuestra sociedad, representada en la cultura mafiosa o traqueta que tanto daño nos ha hecho. “Escobar, el patrón del mal” o “El Capo”, por ejemplo, dos de esas superproducciones colombianas que viajan sin ningún pudor alrededor del planeta.
No sé en qué momento alguien nos puso el título de “Colosos del norte”. Tal vez, o mejor, estoy seguro, se trató de una distinción llena de sarcasmo. Lo único cierto es que, querámoslo admitir o no, en Latinoamérica hubo- lamentablemente hoy lo dudo- vientos de cambio. Por lo menos ellos pueden contar que hicieron o intentaron hacer una revolución. ¿Nosotros podríamos decir lo mismo?