- “Mijita hágame caso, pórtese bien o le digo a Sancho”
- “Siga llorando mocoso que ahí viene Sancho…”
No se trataba del coco, mucho menos del señor de la bolsa o de algún espanto con el que suelen amenazar los padres a sus hijos, pero su sola imagen asustaba al más guapo: altísimo, de brazos largos, manos fuertes, ruana sucia y deshilachada, pies descalzos, barba canosa y desordenada como su pelo, mirada perdida, voz gruesa capaz de disparar groserías a diestra y siniestra. Así era Sancho; el vago, el degenerado o- simplemente- el loco del pueblo.
Viajar a Une en vacaciones significaba disfrutar de mi llegada a un paraíso, del placer de degustar los platos típicos, de sentirme acogido por la amabilidad de su gente y la alcahuetería de mis tías, aunque también me llenaba de terror saber que me encontraría con Sancho. Cada vez que lo veía me aferraba a los brazos de quien me acompañara en ese momento. Y siempre se acercaba a saludarnos. A veces le pedía un cigarrillo a mi papá y luego se despedía diciéndole:
-"Señor Rojas, jefecito, un placer". Enseguida podría jurar que me lanzaba una sonrisa irónica. Nunca superé el miedo, tal vez por eso se me aparecía en todos los lugares por donde pasábamos.
Caminaba por las calles del pueblo con un pielroja sin filtro en sus labios. Ayudaba a descargar papa, cebolla, maiz, porque, si algo lo caracterizaba, era su fuerza; tanta que podía llevar sin dificultad a sus espaldas dos bultos o levantar una máquina antigua de coser de esas empotradas en un mesón. Claro que su condición física no le servía solamente para el trabajo. Reconocido como peleador nato cogía a trompadas a cualquiera (generalmente después de tomarse sus traguitos) por lo que la estación de policía se convirtió en uno de sus hogares, ganándose a su vez la dudosa reputación de tener las dos manos multadas.
Los niños arrancaban despavoridos cada vez que lo veían y Sancho hacía lo posible por transmitir ese miedo que lo diferenciaba de los demás; solo que la niñez no es sinónimo exclusivamente de ternura. Muchas veces los mismos chiquitos que huían lo rodeaban cuando Sancho se dedicaba a bajar los bultos del camión.
-" Sancho, báñese que huele feo"
- "Sancho compre otra ruana"
- "Sancho es una bestia".
Entonces el hombre salía detrás de ellos, los correteaba a lo largo de varias cuadras y se devolvía a ocuparse de lo suyo. Nunca se supo que los agrediera, simplemente se contentaba asustándolos. Eso sí que nadie se le acercara si estaba borracho. En ese caso entre más lejitos mejor puesto que peleaba hasta con su propia sombra y, además, insultaba a punta de groserías a quien se le atravesara en su camino.
Dormía en los camiones que recogían los productos del campo o en la soledad de las esquinas. En mi última visita a Une supe que Manuel Céspedes (su nombre de pila) falleció en 1982. Dicen que lo encontraron sin vida una mañana al interior de uno de aquellos camiones, encima de los bultos de papa. No me hablaron con certeza de familiares, salvo de una sobrina que, al parecer, todavía vive en el pueblo. Lo único que me aseguraron es que debido quizás a una pena de amor, Sancho se transformó en el temido personaje. De lo que no me queda la menor duda es que, de tener la oportunidad de encontrármelo, le estrecharía la mano, compartiría un cigarrillo, lo invitaría a una cerveza y conversaría con él días, semanas, meses o años.