Son apenas diez minutos los que la separan de su destino. Diez minutos que bien podrían dibujarse en el mapa con una rayita. Ella también lo sabe, o mejor, lo supo aquella tarde en la que, apoyada en una escuadra, deslizó el lápiz encima del mismo mapa y unió, de sur a norte, dos países. Y lo hizo poco a poco, dibujando rayitas iguales a las de los diez minutos. Solo que las puso una detrás de la otra, hasta que formó una línea recta que salía de la pampa, atravesaba desiertos, navegaba ríos caudalosos y delgaditos, zigzagueaba en valles irregulares y, finalmente, subía para terminar en una ciudad desparramada a lo largo y a lo ancho de una sabana que protegen montañas colosales.
No tuvo necesidad de descifrar ningún jeroglífico, tampoco le hizo falta estudiar el lenguaje de los antepasados. Al fin y al cabo ella habita en una tierra que, sin duda alguna, es un papel sobre el que está plasmada la existencia. Una hoja sin márgenes o cuadrículas. Ilimitada. Diferente al sinnúmero de fronteras imaginarias o reales. Un fragmento de Latinoamérica de un texto, escrito ahora por dos corazones. Una ciudad llamada Pergamino, cuya distancia se reduce a una raya dividida en segmentos de diez minutos.