jueves, enero 27, 2011

Travesía

El único sitio peligroso es aquel pedazo de avenida sin luz en el que, además, los semáforos quedan titilando en amarillo después de las once de la noche. Los árboles, que en el día ofrecen su sombra en medio del calor sofocante, a esa hora sirven de escondite a uno que otro ladrón. Ella lo sabe, por eso pedalea con más fuerza, mientras la calle se pierde en esa oscuridad semejante a la entrada de un agujero negro. Menos mal, a pocas cuadras, varias confiterías aún mantienen sus puertas abiertas. Y entre el palpitar de su corazón acelerado por la veloz carrera y la gente que va y viene para ganarle la partida a la media noche, la bicicleta se transforma en un cometa terrestre iluminado por su sonrisa.

Son apenas diez minutos los que la separan de su destino. Diez minutos que bien podrían dibujarse en el mapa con una rayita. Ella también lo sabe, o mejor, lo supo aquella tarde en la que, apoyada en una escuadra, deslizó el lápiz encima del mismo mapa y unió, de sur a norte, dos países. Y lo hizo poco a poco, dibujando rayitas iguales a las de los diez minutos. Solo que las puso una detrás de la otra, hasta que formó una línea recta que salía de la pampa, atravesaba desiertos, navegaba ríos caudalosos y delgaditos, zigzagueaba en valles irregulares y, finalmente, subía para terminar en una ciudad desparramada a lo largo y a lo ancho de una sabana que protegen montañas colosales.

No tuvo necesidad de descifrar ningún jeroglífico, tampoco le hizo falta estudiar el lenguaje de los antepasados. Al fin y al cabo ella habita en una tierra que, sin duda alguna, es un papel sobre el que está plasmada la existencia. Una hoja sin márgenes o cuadrículas. Ilimitada. Diferente al sinnúmero de fronteras imaginarias o reales. Un fragmento de Latinoamérica de un texto, escrito ahora por dos corazones. Una ciudad llamada Pergamino, cuya distancia se reduce a una raya dividida en segmentos de diez minutos.


martes, enero 18, 2011

Hombre y niño a la vez


- “Está bueno”, dijiste después de mi propuesta y, enseguida, soltaste una hermosa sonrisa. Me atreví a sugerírtelo sin pensarlos mucho. Fue cuestión simplemente de imaginarte vestida de primavera al anunciarme que vendrías. No importa el mes, recuerda que en Colombia no tenemos estaciones. Las únicas que conozco son las estructuras fantasmales en las que se detenían aquellos trenes extraviados en un tiempo brumoso y distante. Lo que sí podemos hacer ese día es caminar encima de los rieles. Mientras vamos por la carrilera imaginaremos que somos una locomotora que lleva una preciosa carga de ilusiones. Y el humo que sale de la chimenea dibujará en el cielo un corazón y nuestras iniciales. Llegaremos tarde o temprano al destino que nos espera. Nos dejaremos arrastrar por el rumor del riachuelo, el trinar de los pájaros y la sinfonía que produce el viento al acariciar las hojas de los árboles. Lo demás corre por cuenta del latido de los corazones.

No te espero porque ya llegaste. Sin quitarme la fantasía me sacaste del mundo de mis sueños y te pusiste frente a mí como la realidad que tanto esperaba. Me enseñaste que para ser felices sólo necesitamos saber que existimos. Por eso, cuando te pedí que fueras mi mujer, te prometí que nos casaremos no sólo una, dos o tres veces. Pero la primera ceremonia será aquí, en la sabana de Bogotá, y tendrá por testigo al Universo.