El 6 de junio de 1996, a las seis de la mañana, papá se levantó
y abrió la puerta; desconfiado, miró para ambos lados. Enseguida se
echó la bendición, cerró y se acostó otra vez. Eso lo supe porque mamá
me lo contó aquel día mientras desayunábamos. Entonces recordé la fila,
cada vez más grande, que se formaba en la Parroquia antes de esa
fecha. Todos querían bautizarse (especialmente los niños, aunque también
los adultos que no lo habían hecho y se sentían en una especie de
limbo) puesto que, de acuerdo a cierta profecía, ese era el terrorífico
año que coincidía con el número del diablo: 666. El Padre Pacheco
-Párroco de la Santa Francisca Romana por esa época- no se dejaba
amilanar y devolvía a sus casas a los paranoicos fieles: “No va a pasar
nada. Programé bautizos únicamente los sábados. Menos los voy a hacer
entre semana por supersticiones tan pendejas. ”.
Si no nació el anticristo en esa oportunidad, tuvo que ser tres años después con el cambio de milenio. En ese entonces trabajaba en el despacho y recibo de correspondencia en una entidad financiera en liquidación. Todavía no se había popularizado internet; pocos hogares tenían la posibilidad de conectarse, pero la red ya era indispensable en el sistema bancario, el comercio, la salud, la educación. La tarde del 31 de diciembre de 1999 el ambiente no era de fiesta precisamente. A todos nos ordenaron hacer copias de nuestros archivos de computador. El Liquidador y sus colaboradores más cercanos se reunieron de emergencia. Preparaban los últimos detalles para evitar el caos. Tenía que ver con la hora de cada aparato. Según los entendidos, no todos los computadores reconocerían, así como así, los nuevos dígitos que correspondían al año 2000 en sus relojes internos. Eso significaba que, de no tomarse las medidas necesarias, podía generarse una hecatombe informática a nivel mundial y los datos se perderían. Nada sucedió, finalmente. Llegamos victoriosos al siglo XXI máquinas y seres humanos. Y si falló mi sistema no fue por la catástrofe anunciada. Juro que hice lo que me pidieron. A medida que copiaba los archivos en el diskette los borraba de mi PC (¿Para qué mantenerlos ahí?, dictaba mi lógica). El 2 de enero regresé a mi trabajo. Me tomé el primer café del día, luego prendí el computador e introduje la copia para organizar mi jornada. Casi me da un infarto: no encontré nada, estaba absolutamente vacío. Sudé frío. Una que otra lágrima ya se insinuaba producto de la desesperación. Me salvó, a los pocos minutos, la llamada del director de la oficina de Cali: “Carlos, me llegó en la correspondencia un diskette de archivos con memorandos, comunicaciones, peticiones, tutelas, registros de pagarés. ¿Qué se supone que debo hacer con eso?”
Ya pasaron cuarenta y tres de mis agostos y no ocurrió el vaticinio del cura bogotano Francisco Margallo y Duquesne quien, en 1827, elevó una advertencia que aún resuena, inclusive en los que no la oímos: “El 31 de agosto de un año que no diré, sucesivos terremotos destruirán a Santafé”. Por eso, cada vez que en el 31 de dicho mes de vientos y cometas el cielo se ve azul -acompañado de una que otra nube blanca parecida al algodón- papá me dice: “Mijo, el cielo está para un temblor. Póngale la firma”. Lo mismo ocurrió, hasta ahora, con los famosos tres días de absoluta oscuridad (los cuales atormentaron siempre a mamá y no la dejaban en paz) que jamás se presentaron. Mi viejita murió con la certeza de esa noche prolongada y misteriosa. De ahí que guardara en un cajón decenas de cirios pascuales, únicos capaces de iluminar al mundo en medio de las tinieblas.
El miedo es colectivo, no me queda la menor duda. No solo debido a la interpretación de la profecía maya que le pone punto final a nuestros días mañana 21 de diciembre. Hace rato familias enteras se alejaron de las ciudades y viven en el campo o en las montañas, desconectadas de cualquier artefacto tecnológico. Alrededor del mundo hay grupos que se hacen llamar “Preppers” (“Preparacionistas”) que se dedicaron a almacenar alimentos, medicinas, armas y trajes especiales que los protejan de un ataque bacteriológico. Su consigna es sobrevivir a la anarquía que, seguramente, se desatará después de la caída del sistema financiero, la guerra o alguna catástrofe natural. También están los que se esconden en refugios subterráneos, tal vez con la intención de acercarse al calor y seguridad que nos da una madre, en este caso, la madre tierra.
Lo que veo con tristeza y preocupación es que la mayoría de aquellas personas buscan su salvación individual y, acaso, las de sus familias. No les importa el resto. En ese sentido, el otro se convierte en alguien que produce desconfianza, un enemigo y rival del que hay que cuidarse. Ni siquiera en las supuestas últimas horas de este planeta se despertó una conciencia colectiva capaz de reunirnos en torno a un objetivo común. Se acaba una era. Creo, sin embargo, que el final lo vivimos día a día desde que nos negamos la posibilidad de dar y recibir un abrazo; además de perder la capacidad de soñar.
(Imagen tomada de http://www.estereofonica.com/dos-especiales-daran-a-conocer-la-verdad-sobre-el-fin-del-mundo-por-history/r)