martes, septiembre 25, 2012

Fugaz retrato urbano


Imagen tomada de http://www.davidosoriophotos.com/wp-content/uploads/2010/07/DSC_5970.jpg



Lo llaman despectivamente "Ñero" o "Desechable". Cuando la gente lo ve acercarse cambia de acera por miedo a que la atraquen o por físico asco. Para calmar el hambre, o escapar de esa realidad que lo discrimina, fuma bazuco, marihuana o mete pegante Bóxer por la boca. No lo saludan, nadie le sonríe. Recibe en cambio, día a día, el odio de una sociedad que lo rechaza y condena sin contemplaciones."Trabaje, hijueputa"... "Lárguese, malparido"... "Es que deberían matarlos a todos". Por eso tiene que endurecer su piel sucia, gastada y ponerse una coraza en el alma; no vaya a ser que en la próxima esquina alguna persona de bien le perfore el estómago a punta de balazos. También mira con recelo y aprendió a ir a la ofensiva: "Hijueputa su madre que lo tiene tan gordito", responde el "Ñero" antes de irse caminando lentamente hacia cualquier calle. Pero, a veces, sonríe o, espectáculo maravilloso, se caga de la risa. 

Lo recuerdo perfectamente hace años, un día que iba a la biblioteca Virgilio Barco. Venían arrastrando una carreta llena de basura. Eran dos. Uno más viejo que el otro. Cinco perros callejeros los acompañaban. De pronto, al pasar a mi lado, uno sacó un arma, me apuntó y disparó. La pistola era grandota, azul y de plástico. El chorro de agua me pegó en todo el pecho, entonces el "delincuente" gritó: "Oiga, güevón: ¿cierto que con esta mierda podemos robar un banco?"... Yo simplemente sonreí y seguí mi camino, mientras perros y dueños se alejaban felices de haberme jugado una pequeña broma en esa avenida solitaria de Bogotá.
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domingo, septiembre 09, 2012

La felicidad tecla a tecla



Por muchos años hubo dos reinas en la casa: mi mamá y su máquina de escribir. En tiempos en los que el computador  era una referencia de países desarrollados, y la presentación de trabajos escritos  se convirtió en un requisito ineludible para graduarse o lograr un ascenso, el aparato representó la principal fuente de ingresos familiar. Mamá, experta mecanógrafa, tenía ya sus clientes. Y dado que papá estaba sin empleo, entonces  decidieron trabajar juntos. Así nos sacaron adelante, mientras mi hermana y yo estudiábamos o nos dedicábamos a ser niños sin que nos faltara nada.

 Prácticamente todas las noches se desataba una especie de aguacero. El sonido de las teclas al escribir, lento y pausado, de pronto arreciaba con la fuerza de una granizada y, posteriormente, bajaba de intensidad. Mamá posaba sus dedos sobre las letras y, sin mirar, las ejecutaba con la agilidad de una pianista. Solamente le ponía cuidado a la letanía que se desgajaba de la boca de papá, quien le dictaba lo más claramente posible.

" Porque mientras creímos que contábamos con la Filosofía; mientras asumimos a la Razón, no como un Instrumento sino como El Fundamento del Ser…”

”Cien años de soledad es sin dudas un clásico ya consagrado de la literatura Latinoamérica…”

... “El ser humano es la especie animal, mentalmente, más evolucionada que hay en el planeta…”

-“Ay,  la cagué... ¡No mija, no escriba la cagué. Es que le dicté mal!”… –“Carlos, hágame el favor y se concentra. Me hizo dañar la hoja”- …. – “Perdón, mija. Estoy cansado. Tomémonos un tintico”-

 Entre tinto y cigarrillo se iban las horas, los silencios, las palabras. Por la ventana abierta de mi cuarto, que daba a la calle, salía el murmullo de la jornada nocturna. En la esquina de esa cuadra de Los Alcázares alcanzaba a escucharse el teclear de la máquina y la voz de papá. En aquellas ocasiones cambiábamos de habitación. Yo subía, me pasaba a la de ellos y me sumergía en el sueño, arrullado por ese eco que se apagaba poco a poco. Más adelante papá adquirió la destreza necesaria y empezó a ayudarle a escribir. A pesar de eso jamás pudo hacerlo sin mirar la máquina. Los dedos de mamá se deformaron paulatinamente por culpa de una espantosa artritis degenerativa. De todas maneras, siempre hizo el esfuerzo de no abandonar a papá en esa labor de complicidad y amor que tanto los unió.

 Transcribir trabajos resultó un buen negocio, aun así no faltaban los problemas. Cuando la máquina eléctrica sonaba igual que un carro recalentado a punto de vararse, mi mamá corría a buscar al señor Patiño que vivía a tres casas de la nuestra. Él se encargaba de revisarla, diagnosticar el daño, repararlo o, en el peor de los casos, hacerle algún remiendo provisional, no sin antes advertirle que ya era hora de comprar una nueva y botar a la basura ese chéchere.  Afortunadamente, los arreglos del señor Patiño fueron  providenciales y nunca tuvieron que llegar a tal extremo. Sólo la reemplazaron el día que la mejor amiga de mamá le envió una de regalo desde los Estados Unidos.

La casa se llenaba de gente cargada de libros, fotocopias y el borrador de sus investigaciones. Jóvenes, en su mayoría, se tomaban la sala, el comedor y hasta el jardín, al tiempo que corregían una y otra vez sus apuntes antes de pasárselos a mamá. De todos esos grupos, uno me llamaba la atención. La vecina de enfrente también se dedicaba al oficio y, de vez en cuando, le enviaba clientes a mamá. Gracias a ella aparecieron unos hombres con uniformes de color verde; hombres que encontraba algunas veces en la calle requisando a los transeúntes y pidiendo papeles. Claro que estos se veían más importantes: sus pechos mostraban decenas de insignias desconocidas para mí. Además parecía que se bañaban en  colonia, puesto que dejaban en el ambiente un fuerte y penetrante olor que nos mareaba. Papá me contó que eran militares que pertenecían a las cuatro armas y que venían a que les pasaran sus trabajos de ascenso. De un momento a otro, la casa se transformó en una réplica de la Escuela Militar. Gritos, órdenes, zapatos brillantes que servían de espejo, armas, escoltas.

Uno de esos tantos días, papá y mamá atendían a un militar que les explicaba, minuciosamente, cómo debía quedar el trabajo. Saludé respetuosamente y le pregunté a mamá:

- “¿Má, puedo salir al parque a jugar un rato?”

Esperé la respuesta. En ese momento, sin embargo, las palabras del militar se le adelantaron a mamá y, dirigiéndome una mirada reprobatoria, me dijo:

-“Muchachito. Repítame que no escuché bien ¿Cómo dijo?”

Me quedé callado. No comprendía lo que quería decirme. Entonces repetí:

-“Dije: ¿Má, puedo salir al parque a jugar un rato?”

Y sin permitir que terminara de hablar, el militar me respondió con su vozarrón aterrador:

“- ¿Cómo así que Má. Es que su papá está pintado o qué? No se le olvide quién es el jefe del hogar”.

Otra vez me quedé callado. Busqué en la mirada de mamá un refugio, pero ella leía los papeles que le entregó el militar. Fue papá el que rompió el silencio. Se paró, puso su mano en mi hombro y me dijo:

-“Mijo, usted sabe que entre su mamá y yo no hay jerarquías ni rangos. Hágale caso a ella”. Se excusó  y salió a comprar cigarrillos. Yo también me fui, luego de que mamá me diera permiso. No me despedí del militar, tampoco lo volví a ver después.

De la misma manera en que llegaron los militares desaparecieron sin anunciarse; al igual que los cientos de estudiantes que, año tras año, traían sus trabajos. El computador desbancó, definitivamente, a las máquinas de escribir. No volvieron a amontonarse las resmas de papel blanco en el escritorio. El libro de las normas ICONTEC de esa época es hoy un documento obsoleto de mera referencia. El olor del corrector dio paso al impersonal delete, característico de los sistemas operativos de computación. La pantalla desplazó la danza de las teclas encima de las hojas.  Ni siquiera fui capaz de aprender a escribir como lo hacía mamá. Ahora “chuzografeo” penosamente estas palabras con los dedos índices de las dos manos, sin ser capaz de utilizar los restantes aunque sea para poner las comas.  Eso sí, todavía mi cuarto vibra al recordar el sonido de ese aguacero nocturno; aguacero que fue, ante todo, el ejemplo de un equipo de igual a igual conformado por mamá y papá.
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