Las calles y avenidas que
cruzan a Bogotá se esparcen como redes sin punto de llegada o de partida. Son
rompecabezas a los que siempre les faltarán fichas; cielos estrellados al revés,
cuyas luces forman constelaciones que cambian de posición. Allí vivimos y
morimos día a día, atravesamos puertas que nos llevan del presente al futuro y
hacemos escala en ciertos callejones que nos recuerdan el principio de los
tiempos.
Reconocer, ser reconocido
y reconocerse en medio de millones de seres anónimos, convierten a las grandes
ciudades en espacios para la soledad colectiva. Los adelantos tecnológicos- con
internet a la cabeza- crean una ilusión de ruptura de distancias y fronteras.
Miles de sonidos e imágenes cruzan el espacio, pasan por nuestros sentidos y
quedan anclados en la memoria. De ahí que no sea extraño encontrar significados
de símbolos compartidos a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta; hecho que
ya no es exclusivo de la juventud. Inclusive los adultos formamos parte del
nuevo territorio en el que hasta el tiempo pareciera transcurrir de forma
distinta. Bogotá no es la excepción.
La multiplicidad de formas y expresiones le dan un aire cosmopolita. La vida
cotidiana esconde las historias de los individuos que la habitan: cada
adoquín, cada ladrillo, cada árbol, cada parque se convierte en testigo
silencioso de ese viaje sin rumbo aparente.
“La ciudad de los umbrales”
de Mario Mendoza, es el primer libro del escritor bogotano que narra la ciudad
desde sus profundidades. En medio del cemento, amparados por la complicidad de
la noche y sumergidos en esa neblina espesa de la madrugada, los personajes del
libro recorren la ciudad para desafiarla, poseerla y escapar de ella. Bogotá es
puta entre las putas, pero también última morada de cualquier NN. Huele a
incienso, algodón de azúcar, flores y, al mismo tiempo, a bazuco, licor o
marihuana. En tabernas de mala muerte, tiendas de barrio o cafés tradicionales,
se habla de lo divino o de lo humano sabiendo que, en el fondo, Bogotá se
encargará, tarde o temprano, de sentenciar el destino de quienes se atreven a
profanarla. No es una visión
fatalista. Se trata, más bien, de un juego de ilusiones, un laberinto de
espejos, el maquillaje que se escurre por culpa de la lluvia y que deja al
descubierto rostros, miradas y frustraciones.
El relato viene y va como
una de esas cometas que adornan los cielos bogotanos en el mes de agosto. En la
cola de ese cometa hay un mensaje que todos escribimos. A veces el grito
ahogado por la impotencia; otras la risa estrambótica de un payaso de circo. Finalmente
el llanto que brota al sentirnos parte de
los casi diez millones que vagan solitarias sobre el asfalto.
A nadie le gusta que le
digan la verdad de frente, mucho menos si Mario Mendoza no usa anestesia para
calmar el dolor de la herida que abre al mostrarnos las sombras que nos rodean.
Al fin y al cabo todos caminamos los mismos lugares; solo que jamás nos
detenemos a mirar o, en el peor de los casos, hacemos lo posible por desconocer
esa cara oculta.
Comencé la obra de Mario
Mendoza por “La ciudad de los umbrales”, aunque leí sus columnas en El Tiempo y
su ensayo sobre “Aura” de Carlos Fuentes. Presentí que con Mario teníamos una cita pendiente porque, entre
otras cosas, un hecho nos marcó a los dos: la masacre de Pozzeto en 1986. Y
digo nos marcó, puesto que pertenecemos a la misma generación. Más adelante lo
corroboré, el día que escuché que su libro “Satanás” había ganado el premio
novela breve de la Editorial Seix Barral de España. En esa época, 1992, estaba
lejos de imaginar que algún día mi pasión sería escribir. La vida se encargó, sin embargo, de llevarme
a ese puerto misterioso de las letras. Y
conocí a Mario en el 2007, gracias a que fui seleccionado por El Tiempo para su
proyecto “La ciudad jamás contada”. Nos hicimos amigos, empezamos a
intercambiar ideas y tuve así la oportunidad de descubrir su obra a partir del
autor.
La “Ciudad de los umbrales”
escribe y, a su vez, lee la ciudad. Son cinco amigos con diferentes visiones
del mundo, unidos por la pasión que despierta lo desconocido. En ese contexto,
Bogotá es la única protagonista, la que se encarga de tejer las puntas de ese
mapa de fronteras invisibles. La apuesta de Mario es sangrienta, sin
contemplaciones, tan arriesgada que no le será posible redondearla en una sola
entrega. Es por eso que, después de “La ciudad de los umbrales”, el autor sigue
escudriñando ese cielo plomizo de aire contaminado en “Escorpio City”, “Cobro
de sangre”, “Buda Blues” y “Apocalipsis”.
Sí Mario. Usted atravesó,
con “La ciudad de los umbrales”, esas puertas que, hasta ahora, nadie se
atrevía a abrir. Los pasadizos convergen, finalmente, en un agujero negro que
bien podría llevarnos de vuelta al pasado o al futuro. Bogotá es la misma
ciudad que nos acoge y a la que, en ocasiones, rechazamos. Es la misma capital envuelta
en el caos del siglo XXI, así aparente ser todavía la “Atenas” suramericana. La
que puede sorprendernos con un beso o un balazo en las esquinas. O Aquella
cómplice que me acompaña cuando voy con mi guitarra en tardes grises o de sol,
y de pronto me hace detener valiéndose
de una mujer, un hombre o un niño, que me suplica con la mirada perdida y
derrotada: “Señor, cánteme algo… por favor”. Luego Bogotá me guiña el ojo,
sonríe y me da la espalda, antes de soltar el inevitable aguacero desesperanzador.