domingo, enero 27, 2013

El pianista de la misa de seis


Un año se pasa rapidísimo, eso no es ningún descubrimiento; pero, aunque el tiempo todo lo cura, las misas que se celebran por los muertos son como  esos viejos  casetes que se rebobinaban -a veces manualmente con el dedo o un lápiz- y que devolvían a la fuerza las grabaciones que dejábamos atrás. Así llegan los recuerdos, a la fuerza; sobre todo cuando el sacerdote dice: “Ofrecemos esta santa eucaristía por el eterno descanso de …”. En ese momento, la sonrisa de familiares y amigos se ensombrece por el dolor agazapado, silencioso,  y los ojos se encharcan después de la inevitable llovizna de nostalgia.

La mamá de una vecina murió, precisamente, hace un año. A mi amiga (una de sus hijas) se le ocurrió que la celebración debía hacerse en la capilla contigua a la iglesia de la Parroquia Santa Francisca Romana. Desafiando las leyes de la lógica- y hasta de la física, digo yo- repartió durante la semana invitaciones a granel, por lo que  aparecimos más de 80 personas en un recinto que, a duras penas, recibe 40. Me  eligieron democráticamente  para hacer acto de presencia en representación de mi familia. Puesto que yo  era el único candidato y estaba en desventaja, es  como si hubiera votado en blanco. Entonces terminé apretujado en la puerta de la capilla.

Al comenzar la ceremonia, ni corto ni perezoso y a pesar del frío,  me senté en las escaleras del atrio de la iglesia. Desde ahí alcanzaba a oír las palabras del párroco, las respuestas de los feligreses y, en general, el desarrollo de esa puesta en escena de la fe. Me llamó la atención, eso sí, el músico. A diferencia de muchos de los organistas de esas misas, cuyas voces son, generalmente, gangosas, nasales y  que al cantar parece que lo hicieran en jerigonza, la vocalización de este, clara y perfecta, le ganaba la competencia al coro improvisado de los fieles que, tímidamente, se elevaba sin mucha afinación que digamos. Además, su ejecución del teclado no generaba ese eco apagado, triste y melancólico;  por el contrario, variaba en unos arreglos que iban del pop al jazz. Sin duda un gran intérprete. Sonaba tan bien que se me olvidó el frío.

Luego de la bendición, mi amiga tomó el micrófono y agradeció a los asistentes. Enseguida,  dijo: “Agradezco, especialmente, al Maestro Cristian Vega que nos regaló esas maravillosas canciones”.  Me paré rápido, me abrí paso y entre a la capilla. La verdad que se trataba de un pianista de lujo. Hace años no sabía de él, un músico al que Pacheco llamaba el “Niño Genio” porque, a sus 21 años, dirigía  la orquesta del conocido programa de concurso “Compre la orquesta”. Cada vez que algún participante daba con el instrumento que llevaba la melodía (por ejemplo el clarinete), Pacheco decía: “Hágame el favor, Maestro. Que suene el clarinete y toda la orquesta a nombre de La abejita Conavi”.  Al frente del piano Cristian Vega,  el “Niño Genio”, sonreía, levantaba un brazo, daba la señal- un, do, tre- y empezaban a tocar.

Interpretó  el último tema igual que los demás. Concentrado, moviendo el cuerpo al ritmo de la melodía. Varias personas nos acercamos y rodeamos al maestro. Al terminar nos miró, sonrió y se paró. Mientras guardaba atril y teclado, lo saludé. Le dije que lo admiraba muchísimo y que disfruté  su presentación.  El Maestro volvió a sonreír y contestó: - “Cuánto me alegra. Pero usted no se imagina. Viene el cura y me dice que si no era mejor que subiera al segundo piso y tocara desde allí.  ¿Qué tal que le hubiera hecho caso? Con el beriberi que tengo terminaría  en las bancas del primer piso”. Me guiñó un ojo y no dejó de sonreír. Luego comprendí a qué se refería. Cristian Vega no podía quedarse quieto. Parecía uno de esos muñecos inflables a los que se les pega y nunca se caen, así uno vea que están a  punto de irse al suelo.  “Es que, hermano, después de un accidente en el que me quitaron parte del cerebelo, antes es mucha gracia que esté vivo”. Lo ayudé a guardar el teclado e insistí en cargárselo, a lo que respondió: “No hombre, déjemelo que me sirve de bastón”.

En los años ochenta de aquel programa, el Maestro estuvo muy cerca de la fama. Tanto que cometió excesos  que lo dejaron al borde de la muerte en el 2003. Salió de un coma y vinieron tiempos de incertidumbre.  Tuvo que volver a aprender a caminar, a hablar, a hacer las cosas más sencillas. Poco a poco se levantó, retomó la música y se dio cuenta de que todavía tenía mucho camino por delante. Daba gusto encontrarlo así, renovado, alegre y con buen sentido del humor. A pesar de que ahora no le dan trabajo en televisión porque, según él, “Ya no me contratan en ningún canal. No les sirvo así, viejo y enfermo”.  Decidió, en vista de que se le cerraron las puertas, independizarse a medida que se recuperaba. Se acostumbró a manejar  la pérdida del equilibrio que logró compensar con ese talento que mantiene intacto. Seguramente ya cruzó los cincuenta años; la sonrisa, sin embargo, es muestra de una juventud inquieta e indomable.

Me ofrecí a acompañarlo a parar un taxi. Cuando íbamos caminando notó mi cojera en la pierna derecha. Puso su mano en mi hombro y, cagado de la risa, me dijo: “Quedamos igualitos a un cigüeñal”, y  nos fuimos a buscar el bendito taxi. Él, con su bastón musical; yo, sintiéndome privilegiado de estar al lado de un tipo que me hizo comprender que los ángeles caídos son un mito, no existen. Se los inventaron aquellos oportunistas que pretenden salvarse a punta de  pecar, rezar y empatar.






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