Muelle nacional 3:30 de la tarde. No he viajado mucho en avión. Solamente cuando fui a Cali en 1980, por eso estaba más despistado que quienes aterrizaban por primera vez en Bogotá. Detrás de los cristales aparecían los pasajeros. Algunos arrastraban sus maletas de ruedas, otros sólo llevaban un maletín de manos, los demás no cargaban nada salvo el saco en el brazo o un libro. A mi derecha una caseta en la que los viajeros preguntaban el valor del taxi según su lugar de destino. Detrás varias personas que extendían carteles con un nombre y otros con los símbolos de varios hoteles de la capital.
Miré una y otra vez la pantalla que anunciaba la salida y llegada de los vuelos, y por ninguna parte encontré el que esperaba de Medellín.
-“Si es de Avianca debió ir al Puente Aéreo”, me dijo un señor que, al parecer, también esperaba a alguien.
Aunque tenía razón no le había dicho que mi amiga conectaba después con Europa; eso me dio tranquilidad pues sabía que, de todas maneras, pasaría obligatoriamente por aquí.
Luego de treinta interminables minutos al fin apareció. Venía sonriente. Atravesó la puerta. Levanté la mano para saludarla, pero siguió de largo; ni siquiera se fijó en mí. Caminé detrás de ella y antes de alcanzarla la llamé por su nombre. Se volteó, se quedó mirándome de arriba abajo y dijo:
-“Ay. ¿Acaso no eras gordo?"
Me limité a reír. Sólo nos conocíamos por fotos y siempre salgo muy cachetón. Tal vez por eso me vio pasadito de kilos.
-“Venga le doy un abrazo” agregó y en seguida nos estrechamos cálidamente.
Las despedidas suelen ser muy tristes. En nuestro caso, sin embargo, fue un adiós cargado de bienvenidas. Hablar sin parar durante más de dos horas, brindar con café y cerveza y entender que, después de un año de compartir en la distancia, logramos consolidar frente a frente la amistad.
Han pasado tres semanas y hasta ahora pude sentarme a escribir estas palabras. Todavía escucho el ruido de los aviones, las voces de los pasajeros o visitantes ocasionales del aeropuerto, como también tengo grabadas las lágrimas de los que se van y de los que se quedan. Aún saboreo el café de ese no lugar en el que el tiempo es una absurda circunstancia; pero, sobre todo, recuerdo aquella presencia entrañable que se materializó el 26 de agosto y que- según me cuenta en un mensaje- le está yendo de “puta madre”.
Allá, al otro lado del charco, un viento repentino arribó procedente de Bogotá- Locombia. No sé en cuál estación andarán por el viejo continente. Seguramente dentro de algunos meses llegue el invierto. Lo único que me importa es que pude darle mi cariño y ella, además de corresponderlo, me dejó su alegría antes de perderse lentamente en ese pasillo que la llevaría a cumplir su sueño y a continuar con su historia de amor.
-“Tu vida- mi paisita hermosa- da para que escribas una novela”.