El secreto es un pueblo colombiano escondido en la inmensidad de la cordillera y, por esta razón, le hace honor a su nombre. Es probable que dada su ubicación se haya salvado de soportar el embate de la violencia. Hasta donde es posible asegurarlo no fue asediado por grupos al margen de la ley. Sus gentes buenas-trabajadoras y honestas- se dedicaban a sembrar la tierra y a llevar una apacible vida de campesinos. Aunque la paz se respiraba en todos los rincones, un hecho cotidiano tenía muy preocupado al Alcalde.
Dice la sabiduría popular: “pueblo chico, infierno grande”; en efecto, cada vez era más evidente la incomodidad que generaba una actitud muy arraigada en la cultura nacional: el chisme. Se presentaban frecuentemente divorcios, riñas, problemas familiares y de todo tipo, debido a ese “corre-ve-y-dile” que se esparce de boca en boca como el viento. La cuestión empezó a salirse de las manos. Ya no se trataba simplemente del juego inocente de los rumores. Fue tanto su poder que se conformaron verdaderos grupos entre los pobladores que se desafiaban en las esquinas para ver cuál de ellos lograba más comentarios y habladurías. “Bocas calientes” o “lenguas viperinas”-entre otros- se enfrentaban cada atardecer bajo la complicidad de las calles polvorientas.
Don Prudencio Santos, el Alcalde, decidió poner punto final a dicha situación. El lunes en la mañana convocó a las autoridades eclesiásticas, civiles y militares a una reunión urgente. Entre recriminaciones, voces exasperadas y evidente nerviosismo llegaron a un acuerdo para enfrentar el chisme. Ya entrada la tarde se dio a conocer el siguiente decreto:
“A partir de la fecha queda terminantemente prohibido el chisme en El secreto. Quien no acate esta norma se le multará con mil salarios mínimos legales. En caso de reincidir se pondrá a disposición de las autoridades y se expondrá a una pena de tres meses de arresto. Finalmente, si no aprende la lección, será desterrado del pueblo”.
A su vez se prohibieron los conciertos de trovadores y todo tipo de manifestación artística que pudiese desencadenar nuevamente el chisme. Al cura se le advirtió que, en adelante, no podría confesar a los fieles debido al peligro que implicaba ser conocedor de las angustias de sus coterráneos. Además se tomaron otro tipo de decisiones extremas. Una tarde el loro de Plutarco el zapatero gritó: “El maestro es marica”. Inmediatamente el ave fue confiscada y degollada en la plaza principal en presencia de los allí reunidos.
La tranquilidad que amenazaba perderse reinó otra vez en el pueblo. Los métodos represivos consiguieron acallar las voces venenosas y a partir de ese instante el Secreto se convirtió en un candado que selló las bocas alocadas de sus moradores.
Un año después Don Prudencio Santos terminaba su Alcaldía. En vísperas de entregar el cargo a su sucesor, se organizó una fiesta de despedida-y a la vez homenaje- al mandatario que consiguió el milagro de erradicar el chisme de la comarca. El agasajo estuvo muy animado: A ritmo de pasillos, bambucos y demás aires folclóricos , los asistentes dieron rienda suelta a su alegría y de paso agradecieron la buena administración a punto de terminar. Durante la celebración no hubo ningún desacuerdo, cruce de palabras o algo que alterara el desarrollo de la velada; por el contrario la camaradería y las buenas costumbres llenaron el ambiente del “Club de Leones”, lugar escogido para el festejo.
Pasadas las dos de la madrugada (con uno que otro aguardiente entre pecho y espalda) Don Prudencio se dirigió al centro de la pista de baile. En ese momento la música dejó de sonar y sin excepción los asistentes esperaron las palabras que, seguramente, diría el Alcalde querido y admirado. Don Prudencio se acercó no muy seguro de sí mismo, se paró en el centro de la pista, miró a la concurrencia y de repente se desajustó la correa, se bajó los pantalones y empezó a orinar aplicadamente delante de los allí reunidos. Las damas cerraron los ojos; algunas se desmayaron y los caballeros silbaron y voltearon su mirada hacia otra dirección. Entre tanto don Prudencio finalizaba su necesidad más apremiante sin importarle el bochornoso espectáculo del que era protagonista. Sin decir nada subió sus pantalones nuevamente, ajustó la correa y salió del Club de Leones dando tumbos producto de la borrachera. Al otro día se despidió de sus gobernados en una ceremonia de transmisión del mando; más tarde se desplazó a la Capital en donde iniciaría una vida diferente: haría una especialización de Derecho público y trabajaría en un ministerio gracias a la influencia de su partido en el gobierno.
*************************************************************************************
Doce años después don Prudencio Santos regresó al pueblo de sus amores. Lo encontró un poco más grande; durante su prolongada ausencia “El secreto” se había convertido en un municipio próspero y con el sello de la paz en el rostro de sus habitantes. Emocionado caminó un buen rato por los alrededores. Al cruzar la plaza principal vio a un muchachito sentado en una de las bancas saboreando un helado de chocolate. Se acercó y lo saludó. En seguida le preguntó: “¿Cómo te llamas mijo?” “Pablo, señor” respondió el jovencito. “¿Qué edad tienes?” dijo don Prudencio. “Doce años, señor” Y de pronto el niño le guiñó un ojo, sonrió con picardía, pidió al ex alcalde que se agachara un poco y le susurró al oído: “Nací el año en el que el Alcalde de la época se orinó borracho delante de todo el mundo en su fiesta de despedida…”
Inspirado en una anécdota contada en un noticiero de televisión por el escritor colombiano Gustavo Alvarez Gardeazábal.