La banda de guerra integrada por jóvenes, casi niños. El medio día
soleado que se coló en una de las semanas más frías de Bogotá en lo que
va corrido del mes. La presencia de algunos políticos (con ex presidente
y ex fiscal abordo), de gente de la cultura, de familiares, amigos y,
por supuesto,de los alumnos del Gimnasio Moderno, confirmaron una vez
más que para ser héroe no es necesario tener súper poderes. Llevar en
cuerpo y alma una vocación, ponerla al servicio de los demás y ser
coherente con ella, basta para otorgar semejante título. De ahí la
romería que se acercó al Gimnasio Moderno a rendirle un sentido homenaje
a Don Guillermo Quiroga, profesor y vice rector del tradicional colegio
bogotano.
Cuarenta años dedicados a la docencia no son
cualquier lagaña de mico, justamente el tiempo que duró Don Guillermo
vinculado al plantel. No soy de sus ex alumnos. Me gradué también de un
Moderno, pero de nombre Claustro. Tuve la fortuna, sin embargo, de
compartir con él y su familia la cotidianidad, aquel ámbito de la
llamada vida privada que, en el caso de Don Guillermo, era una extensión
de su labor de maestro.
A su casa de puertas abiertas
comencé a entrar en 1985. Ese año conocí primero a Guillermo Alberto, su
hijo mayor. Luego a María Elvira, la hija menor; finalmente a Don
Guillermo y a su esposa Berenice. Allá llegábamos en navidades, años
nuevos, cumpleaños -o porque sí- los zánganos que vivíamos en el barrio
Los Alcázares. Un grupo de adolescentes que nos poníamos la casa de
ruana y la convertíamos en una guachafita: música, baile, chistes,
sonidos estridentes de guitarras eléctricas (cuando nos dio por armar
grupo de rock). Todo tiene un límite y el de Don Guillermo no debía
ser la excepción. De pronto, en medio del desorden, se escuchaba un
inconfundible grito: “¡Guillermo Alberto!” “¡María Elvira!” (según
fuera el anfitrión de la velada), que provenía de la parte de arriba de
la casa. La potente voz lograba que hasta la música se quedara en
silencio. Mientras tanto nosotros, expectantes, tratábamos de adivinar
cuál sería el reclamo de Don Guillermo. Al rato volvía María Elvira o
Guillermo Alberto a decirnos que le bajáramos un poquito a la bulla, que
pilas con las groserías, que ¿quién carajos se ríe tan feo? o,
sencillamente, que dejáramos de joder. Eso sí, lo que más les molestaba
a Don Guillermo y a Berenice era la “entradera y salidera” de una noche
de rumba o tertulia. Varias veces nos llamó la atención al respecto, no
quería que nos pasara algo en las horas peligrosas de la madrugada.
Sinceramente no le hacíamos mucho caso, a esa edad no se tienen en
cuenta los consejos de los adultos. Entonces optó, como recurso
desesperado, por quitarle las llaves de la casa a sus hijos y decirnos:
“Si van a tomar de aquí no salen hasta las seis de la mañana”.
También
disfrutábamos los partidos importantes de fútbol que jugaba la
selección Colombia, los del campeonato colombiano y los mundiales. Don
Guillermo era hincha del Deportivo Cali, aunque confesaba – bien pasito y
por debajo de cuerda- que le gustaba Millonarios. Lo anterior supondría
doble militancia, lo cual no era cierto. Simplemente reconocía en el
azul un color capaz de hacerlo estremecer si no jugaba contra su verde
del alma. En el año 2001 o 2002 la tragedia visitó al Deportivo Cali: un
rayo mató a dos jugadores (entre ellos al “Carepa” Gaviria) durante un
entrenamiento. En ese campeonato el Cali fue eliminado de las finales
por el Once Caldas de Manizales. Aquella tarde, una vez consumada la
derrota de su equipo, Don Guillermo concluyó con aire sabio y reflexivo:
“Carajo ¿cómo no iban a perder? ¿No vieron la cara de Giovanni
Hernández cuando empezó a llover y cayó el primer rayo? Estaba muerto
del susto”.
Las casas de Los Alcázares son de tres
niveles: sala- comedor, cocina y patio interior; más arriba un cuarto
(el de descanso) y en el último nivel un baño y las tres habitaciones
restantes. La biblioteca de Don Guillermo queda en el cuarto de
descanso, un espacio atiborrado de libros, recortes de prensa, fotos y
un escritorio al lado de la ventana en el que alimentaba diariamente su
pasión por la lectura. Muchas veces me invitó a conocer sus nuevas
adquisiciones en materia literaria. Yo, boquiabierto, miraba cada uno
de los rincones repletos de sabiduría. Allí descubrí a Carlos Fuentes,
por ejemplo. Tal es la magnitud del tesoro guardado en ese cuarto que
hace unos años María Elvira me contó: “Carlitos, no hemos podido
conseguir a dónde mudarnos. Lo que mi papá necesita es una biblioteca
con casa. Él no abandona sus libros por nada del mundo”. Menos mal- digo
yo ahora- de lo contrario hace rato se habrían ido del barrio y, la
verdad, no imagino la vida sin tener a Don Guillermo y a su familia de
vecinos.
Quizás uno de sus momentos de mayor orgullo fue
el día en el que Ernesto Samper ganó las elecciones de 1996. Don
Guillermo estaba pendiente de sus ex alumnos, muchos de ellos
reconocidos escritores y políticos; por eso el triunfo de Samper lo hizo
sentir el hombre más feliz del mundo. No perdía oportunidad de sacar
pecho porque a él y a Berenice los invitaron a la posesión. Mostraba
dichoso una foto en la haciendo Hato Grande en la que aparecían los ex
alumnos del Gimnasio que se graduaron con Samper, al lado de Don
Guillermo, Berenice y el Presidente de la República. Las cosas marchaban
a pedir de boca hasta que se presentó el famoso escándalo del “Proceso
ocho mil”. Aquel hecho consiguió opacar la alegría del Maestro quien, no
obstante, confiaba, admiraba y respetaba a su alumno. Los medios
masivos de comunicación tomaron partido, la presión internacional
(encabezada por Estados Unidos) no se hizo esperar e, inclusive, el
rumor de un complot para tumbar a Samper se esparció rápidamente. El
tema lo abordaba Don Guillermo con tranquilidad, siempre dejando en
claro que apoyaba a Samper. Aquí debo admitir que iba en contravía de su
pensamiento y me puse en las filas de los críticos. Él siempre
intentaba convencerme de que a Samper no lo dejaron gobernar porque era
un Presidente incómodo para Estados Unidos principalmente. La discusión
duraba horas y yo no cambiaba mi posición. Samper terminó sus cuatro
años de gobierno, cuestionado por la supuesta influencia de dineros del
narcotráfico en su campaña. Las elecciones siguientes (1998) las ganó el
opositor Pastrana, quien además destapó lo que se conoció como el
“Proceso ocho mil". Ese domingo en la tarde fui a la casa de puertas
abiertas (algo de lo que me arrepiento) con una sonrisa estúpida a
burlarme de la derrota liberal. Don Guillermo, muy tranquilo y también
esbozando una sonrisa, me dijo: “Mijo, se acordará de mí. A este país se
lo tiraron y tarde o temprano me dará la razón: a Samper no lo dejaron
gobernar”.
Mucha agua corrió debajo del puente de este
país: caguanes, seguridades democráticas, trenes destartalados de
progreso, carruseles de la contratación, parapolítica, etc. El espejo
retrovisor me trae las voces e imágenes de esos años y con el paso del
tiempo, efectivamente, terminé por aceptar que Don Guillermo jamás
estuvo equivocado. Tuve la oportunidad de decírselo hace cinco o seis
años. Si me preguntan cuál es la razón para alejarse de los amigos, de
las personas queridas, no tendría una respuesta. Tal vez cada quien
elige su camino y cree- resignado e ingenuo- que debe hacerlo solo,
apartándose de ese pasado que, bueno o malo, incluye a quienes nos han
acompañado. El hecho es que llevaba años sin saber de Don Guillermo y me
lo encontré un sábado caminando con Berenice por la calle 72, a unas
cuadras de su casa. Nos saludamos los tres con un abrazo. Hablamos de
nuestras respectivas familias, nos alegramos de vernos después de tanto
tiempo y prometimos reencontrarnos en una reunión de alcazaristas. Nos
despedimos y, de repente, Don Guillermo me llamó: “Espere, mijo ¿Ya se
convenció de que a Samper no lo dejaron gobernar?”. Entonces lo miré
fijamente, puse mi mano en su hombro y contesté: “Sí. A Samper no lo
dejaron gobernar”. Juro que no había sido testigo de brillo igual en ese
rostro sereno, bondadoso y dado a los demás. Y antes de irse, mientras
le ofrecía el brazo a su Berenice para regresar a casa, dijo: “¿Si ve
que yo tenía razón?”…
Sí Don Guillermo, siempre tuvo la
razón. Se lo digo hoy al recordar ese aplauso que le dimos y el coro
espontáneo que armaron alumnos, ex alumnos y profesores del Gimnasio
Moderno cantando el himno del colegio, al tiempo que usted salía- como
debe ser- por la puerta grande.