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El viernes fue uno de esos días en los que no necesitamos pretextos para mirar la vida con esperanza, ni inventar excusas que nos desvíen de la búsqueda de nuestros sueños. Por más que la realidad sea difícil de descifrar, el caos en apariencia permanente, los temores (fundados e infundados) inevitables, la injusticia cada vez más evidente, la tristeza a veces cotidiana, no es posible claudicar después de recibir tantos regalos del Universo.
Hace dieciocho años no iba a mi colegio. Muchas veces papá insistió en que no debía abandonar el contacto con la institución que me dio las herramientas necesarias para enfrentar el mundo. No sé por qué desatendí su llamado; quizás sentía que no encajaba en ese lugar, a pesar de permanecer y disfrutar diez años de amistad, educación, arte, respeto y libertad.
Claustro Moderno simboliza la relación pasado y presente proyectada en una visión de futuro que su fundador- Carlos Medellín- sintetizó en la frase “NON SCHOLAE SED VITAE” que traduce “NO ES PARA LA ESCUELA SINO PARA LA VIDA”. Y si a lo anterior agregamos que el escenario del plantel educativo es el de la hacienda de nombre Zarauz (en las afueras de la ciudad) es inevitable que la responsabilidad de estudiar se transformara en un "laboratorio" para las ilusiones en ese ambiente de árboles, lago, aves, flores, aire puro y montañas.
Mi pasión por la literatura nació en aquella época de mi niñez y adolescencia, pero se reforzó gracias a un ejemplo que jamás olvidaré. Fueron mis padres, con su máquina de escribir, los que en realidad lograron que saliera bachiller del Claustro Moderno. Cada noche escuchaba el monólogo de papá dictándole a mamá y el sonido repetitivo del teclado. A comienzos de los años ochenta el computador estaba reservado a unos pocos, por eso el negocio de transcribir tesis y trabajos era muy bueno en ciertas temporadas. Entonces las hojas que llenaban pasaban a ser la llave que me abría mensualmente la puerta al oasis disfrazado de colegio. Claro que sin la ayuda y la paciencia de la familia Medellín el esfuerzo tal vez no hubiera llegado a cristalizarse.
Todas las mañanas, desde la ventanilla de la ruta número cinco, veía cómo se alejaba Bogotá mientras nos dirigíamos al Claustro. Se trataba de un verdadero paseo que terminaba en una imagen que quedó grabada para siempre en mi corazón. Las aguas de la Hacienda Zarauz desembocaban en una quebrada, luego de bajar por la montaña. Allí, en los límites del colegio y la ciudad, decenas de mujeres se dedicaban a lavar ropa. ¿Cuántas historias habría detrás de las manos de las entrañables lavanderas? Seguramente las del barrio “El codito”, sector popular y en sus inicios de invasión. Ahora la vía ampliada y pavimentada, los postes de la energía, la canalización del arroyo improvisado sugieren que el agua fluyó y renovó la mirada en los rostros de una comunidad propietaria de su tierra y de su destino.
Dieciocho años después y el camino, todavía de piedrecillas, sube hasta la cascada que saluda y refresca. Los árboles siguen imperturbables su misión de guardianes de las risas de profesores y alumnos y la hierba crece igual que el sentimiento de paz del reencuentro. Han cambiado algunas cosas: la estructura de los salones, la cancha de fútbol, la secretaría, la biblioteca. Aspectos que, sin embargo, resultan mínimos comparados con el aroma de los recuerdos que se esparce dando brinquitos de alegría.
Mi visita coincidió con el final de La ciudad jamás contada. Llegué a compartir esa experiencia en un taller que preparé para los estudiantes de décimo grado. Más que hablar de mí resolví hacer un recorrido por Bogotá a través de lecturas, crónicas en audio y anécdotas. Durante tres horas fuimos descubriendo las piezas de un rompecabezas urbano que, por fortuna, nadie terminará de armar. Sobresalieron las voces femeninas con sus inquietudes, vivencias y expectativas. Me emocionó que precisamente ellas mantuvieran la conversación en el nivel más elevado y, de paso, nos recordaran a los hombres que la realidad no se dibuja solamente en blanco o negro; hay que explorar y reconocer los otros matices.
Regresar así produce una sensación de crecimiento personal y profesional. El abrazo con los maestros, la complicidad del auditorio juvenil, el recibimiento cálido y sincero convirtieron la arena del reloj en una pradera sin principio ni final; en ella los colores de mi arco iris y un cielo de un azul intenso sin nubes negras cargadas de nostalgia. Hoy encontré otra vez una ruta que creí perdida. De una u otra manera sentí que me gradué; ya no de bachiller, sino como hombre de verdad. Y es que intercambiar visiones del mundo con los jóvenes y las jovencitas de décimo grado significa otro punto de partida de esta mentalidad renovada. Al terminar sonaron los aplausos, las palabras de agradecimiento y la melodía de un mágico momento. Me entregaron un paquete que contenía el buzo deportivo oficial del colegio y el libro en conmemoración de los cuarenta años. Me despedí con un nudo en la garganta, los ojos humedecidos y el orgullo más grande de considerarme claustrista de verdad.
“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida…” susurró en mi mente Mercedes Sosa con su voz dulce y misteriosa.