¿No es como muy loco vivir cerca de un cementerio? dijo Laura mientras encendía su cigarrillo. No supe qué responder. Me quedé un rato en silencio tratando de encontrar el significado que debería tener mi vecindad con aquel sitio tan particular. Claro que vecino, lo que se dice propiamente vecino, tampoco es del todo cierto. Vivo en el Barrio Los Alcázares, en la calle 71 con carrera 30 y el cementerio está ubicado entre las calles 68 y 69 con carrera 36. Eso quiere decir que nos separan aproximadamente ocho cuadras. Mi único contacto con el “Cementerio de Chapinero”, se reduce a atravesarlo sin detenerme cuando voy a la biblioteca Virgilio Barco. Entro por la puerta norte y camino en medio de curas que ofrecen misas frente a las bóvedas; sepultureros “modernos” provistos de escaleras, lazos, palas y demás herramientas; grupos de mariachis que interpretan las canciones preferidas del difunto; familias enteras que visitan generalmente los domingos a sus seres queridos. Si no fuera por los cortejos fúnebres que a veces irrumpen en las vías principales; los establecimientos característicos del comercio de la muerte (ventas de flores, lápidas, velas y demás artículos religiosos) o por los nombres de algunas cantinas en sus alrededores-“La última lágrima” y “El adiós definitivo”- la presencia del campo santo pasaría prácticamente inadvertida. Ahora que lo pienso mejor, sin embargo, hay una característica que lo diferencia de la mayoría. Un extraño privilegio que lo hace muy especial; tanto es así que muchos habitantes de Bogotá lo eligen precisamente por eso: me refiero a su horno crematorio. Quizás el interrogante de Laura desencadenó sentimientos dormidos; tal vez por eso recordé de inmediato lo que viví en carne propia con ocasión del fallecimiento de mamá. Mis padres habían llegado a un acuerdo: el que muriera primero sería incinerado. Ninguno de los dos quería que lo enterraran; preferían que las cenizas fueran a parar a un lugar alejado de Bogotá. De esta manera, el 21 de Noviembre de 2000, papá arregló las cosas para respetar la voluntad de su amada Cecilia. Después de la tradicional misa, nos dirigimos al cementerio. Allí, en una salita, reposaba el féretro de mamá. Nos permitieron despedirnos por espacio de 20 minutos; luego aparecieron dos hombres, limpiaron las coronas del ataúd, abrieron una compuerta y finalmente la depositaron hasta que desapareció.
A los tres días llegó papá con un cofrecito: eran las cenizas de mamá. En tono de cariñoso reclamo dijo: “Ay Cecilia, pesabas como una tonelada la tarde que moriste. Ahora pareces una pluma en esta cajita”. La dejó en una mesa y nos pusimos a conversar. Yo aproveché la ocasión y abrí el cofre. Esperaba encontrar cenizas normales y lo que vi fueron piedrecitas, parecidas a las que adornan los acuarios. Supuse que debajo estarían los restos de mamá. Un rato después mi hermana y yo comenzamos a discutir. De repente papá se paró, cogió el cofre, lo abrazó fuertemente y gritó: “¡Carajo, respeten. No peleen delante de su mamá!” y subió a su habitación. Me conmovió la escena, creo que a mi hermana también. No discutimos más, dejamos de joder. A la mañana siguiente una tía, hermana de papá, llegó de visita. Al ver el cofre se emocionó muchísimo y se puso a llorar. Intenté calmarla diciéndole que mamá se veía muy linda rodeada de piedrecillas. Entonces mi tía me miró fijamente y en tono de reproche exclamó: “No me venga a decir que fue capaz de abrirlo”; hizo una pausa, se echó la bendición y concluyó: “¡Eso es pecado!” Acto seguido se marchó sin despedirse. Imagino que me hubiera golpeado si le digo que toqué el contenido del cofre. Al fin y al cabo ¿Quién me asegura que esas cenizas sean solamente las de mamá y no estén revueltas con las de decenas de seres anónimos?
Hoy que rememoro aquellos días de soledad y tristeza por la partida de mamá, pienso también en el significado que le damos a la muerte. Es curioso. En muchas culturas-inclusive de nuestro país- la circunstancia del fallecimiento se celebra como un triunfo y el paso a otro estado más elevado. Se danza, se canta, se ríe, se festeja. Por eso prometí regresar al cementerio y caminar muy despacio para observar atentamente las señales de despedida de los que se fueron y a los que intentamos por todos los medios retener. Eso sí, no podré saludar a mamá. Hoy el cofre reposa en el Mausoleo de la familia Rojas en Une, municipio cercano a Bogotá, tierra entrañable en la que nació Carlos Alberto, mi papá.
5 comentarios:
Hola mago de mi corazón...
EStos días la cosa va de premios...
Yo tengo uno para ti en mi blog...
¿pasas y lo coges? Graciassssss
Un besote
hola mi querido amigo, la muerte es dificil de aceptar aunque la comprendemos, se debería celebrar, porque creo fervientemente que pasan a un lugar mucho mejor que el que estamos, no digo que la vida sea fea, todo lo contrario, me gusta la vida y la disfruto pero creo que se vive mejor despues de pasar por este lugar llamado tierra.
Te dejo un furte abrazo
Querido amigo Caselo:
Qué lindo post has escrito!
La muerte, o la ausencia de los seres queridos, es algo que siempre nos angustia, sin embargo, el vivir cerca de un cementerio, nos ayudará a ver la vida como un regalo que debemos de saber utilizar y aprovechar de la mejor manera.
Es cierto que en muchas culturas, entre ells la mexicana, celebran el día de los difuntos con alegría, llevan alimentos para compartir, danzan y cantan sobre las tumbas.
Acá en España, se le tiene mucho miedo y repeto a la muerte, apenas se habla de ella, y se celebra con mucha solemnidad y tristeza.
Me alegra haber recobrado tus escritos, siempre tan buenos.Como siempre un placer leerte.
Recibe un fuerte abrazo, querido Mago:)
Olá Caselo,
gostei muito desta tua reflexão acerca da morte. Tua sensibilidade sempre se revela em qualquer dos teus escritos.
Um grande beijinho, boa semana!
Carlos, qué gusto me da ver que no soy la única loca que puede hacer humor con la muerte, aún de los seres queridos. Sostengo que el humor es un buen conjuro contra los fantasmas de la parca.
Te cuento una anécdota familiar: 1992, mi abuela María (yo la llamaba Aba) murió a los 82 años. Su deseo fue que la incineraran, cosa que mi madre y una tía que vino del exterior cumplieron. Mientras caminábamos los senderos del cementerio hacia el nicho donde estaban los restos de mi abuelo, para que estuvieran juntos (¡!), y en medio del silencio opresor de la pérdida, mi tía movió un poco su nariz y dijo: Mamá, qué mal olés!
Carcajada familiar, muy fuera de contexto en ese lugar lleno de cruces, y fin del rito funerario.
Un beso
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