Jornada de limpieza
“Amalia hija. Ve a la tienda y tráeme cinco panes, cinco huevos y tres pastillas de chocolate. No te demores, recuerda que pronto comienza la limpieza…”
Trece años apenas y ya se había acostumbrado a vivir en medio de la escasez. En compañía de su madre y de su hermanito iba de aquí para allá, buscando un lugar digno dónde vivir. El polvo de los senderos destapados, la dificultad para conseguir el sustento diario, la ausencia de seguridad y la exclusión reflejaban el drama al que estaba sometida ella y su familia; y a pesar de la delgadez de su cuerpo causada por el hambre, poseía una madurez envidiable. A menudo se cuestionaba la pasividad de quienes, sumidos en su desgracia, no tenían la capacidad de ver más allá de las narices. Admiraba a los líderes comunitarios, siempre dispuestos a golpear todas las puertas necesarias en procura de despertar conciencias y levantar ánimos. ¿Acaso eran menos que los demás? ¿Deberían estar supeditados a esperar las migajas de la ayuda oficial? ¿La unión no hacía la fuerza? Sí, definitivamente quería ser líder algún día, convertirse en el motor que impulsara un cambio de mentalidad.
Estaba dichosa. La palabra limpieza le hizo saltar el corazón. En los talleres de derechos humanos a los que asistía empezaba a comprender cosas hasta ahora desconocidas. Palabras como solidaridad, dignidad, respeto, justicia, igualdad le dieron una nueva visión de la realidad. ¡Era también un ser humano! ¡podía participar en la toma de decisiones dentro de su comunidad!. De ahí su emoción, pues a la vez entendía que la pobreza no debe ser excusa para la suciedad. Imaginaba a todos los vecinos unidos- hombro a hombro- con escobas y cepillos en mano embelleciendo su territorio y después reunidos alrededor de una olla comunitaria, compartiendo una taza de agua de panela y quizás un pan. Buscaría a Pedrito, su cómplice, aquel chico rudo en apariencia, pero con un alma noble; juntos pondrían rosas a la corona de la virgen, lavarían la gruta y luego saldrían al parque “Entre nubes”, más cerca de las estrellas.
La niña obedeció a su madre y tomó el dinero. No podía perder tiempo, deseaba regresar rápido para formar parte de algo que, al parecer, era una tenue luz de esperanza que la invitaban a soñar con un mundo posible. Al salir de su casa, sin embargo, el panorama se mostraba muy desalentador. Caía la tarde; en la calle se encontraban los seres sombríos de siempre: los jíbaros vendiendo droga; el parche de la pandilla más temida, planeando sus fechorías; las prostitutas ofreciendo su cuerpo sin ningún pudor; los viejos degenerados que buscaban el placer que ya se les estaba marchitando. Precisamente uno de esos viejos, en avanzado estado de embriaguez, intentó tomarla del brazo al tiempo gritaba: “Venga mamacita le enseño a ser mujer”. Una mezcla de asco y rabia la estremeció; entones le escupió el rostro y de una patada se alejó rápidamente mientras el infeliz se retorcía del dolor. Al pasar por el billar alcanzó a escuchar: “Cuando ustedes me estén despidiendo, con el último adiós de este mundo, no me lloren que nadie es eterno; nadie vuelve del sueño profundo…” cantaba Darío Gómez, el Rey del despecho, a través de la radio en una destartalada grabadora.
Cumplido el mandado volvió a su casa. Iba todavía sin entender el por qué los vecinos no se preparaban para la fiesta del aseo. No admitía la falta de espíritu solidario en un aspecto tan fundamental que favorecía a todos, cuando- de repente- escuchó un ruido ensordecedor. Desde la parte de abajo, justo en el punto en el que termina o comienza el barrio, una camioneta y dos motos subían a toda velocidad. Varios hombres, vestidos de negro y con su cara cubierta, desocupaban sus fierros indiscriminadamente a medida que recorrían su camino. Los tubos de los revólveres y metrallas vomitaban proyectiles en cualquier dirección. Los destellos de las ráfagas y el tableteo inundaron el aire de la noche. Amalia quedó paralizada de terror aunque, en un acto más reflejo que calculado, se arrojó en una zanja llena de desperdicios. En su caída huevos, pan, leche y chocolate se confundieron con la mierda, el vómito y los orines de aquella cloaca. Pasaron solamente diez minutos y el silencio anunció que el drama había terminado. Amalia tenía frío y mucho miedo. Se tocó y suspiró al saberse intacta; a su lado encontró a un perro totalmente agujereado. Salió del hueco y vio algunos cuerpos sin vida: hombres, mujeres, niños. Regresó con lágrimas en sus ojos por la escena que acababa de presenciar; además sabía que su mamá la reprendería fuertemente al no llevarle el encargo. Sumida en la más terrible de las pesadillas detuvo su mirada en una de tantas paredes mugrientas que la rodeaban. En letras rojas, iguales a la sangre derramada, leyó:
“JORNADA DE LIMPIEZA SOCIAL. MUERTE A VICIOSOS Y DELINCUENTES. RESTAURAREMOS LA MORAL. MANO NEGRA, ESCUADRÓN DE JUSTICIA PRIVADA…”
7 comentarios:
amigo me has dejado muda con este relato.
Te mando un abrazo
Qué fuerte...muda también.
:´
Muda e indignada.
Triste, muy triste es esta historia...
Te deseo lo mejor para estos días, Mago de mi corazón....
Un beso enorme
Jose
Una historia desgarradora. Algo me dice que no es pura ficción. Una cosa es la pobreza y otra muy diferente la miseria. La pobreza es digna, e incluso puede ser voluntaria, la miseria no debería de consentirse.
Un abrazo, tu texto es excelente.
La vida de Amalia ya no es agena a nadie.
La mezcla de desigualdad, crudeza c�vica, el abuso y el olor a p�lvora quemada ya se han hecho tan cotidianos en cualquier parte de nuestros rumbos.
Deseo intensamente, como Amalia, un mundo de igualdad, respeto, y sobre todo mucho, mucho amor.
Gracias por recordarme las miserias que me calan hasta los tu�tanos, �sas que me empujan a jalar pa�riba.
Buena salud a todos.
Hola amigo.
¿Puedes darte una vuelta por mi ventana? he dejado una expresión de admiración hacia tu talento.
Buena salud a todos.
Querido Mago, un gusto pasar por aquì y què decir del relato? que ojalá veamos cómo trabajar para que a muchos les sea diferente.
Dios nos alumbre.
Un abrazo!
Pasión
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