lunes, febrero 07, 2011

Versos de mamá


Anoche me encontré con tus palabras. Desde hacía tiempo escudriñaba en todos los rincones tu voz plasmada en el papel. Y por fin hallé aquel librito que un día le dedicaste a papá. Estaba en el fondo de uno de mis cajones, agarrado por un gancho legajador a una carpeta de cartulina gruesa. Al lado de cientos de hojas llenas de poemas mecanografiados de grandes autores de Hispanoamérica, hay un cuadernillo –también mecanografiado- en el que se lee, a manera de prólogo, lo siguiente:

“En el estudio de este pequeño libro de grandes obras encontramos, en la primera parte, recuerdos de un pasado que nos expresa los sentimientos de una mujer que amó con todo su corazón, pero que el destino quiso que esos amores se truncaran, tal vez para que en un presente (como lo es la segunda parte) encontrara la felicidad que en otros brazos no pudo hallar.

Así pues quiero expresarle a la autora mis más sinceras felicitaciones por el contenido de este libro (especialmente en su segunda parte)”.

Carlos Alberto Rojas.

Enseguida aparecen las letras de la autora, quien hace una breve introducción y, posteriormente, una hermosa dedicatoria:

“En estas sencillas pero sentidas palabras, quise plasmar lo que siente el corazón, advirtiendo que estos trozos, que tienen la pretensión de ser versos, han sido escrito a través de mi vida y por una mano inexperta…

Carlos:

Estos pequeños versos son la expresión sincera de lo que ha sentido mi alma. Y te los dedico con todo el corazón porque en tu cariño hallé una grata comprensión y la gran paz que siempre anhelé para mi espíritu que se encontraba abatido antes de conocerte. Guarda este presente como recuerdo de nuestro hermoso aniversario.

Con todo mi amor

Martha Cecilia Arciniegas Rodríguez

Bogotá, diciembre 29 de 1965”.

A continuación dos poemas de mamá de los que dedicó a papá y que son el testimonio de una mujer enamorada del amor y de la vida.


Y LLEGASTE TÚ


Mi vida era una sombra de lúgubre nostalgia

sin anhelos, sin luz, sin amor y sin fe,

más llegaste un día y con misteriosa fragancia

me enseñaste lo hermoso que en el mundo es volver a creer.

Antes de conocerte estaba llena de angustia

mi existencia era un continuo padecer,

más luego comprendí que con dulzura

te habías apoderado de mi dolor y de mi ser.

Yo sólo quiero que comprendas,

sufrí mucho con mi triste soledad,

las horas que viví fueron eternas

y cuando te vi olvidé que existía la maldad.

Ahora me embarga una gran tristeza

tengo miedo de amar y padecer

aunque siempre pedí a Dios con fortaleza

encontrar a alguien me pudiera comprender.

Yo te ofrezco, humilde y muy sincera,

lo poco que alcanzo yo a valer

un corazón atormentado por la pena

y un alma que quiere renacer.

No me engañes jamás yo te lo pido

sólo quiero entregarte todo mi amor,

darte la vida en un solo latido

y vivir para siempre sin dolor.

Toma todo lo que yo te entrego,

en un arranque de inmensa realidad

y vivamos con este gran sosiego

que nos dará la dicha por toda una eternidad.



LO QUE ANHELA EL CORAZÓN


Cuando las voces del amor se quiebran

y las palabras del silencio hablan,

brotan la cielo cual cálido incienso

en ruta tenaz de una esperanza

Yo conocí la angustia

anidó en mi alma por mucho tiempo

y creí que mi alma estaba mustia

que era incapaz de vibrar al amor que siento.

Dicen que cuando se ama no se olvida

pero es imposible alentar el sentimiento

cuando en el ser que amas ya no anida

el amor que juró y es cruel tormento.

Llegar a la orilla de tu destino

será lo que mi alma siempre ansía

obligar a tu corazón que se abra al cielo

para mirar en la estrella de tu vida.

No alzar tu corazón a esa altura

donde está nuestra estrella iluminada

sería como dejar el alma entera

en una soledad para siempre abandonada.

jueves, enero 27, 2011

Travesía

El único sitio peligroso es aquel pedazo de avenida sin luz en el que, además, los semáforos quedan titilando en amarillo después de las once de la noche. Los árboles, que en el día ofrecen su sombra en medio del calor sofocante, a esa hora sirven de escondite a uno que otro ladrón. Ella lo sabe, por eso pedalea con más fuerza, mientras la calle se pierde en esa oscuridad semejante a la entrada de un agujero negro. Menos mal, a pocas cuadras, varias confiterías aún mantienen sus puertas abiertas. Y entre el palpitar de su corazón acelerado por la veloz carrera y la gente que va y viene para ganarle la partida a la media noche, la bicicleta se transforma en un cometa terrestre iluminado por su sonrisa.

Son apenas diez minutos los que la separan de su destino. Diez minutos que bien podrían dibujarse en el mapa con una rayita. Ella también lo sabe, o mejor, lo supo aquella tarde en la que, apoyada en una escuadra, deslizó el lápiz encima del mismo mapa y unió, de sur a norte, dos países. Y lo hizo poco a poco, dibujando rayitas iguales a las de los diez minutos. Solo que las puso una detrás de la otra, hasta que formó una línea recta que salía de la pampa, atravesaba desiertos, navegaba ríos caudalosos y delgaditos, zigzagueaba en valles irregulares y, finalmente, subía para terminar en una ciudad desparramada a lo largo y a lo ancho de una sabana que protegen montañas colosales.

No tuvo necesidad de descifrar ningún jeroglífico, tampoco le hizo falta estudiar el lenguaje de los antepasados. Al fin y al cabo ella habita en una tierra que, sin duda alguna, es un papel sobre el que está plasmada la existencia. Una hoja sin márgenes o cuadrículas. Ilimitada. Diferente al sinnúmero de fronteras imaginarias o reales. Un fragmento de Latinoamérica de un texto, escrito ahora por dos corazones. Una ciudad llamada Pergamino, cuya distancia se reduce a una raya dividida en segmentos de diez minutos.


martes, enero 18, 2011

Hombre y niño a la vez


- “Está bueno”, dijiste después de mi propuesta y, enseguida, soltaste una hermosa sonrisa. Me atreví a sugerírtelo sin pensarlos mucho. Fue cuestión simplemente de imaginarte vestida de primavera al anunciarme que vendrías. No importa el mes, recuerda que en Colombia no tenemos estaciones. Las únicas que conozco son las estructuras fantasmales en las que se detenían aquellos trenes extraviados en un tiempo brumoso y distante. Lo que sí podemos hacer ese día es caminar encima de los rieles. Mientras vamos por la carrilera imaginaremos que somos una locomotora que lleva una preciosa carga de ilusiones. Y el humo que sale de la chimenea dibujará en el cielo un corazón y nuestras iniciales. Llegaremos tarde o temprano al destino que nos espera. Nos dejaremos arrastrar por el rumor del riachuelo, el trinar de los pájaros y la sinfonía que produce el viento al acariciar las hojas de los árboles. Lo demás corre por cuenta del latido de los corazones.

No te espero porque ya llegaste. Sin quitarme la fantasía me sacaste del mundo de mis sueños y te pusiste frente a mí como la realidad que tanto esperaba. Me enseñaste que para ser felices sólo necesitamos saber que existimos. Por eso, cuando te pedí que fueras mi mujer, te prometí que nos casaremos no sólo una, dos o tres veces. Pero la primera ceremonia será aquí, en la sabana de Bogotá, y tendrá por testigo al Universo.

jueves, diciembre 23, 2010

Dos publicaciones


Dos textos míos fueron publicados en el ejemplar número tres de la revista Manta Raya, proyecto ganador de la convocatoria de publicación periódica sobre artes plásticas y visuales de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño Bogotá, Colombia, 2009. Los invito a leer la revista, es muy interesante. Aquí los enlaces de mis dos escritos: Trazos, rayones y colores a la intemperie (crónica) y Asegurarte Bogotá (Reportaje informativo institucional).

sábado, diciembre 04, 2010

El huérfano que adoptó a los muertos



Fotos Christian Andrés Schuster Rojas








Entre la palidez de cientos de cruces, sobresale un manojo de flores rojas encima de una Biblia esculpida en mármol. Aunque en los primeros días de enero el sol es radiante, el viento que se estrella contra la montaña llega muy frío y baja convertido en niebla. La tierra es fértil en el páramo, todo crece en temporadas de lluvia o sequía, como lo demuestra el terreno contiguo de la derecha sembrado de maíz. Y a su izquierda la improvisada feria equina y ganadera de los domingos, parece burlarse de la atmósfera luctuosa del cementerio de Une.
Miguel vive hace más de diez años a pocos metros del camposanto. Mientras corta la hierba con su machete, se aleja de las tumbas y lápidas regadas en la explanada y se dirige hacia los pasillos de la entrada principal. A lado y lado del laberinto de paredes son acomodados los muertos- unos sobre otros- separados por los límites de cada bóveda, algunas vacías esperando a sus próximos huéspedes. Aquel mosaico de placas se asemeja a la fachada de un edificio con sus ventanas abiertas y cerradas. Y en medio del recorrido aparecen, solitarios, los mausoleos de las familias más distinguidas y tradicionales del pueblo.

Durante una década habitó, junto a su esposa y sus dos hijos, la vivienda de los Rojas Cruz, un amplio caserón resguardado en la parte de atrás por la estación de policía y la Alcaldía municipal. En 1996 la guerrilla se tomó a Une. Las pipetas de gas, lanzadas por los insurgentes, destrozaron varias edificaciones y la casa se vio afectada: tejas, columnas y el patio sucumbieron por la fuerza de las ondas explosivas. Miguel corría con su esposa y sus hijos de un lado para el otro. Los estruendos, provenientes en su mayoría del parque principal, aumentaban de intensidad porque, precisamente, tenían como blanco a la estación de policía. Entonces recordó la historia de sus antepasados. En la época de la violencia de los cincuenta, Une era el único territorio liberal. Sus vecinos Chipaque y Cáqueza, por el contrario, levantaban las banderas del partido Conservador que gobernaba al país y había desatado un régimen de terror. Sostienen los más viejos del pueblo que muchas veces tuvieron que escapar del acoso de los conservadores y su única alternativa fue la de meterse dentro de las bóvedas desocupadas del cementerio.
Días después de aquella toma, un fuerte olor a químicos- que emanaba de una tienda de insecticidas destruida en el combate- se esparció por todo el pueblo. Los habitantes de Une tuvieron que taparse narices y bocas ante el peligro de contraer infecciones. Las autoridades municipales se esforzaban buscando que algún representante del Gobierno Nacional se hiciera cargo de la situación, pero nadie apareció. Ni siquiera la cercanía de Une con Bogotá (aproximadamente hora y media en carro) sirvió para que desde allí se enviaran equipos de limpieza. Fue necesario que varias personas de la Capital- que sabían las dramáticas consecuencias del hecho - llamaran a emisoras de radio y canales de televisión. Sólo de esta manera lograron que el propio Ministro de Salud se desplazara al pueblo y entendiera la magnitud del problema de salud pública que se estaba presentando.
Temerosos, debido al peligro de vivir cerca de La Alcaldía y de la Estación de policía, Miguel y su esposa resolvieron construir su casa cerca al cementerio. El olor de la muerte ya les era conocido, pues recorrían cotidianamente ese valle de silencio- aparentemente lúgubre- en el que reinaba la quietud de quienes estuvieron algún día y ahora simplemente descansan. Además de encargarse dos veces a la semana de la limpieza de aquel lugar y de guardar las llaves, la pareja ayudó a enterrar a muchos por petición de familiares que solamente confiaban en ellos y deseaban, a su vez, que el último acto en este mundo terrenal para sus seres queridos fuera amoroso y muy sentido.
-“Decían que estábamos locos cuando nos vinimos y construimos las casa a unos pasos del cementerio, pero después de esa noche se me metió en la cabeza que la única parte segura del pueblo era al lado de los muertos”-, cuenta Miguel al tiempo que limpia uno de los tantos nombres con sus fechas, empotrados en los muros de soledades y recuerdos. Coge las flores marchitas, bota el agua de los pequeños recipientes de metal y barre los últimos vestigios de esa naturaleza muerta.
No cree en supersticiones, jamás lo ha asustado un alma en pena. La frase popular “hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos” es tan real como el camino que se convierte en barro después de uno de esos aguaceros que, en la mayor parte del año, bañan a Une.
 
-“En una época un grupo de hombres y mujeres trataron de entrar después de la media noche al cementerio. Por ahí decían que era una secta satánica y que se drogaban. Menos mal las cosas no pasaron a mayores. La policía y el Alcalde se encargaron de la vigilancia por una temporada y no volvieron a presentarse escándalos. De vez en cuando escuchaba- y todavía escucho- voces que maldecían y lloraban, generalmene los viernes. Al principio creí que realmente querían asustarme. Una noche salí con mi machete, una linterna y un rosario que mi abuelita me había regalado. Me puse a rezar antes de abrir la reja, entré y encontré a un borracho desesperado porque no podía salir. Lo saqué y supe que luego de tomarse unos tragos hicieron una apuesta con los amigos. El más macho debía meterse al cementerio en la madrugada. Eso pasa ahora muy seguido”.
Un zumbido, monótono y cada vez más cercano, alerta sobre la presencia de un abejorro. El insecto pasa como suspendido en el aire. De un momento a otro cae en picada y se pierde en alguno de los cartuchos que adornan las tumbas. Miguel mira la hora. 5:00 de la tarde. En algunos minutos debe tocar las campanas de la iglesia del pueblo. Es el primer llamado a misa de seis. Además tiene que ajustar la manecilla del reloj de la torre principal que se atrasa sin remedio.
 
-“Menos mal que son sólo diez minutos. Hace unos años se atrasaba casi dos horas. Por eso tuve un problema con el cura que acababa de llegar. Es que el padrecito quería vender el reloj mecánico alemán y cambiarlo por uno digital japonés. Cuando anunció eso en la misa la gente protestó. ¿Cómo se le ocurría salir de semejante antigüedad? Yo también protesté. No me volvió a hablar, me quitó las llaves de la iglesia, las del cementerio y consiguió un joven que tocara las campanas”.
Fue la única vez que dejaron de arreglar el cementerio. Luego de meses de enemistad con el párroco, Miguel se enteró de que al pueblo vecino (Chipaque) llegó un paisa experto en arreglar el mecanismo de ese tipo de relojes. Sin pedirle permiso a nadie viajó a Chipaque, se reunió con el relojero y lo llevó a Une. Para su sorpresa el cura los recibió con amabilidad, los dejó subir e, inclusive, los acompañó. El paisa revisó el aparato y concluyó que se trataba de un piñón desgastado. El arreglo, baratísimo, aseguraba que, en adelante, el tiempo de Une no jugaría más a las escondidas con el presente. Emocionados Miguel y el representante de la iglesia hicieron las paces, las cosas retornaron a la normalidad y el reloj daría la hora exacta. Meses más tarde, sin embargo, el minutero, terco y malcriado, se atrasó de nuevo –esta vez minutos, no horas- y permanece así hasta el día de hoy.
Salimos hacia la iglesia. Subimos una calle empinada, tan empinada que, a pesar del frío, el sudor caía a chorros por mi cara y respirar era una hazaña. Miguel ni se inmutó, caminaba rápido y no daba señales de fatiga. Su rostro trigueño no brillaba y sonreía a toda hora. Es bajito de estatura, delgado y de sus manos se desprenden unos dedos largos y gruesos que dentro de poco agarrarían las cuerdas de las campanas. No se le notan los cincuenta años. Parece detenido en una eterna juventud. Quizás se deba a la tranquilidad que demuestra o a que siempre se ha mantenido activo. Por ejemplo formó parte de la Defensa Civil en 1985 que participó de los escuadrones de rescate en la catástrofe de Armero. No fuma ni bebe y tal vez su único vicio es tomarse un café en las mañanas y otro en la tarde.
Más arriba la torre de la iglesia empieza a asomarse. Detrás de nosotros se aleja el cementerio y las casas que lo rodean, un barrio completo que se formó lentamente y cuyos pioneros fueron él y su familia. Huérfano es el apellido de Miguel. Y es, sin lugar a dudas, el único huérfano en el mundo que puede ufanarse de haber adoptado a los muertos de todo un pueblo.