viernes, mayo 21, 2010

Con ojos vagabundos

No se desprendió de mí. Supuse que él también caminaba sin rumbo fijo. Quizás era el regalo del día, tener a ese compañero ocasional que se acercó sin esperarlo. Meneaba su cola cada vez que nos deteníamos en las esquinas. Aprovechaba para olfatear las canecas, las bolsas o los desperdicios, generalmente mal acomodados junto a los postes.

Afiné mi guitarra sentado en el columpio del parque. Creí que por mis kilitos de más ya no cabría. Por fortuna pude acomodarme y recordé de paso la felicidad que experimenté de niño al balancearme allí horas enteras. Mientras tanto mi amigo se echó en el pasto. Hace seis años comencé un recorrido a ciegas por las calles de Bogotá. Nunca me había atrevido a cantar en los buses, pero ese diciembre del 2004 representó un despertar, una especie de epifanía, la motivación que proviene sólo de los sueños. Lo miré y él no se inmutó. Seguía despatarrado en el césped, de vez en cuando se rascaba una oreja y luego volvía a ese letargo que envidiaba de corazón.

A pocos metros quedaba un jardín infantil. La música de un baile de moda se confundía con la alegría de los chiquitos. Una voz femenina parecía dar indicaciones, hasta que, finalmente, terminaba ahogada en medio de la algarabía general. El perro se paró de pronto y salió corriendo. Una cuadra más abajo, regados en la acera, cinco ñeros se reían a carcajadas. Distinguí a Manuel. Aunque ya no tenía barba, su inconfundible “hágale papá” sonó con ese tono áspero, opaco, tan característico después de meterse una bicha de bazuco. Una noche el grito de una mujer nos sorprendió. Salí al antejardín y, esta vez, era un llamado de auxiio. A tres casas de la mía una muchacha luchaba por zafarse de un bulto oscuro que la aprisionaba. Corrí hacia el lugar y cuál no sería mi sorpresa al ver que era Manuel quien forcejeaba con ella. No sé si quería violarla o atracarla. El hecho es que la víctima estaba prácticamente sin aliento. Al darse cuenta de mi presencia Manuel se levantó y me dijo: “es que esta hijueputa me rasguñó la cara”, enseguida ella aprovechó, cogió la cartera, se paró y atravesó la avenida. Ahora me lo encontraba de nuevo, meses después de aquel incidente, animando a una pareja que iba a empezar una faena de amor. Manuel les tiró un plástico para que lo pusieran sobre el terreno irregular. “Es que me la como ya” dijo el indigente, al tiempo que agarraba una cobija sucia con la intención de tapar, en un asomo repentino de pudor, semejante acto de libertad. Su compañera sonrió y se acomodó, dispuesta a disfrutar de su papel de reina a punto de ser coronada. En ese momento mi amigo ladró y fue sacado de un patadón por uno de los ñeros.Entre tanto Manuel le arrojó una piedra que se estrelló en las costillas del perro callejero. Este se alejó, dejando atrás los movimientos, gemidos, risas, jadeos de los amantes en aquel motel a la intemperie en pleno barrio Los Alcázares. Eran las once de la mañana.

Llegamos al Siete de agosto, un sector comercial en el que sobresalen los talleres y los almacenes de repuestos para carros. Por cábala, superchería, o lo que sea, mi jornada inicia en el semáforo de la Calle 66 con carrera 24. Me recuesto en la pared del Foto Japón y espero pacientemente a que un bus me lleve. En el costado oriental se ve la Plaza de mercado. Los camiones, a lado y lado de la vía, arman un trancón que ya empieza a desesperar a los indefensos conductores. De repente mi amigo desapareció. Creí identificarlo detrás de una jauría que correteaba a una perra en celo. Los animales se disputaban el derecho de calmar las ansias de la hembra, sin embargo no formaba parte del grupo. A lo mejor un pedazo de carne, sobras de comida o un suculento hueso llamaron su atención. O, simplemente, se aburrió de mí y prefirió irse sin darme aunque fuera un ladrido de despedida.

Regresé a mi soledad, a llevar mis canciones en el transporte público y, sobre todo, a comprender que las calles de mi ciudad son un no lugar en el que, en ocasiones, nos topamos con otros vagabundos.

miércoles, abril 28, 2010

Ventanas


Hay un lugar en el Universo, un pedacito de la existencia, una rayita en el tiempo. Sabes que mis sueños no tienen límites, que detrás del velo de la realidad todavía anhelo jugar a las escondidas con la mujer de mi vida en Machu Picchu. El camino del Inca tiene que ser igual a esa calle perdida de nuestra ciudad gris. Y aunque el sol insista en aparecer como un intruso, disfrutamos más el encanto de nuestra capital fría.

El azar y el destino se encuentran en algún momento. Por eso el espacio en el que se dibujan las montañas es igual a la música clásica que nos arrulla. Una noche me puse a hacer un inventario de las cosas que me inspiran. Pasé por todos los rincones de mi sensibilidad, traté de no dejar un resquicio por el que pudiera filtrarse la monotonía. Terminé, entonces, resolviendo soledades abrazado a un árbol o rodando por el pasto desde lo alto de una colina.

Soy muy predecible. A lo mejor estas palabras irrumpieron en surcos anteriores de la memoria. Tal vez un libro abierto de tapas duras que se humedecen cada vez que la tinta se convierte en nostalgia.

La única forma de romper el silencio es cerrar los ojos y escuchar tu voz. Te escribo desde mi país imaginario, más allá de las márgenes de un territorio sin etiquetas, donde el viento trae el brillo de aquellos colores con los que siempre borramos las distancias.

domingo, marzo 28, 2010

Senderos de ausencia

Las palabras quedan aquí, visibles en la inmensidad del espacio, detenidas en el aire que se fractura al oprimir cada tecla. Ni siquiera una postal, una carta, menos las frases cortas y directas de un simple telegrama.

Las voces también se diluyeron. Los teléfonos dejaron de sonar, tampoco se escuchan los ecos de las tardes de lluvia. Y la ciudad, aquella sinfonía de noches en reposo, cafés sin prisa, aromas cotidianos, ahora vigila respetuosa los tiempos del silencio.

Las canciones enfrentan el vacío de una sala con rostros hundidos en el anonimato. Justo al lado está mi ventana. Bastaría un golpecito y se abriría de par en par. Antes hay un zaguán, quizás un pasillo de sueños. En él tengo un perchero donde cuelgo todas las noches mi barba plateada y mi gorrito azul.

Nos acercó la frontera que nos separaba del otro lado de la realidad.
A la misma hora, en nuestro escenario sin telones de fondo, con la única certeza de haber traspasado los límites de lo etéreo, nos encontramos un día frente a frente. Luego los adioses a plazos, pactados o no pactados, se encargaron de desviar las miradas y las risas.

¿Cuál será tu calle? Es difícil predecirlo. Aunque Bogotá se torne inabordable, recuerdo que una vez confabuló en los caminos de adoquines. La madrugada es un puente de niebla. Tal vez lo debamos atravesar, pero sin dejarnos arrastrar jamás hacia la orilla de la frialdad y el olvido...

viernes, marzo 19, 2010

Vamos.


Por dármelas de caballero casi te rapo la botella de agua.

-Permíteme yo la abro.

Mis torpes manos intentaban girar una tapa que salía a presión. Sólo había que quitar el plástico y sacarla suavemente. Pero no. Insistí en darle vueltas, vueltas y vueltas hasta que, en un atisbo de cordura, rasgué el sello de plástico, jalé la tapa y… te mojé. Te ayudé a secar a punta de servilletas- no llevaba pañuelo - mientras tú me mirabas y sonreías.

Te extraño mucho. Estamos llenos de recuerdos y de certezas. Nos quedaron miles de sonrisas, canciones, sueños. Ahora nos corresponde jugar un poco a las escondidas. Quién sabe. A lo mejor algún día desaprendemos a contar y en uno de esos números irracionales nos encontremos.

Una estación. Una parada. Luego arrancar. Y tu vuelo libre es una invitación a buscarte en cada tarde de lluvia. Te quiero, gracias por regalarme el brillo de tu corazón.

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Es la una de la madrugada de un sábado mágico. En este momento los dedos corren, se posan en el teclado y dibujan con palabras el sentimiento. Que nunca perdamos la dulzura, no importa el vació, la tristeza o la melancolía. Siempré habrá un lugar del Universo en el que podamos soltar las amarras, tejer utopías ligeras como plumas y protegernos bajo la sombra del árbol más querido. Escucha los ecos del batir de alas de mariposa... Mañana abriré la ventana y sé que el viento traerá tu abrazo de primavera, a cualquier hora, inclusive en el tic tac de nuestros relojes que no miden el tiempo, aunque sí desbordan el diminuto espacio de la realidad.

domingo, marzo 07, 2010

Llora el país larguito y delgadito


Una semana después sigue temblando en Chile. Las réplicas son gritos que brotan del fondo de la tierra o distorsiones de miles de imágenes proyectadas en cristales rotos. El cóndor de los Andes, desde las alturas, deja caer una lágrima. La historia del entrañable país, delgadito y larguito, entrelaza la lucha de décadas con las notas de sus trovadores, las letras inmortales de sus poetas o el ejemplo valiente de sus líderes. Violeta, Víctor, Gabriela, Pablo y Salvador acompañan hoy más que nunca a sus hermanos.

En la madrugada del sábado 27 de febrero valles, cordilleras, desiertos, ríos, pueblos, ciudades y millones de almas despertaron en medio de la destrucción, el dolor y el miedo. Dicen las noticias que el terremoto de 8 grados alteró el eje de rotación de la tierra; aseguran también que, debido a semejante circunstancia, el tiempo cambió un poco. No es posible, sin embargo, determinar qué pedazo de la realidad se refundió en ese agujero negro. Lo único cierto es que, luego de sacudida, hasta el mar se salió del rumbo y olas gigantescas destrozaron los últimas límites que quedaban de certezas.

Digo mierda para reafirmar un compromiso de corazón con el maravilloso pueblo chileno. Por fortuna mis adoradas amigas Nori y Janine (y sus respectivas familias) se encuentran bien. Lo mismo que el hijo del Hada de mi corazón. Ahora debemos ser más latinoamericanos que nunca. Nos unen el idioma, los sueños en común, las sonrisas, el llanto, el cansancio, la rabia y una ilusión que a veces se esconde detrás del muro de la injusticia, el hambre y la guerra.

Renacer a pesar de la angustia y descubrirnos en las sombras que dibuja la tristeza, porque al fin y al cabo si es el dolor al fin quien nos iguala y la esperanza quien nos ilumina (Levántate y canta, César Isella)