Salieron a caminar y los sorprendió un aguacero. Iban de la mano sin dejar ni siquiera un resquicio por el que pudiera filtrarse la distancia. A su paso los charcos desdibujaban sus siluetas y en las paredes los grafitis de la contracultura los saludaban con su ironía.
“Te lo advertí. En la radio anunciaron que llovería a cántaros”, le dijo ella empapada de pies a cabeza.
“Ya sabes que soy un escéptico irremediable. No le creo a ninguna predicción”, explicó él mientras le desordenaba cariñosamente sus cabellos”.
“Bueno pero no negarás que desde esta mañana habían grandes nubarrones en el cielo” le susurró ella en el oído al tiempo que le secaba el rostro con su pañuelo.
“Es verdad. Aunque- pensándolo mejor- ¿quién garantiza que más bien no sean nubes cargadas de amor?, respondió él y enseguida le acarició una oreja.
Un perro pasó en medio de los dos, aún así no se soltaron. El animal atravesó la avenida, olfateó cerca de una caneca y empezó a saborear un hueso que yacía en el pavimento. Las luces de los carros se paseaban de un lado al otro. Miles de paraguas navegaban izados en los brazos de la multitud y en el paradero del bus una fila de despojos humedecidos por la lluvia- y gastados por el trajín del día- esperaba su turno con algo de impaciencia.
“Te quiero,” pronunció ella cuando se detuvieron debajo de un poste de luz.
“¿Así haga un frío de los mil demonios?”, contestó él y después soltó una sonrisa burlona
“Sí”, replicó ella y le besó la mejilla.
“¿Nos volveremos a encontrar?”
“Tal vez. Ya me conoces. No confío mucho en las certezas”
“Yo no soy una certeza precisamente”
“Entonces ¿quién eres?”
“Un suspiro”
“No me convences”
“Una suave melodía”
“No lo creo”
“Un rayo de Luna”
“En ese caso te prometo que mañana, pasado, la otra semana, el año que viene, la próxima década y el siguiente siglo nos veremos”