jueves, diciembre 20, 2012

A pocas horas de bajar el telón


El 6 de junio de 1996, a las seis de la mañana, papá se levantó y abrió la puerta; desconfiado, miró para ambos lados. Enseguida se echó la bendición, cerró  y se acostó otra vez. Eso lo supe porque mamá me lo contó aquel día mientras desayunábamos. Entonces recordé  la fila, cada vez más grande, que se formaba en la Parroquia antes  de esa fecha. Todos querían bautizarse (especialmente los niños, aunque también los adultos que no lo habían hecho y se sentían en una especie de limbo) puesto que, de acuerdo a cierta  profecía, ese era el terrorífico año que coincidía con el número del diablo: 666. El Padre Pacheco -Párroco de la Santa Francisca Romana por esa época- no se dejaba amilanar y devolvía a sus casas a los paranoicos fieles: “No va a pasar nada. Programé bautizos únicamente los sábados. Menos los voy a hacer entre semana por supersticiones tan pendejas. ”.

Si no nació el anticristo en esa oportunidad, tuvo que ser tres años después con el cambio de milenio. En ese entonces trabajaba en el despacho y recibo de correspondencia  en una entidad financiera en liquidación. Todavía no se había popularizado internet; pocos hogares tenían la posibilidad de conectarse, pero la red ya era indispensable en el sistema bancario, el comercio, la salud, la educación. La tarde del 31 de diciembre de 1999 el ambiente no era de fiesta precisamente. A todos nos ordenaron hacer copias de nuestros archivos de computador. El Liquidador y sus colaboradores más cercanos se reunieron de emergencia. Preparaban  los últimos detalles para evitar el caos. Tenía que ver con la hora de cada aparato. Según los entendidos, no todos los computadores reconocerían, así como así, los nuevos dígitos que correspondían  al año 2000 en sus relojes internos. Eso significaba que, de no tomarse las medidas necesarias, podía generarse una hecatombe informática a nivel mundial y los datos se perderían. Nada sucedió, finalmente. Llegamos victoriosos  al siglo XXI máquinas y seres humanos. Y si falló mi sistema  no fue por la catástrofe anunciada. Juro que hice lo que me pidieron. A medida que copiaba los archivos en el diskette los borraba de mi PC (¿Para qué mantenerlos ahí?, dictaba mi lógica).  El 2 de enero regresé a mi trabajo. Me tomé el primer café del día, luego  prendí el computador e introduje la copia para organizar mi jornada. Casi me da un infarto: no encontré nada, estaba absolutamente vacío. Sudé frío. Una que otra lágrima ya se insinuaba producto de la desesperación. Me salvó, a los pocos minutos, la llamada del director de la oficina de Cali: “Carlos, me llegó en la correspondencia un diskette de archivos con memorandos, comunicaciones, peticiones, tutelas, registros de pagarés. ¿Qué se supone que debo hacer con eso?”

Ya pasaron cuarenta y tres  de mis agostos y no ocurrió el vaticinio del cura bogotano Francisco Margallo y Duquesne quien, en 1827, elevó una advertencia que aún resuena, inclusive en los que no la oímos: “El 31 de agosto de un año que no diré, sucesivos terremotos destruirán a Santafé”. Por eso, cada vez que en el 31 de dicho mes de vientos y cometas el cielo se ve azul -acompañado de una que otra nube blanca parecida al algodón- papá me dice: “Mijo, el cielo está para un temblor. Póngale la firma”. Lo mismo ocurrió, hasta ahora,  con los famosos tres  días de absoluta oscuridad (los cuales  atormentaron siempre a mamá y no la dejaban en paz) que jamás se presentaron. Mi viejita murió con la certeza de esa noche prolongada y misteriosa. De ahí que guardara en un cajón decenas de cirios pascuales, únicos capaces de iluminar al mundo en medio de las tinieblas.

El miedo es colectivo, no me queda la menor duda. No solo debido a la interpretación de la profecía maya que le pone punto final a nuestros días mañana 21 de diciembre. Hace rato familias enteras se alejaron de las ciudades y viven en el campo o en las montañas, desconectadas de cualquier artefacto tecnológico. Alrededor del mundo hay grupos que se hacen llamar “Preppers” (“Preparacionistas”) que se dedicaron a almacenar alimentos, medicinas, armas y trajes especiales que los protejan de un ataque bacteriológico. Su consigna es sobrevivir a la anarquía que, seguramente, se desatará después de la caída del sistema financiero, la guerra  o alguna catástrofe natural. También están los que se esconden en refugios subterráneos, tal vez con la intención de acercarse al calor y seguridad que nos da una madre, en este caso, la madre tierra.

Lo que veo con tristeza y preocupación es que la mayoría de aquellas personas buscan su salvación individual y, acaso, las de sus familias. No les importa el resto. En ese sentido, el otro se convierte en alguien que produce desconfianza, un enemigo y rival del que hay que cuidarse. Ni siquiera en las supuestas últimas horas de este planeta se despertó una conciencia colectiva capaz de reunirnos en torno a un objetivo común.  Se acaba una era. Creo, sin embargo, que el final lo vivimos día a día desde que nos negamos la posibilidad de dar y recibir un abrazo; además de perder la capacidad de soñar.


(Imagen tomada de http://www.estereofonica.com/dos-especiales-daran-a-conocer-la-verdad-sobre-el-fin-del-mundo-por-history/r)

martes, septiembre 25, 2012

Fugaz retrato urbano


Imagen tomada de http://www.davidosoriophotos.com/wp-content/uploads/2010/07/DSC_5970.jpg



Lo llaman despectivamente "Ñero" o "Desechable". Cuando la gente lo ve acercarse cambia de acera por miedo a que la atraquen o por físico asco. Para calmar el hambre, o escapar de esa realidad que lo discrimina, fuma bazuco, marihuana o mete pegante Bóxer por la boca. No lo saludan, nadie le sonríe. Recibe en cambio, día a día, el odio de una sociedad que lo rechaza y condena sin contemplaciones."Trabaje, hijueputa"... "Lárguese, malparido"... "Es que deberían matarlos a todos". Por eso tiene que endurecer su piel sucia, gastada y ponerse una coraza en el alma; no vaya a ser que en la próxima esquina alguna persona de bien le perfore el estómago a punta de balazos. También mira con recelo y aprendió a ir a la ofensiva: "Hijueputa su madre que lo tiene tan gordito", responde el "Ñero" antes de irse caminando lentamente hacia cualquier calle. Pero, a veces, sonríe o, espectáculo maravilloso, se caga de la risa. 

Lo recuerdo perfectamente hace años, un día que iba a la biblioteca Virgilio Barco. Venían arrastrando una carreta llena de basura. Eran dos. Uno más viejo que el otro. Cinco perros callejeros los acompañaban. De pronto, al pasar a mi lado, uno sacó un arma, me apuntó y disparó. La pistola era grandota, azul y de plástico. El chorro de agua me pegó en todo el pecho, entonces el "delincuente" gritó: "Oiga, güevón: ¿cierto que con esta mierda podemos robar un banco?"... Yo simplemente sonreí y seguí mi camino, mientras perros y dueños se alejaban felices de haberme jugado una pequeña broma en esa avenida solitaria de Bogotá.
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domingo, septiembre 09, 2012

La felicidad tecla a tecla



Por muchos años hubo dos reinas en la casa: mi mamá y su máquina de escribir. En tiempos en los que el computador  era una referencia de países desarrollados, y la presentación de trabajos escritos  se convirtió en un requisito ineludible para graduarse o lograr un ascenso, el aparato representó la principal fuente de ingresos familiar. Mamá, experta mecanógrafa, tenía ya sus clientes. Y dado que papá estaba sin empleo, entonces  decidieron trabajar juntos. Así nos sacaron adelante, mientras mi hermana y yo estudiábamos o nos dedicábamos a ser niños sin que nos faltara nada.

 Prácticamente todas las noches se desataba una especie de aguacero. El sonido de las teclas al escribir, lento y pausado, de pronto arreciaba con la fuerza de una granizada y, posteriormente, bajaba de intensidad. Mamá posaba sus dedos sobre las letras y, sin mirar, las ejecutaba con la agilidad de una pianista. Solamente le ponía cuidado a la letanía que se desgajaba de la boca de papá, quien le dictaba lo más claramente posible.

" Porque mientras creímos que contábamos con la Filosofía; mientras asumimos a la Razón, no como un Instrumento sino como El Fundamento del Ser…”

”Cien años de soledad es sin dudas un clásico ya consagrado de la literatura Latinoamérica…”

... “El ser humano es la especie animal, mentalmente, más evolucionada que hay en el planeta…”

-“Ay,  la cagué... ¡No mija, no escriba la cagué. Es que le dicté mal!”… –“Carlos, hágame el favor y se concentra. Me hizo dañar la hoja”- …. – “Perdón, mija. Estoy cansado. Tomémonos un tintico”-

 Entre tinto y cigarrillo se iban las horas, los silencios, las palabras. Por la ventana abierta de mi cuarto, que daba a la calle, salía el murmullo de la jornada nocturna. En la esquina de esa cuadra de Los Alcázares alcanzaba a escucharse el teclear de la máquina y la voz de papá. En aquellas ocasiones cambiábamos de habitación. Yo subía, me pasaba a la de ellos y me sumergía en el sueño, arrullado por ese eco que se apagaba poco a poco. Más adelante papá adquirió la destreza necesaria y empezó a ayudarle a escribir. A pesar de eso jamás pudo hacerlo sin mirar la máquina. Los dedos de mamá se deformaron paulatinamente por culpa de una espantosa artritis degenerativa. De todas maneras, siempre hizo el esfuerzo de no abandonar a papá en esa labor de complicidad y amor que tanto los unió.

 Transcribir trabajos resultó un buen negocio, aun así no faltaban los problemas. Cuando la máquina eléctrica sonaba igual que un carro recalentado a punto de vararse, mi mamá corría a buscar al señor Patiño que vivía a tres casas de la nuestra. Él se encargaba de revisarla, diagnosticar el daño, repararlo o, en el peor de los casos, hacerle algún remiendo provisional, no sin antes advertirle que ya era hora de comprar una nueva y botar a la basura ese chéchere.  Afortunadamente, los arreglos del señor Patiño fueron  providenciales y nunca tuvieron que llegar a tal extremo. Sólo la reemplazaron el día que la mejor amiga de mamá le envió una de regalo desde los Estados Unidos.

La casa se llenaba de gente cargada de libros, fotocopias y el borrador de sus investigaciones. Jóvenes, en su mayoría, se tomaban la sala, el comedor y hasta el jardín, al tiempo que corregían una y otra vez sus apuntes antes de pasárselos a mamá. De todos esos grupos, uno me llamaba la atención. La vecina de enfrente también se dedicaba al oficio y, de vez en cuando, le enviaba clientes a mamá. Gracias a ella aparecieron unos hombres con uniformes de color verde; hombres que encontraba algunas veces en la calle requisando a los transeúntes y pidiendo papeles. Claro que estos se veían más importantes: sus pechos mostraban decenas de insignias desconocidas para mí. Además parecía que se bañaban en  colonia, puesto que dejaban en el ambiente un fuerte y penetrante olor que nos mareaba. Papá me contó que eran militares que pertenecían a las cuatro armas y que venían a que les pasaran sus trabajos de ascenso. De un momento a otro, la casa se transformó en una réplica de la Escuela Militar. Gritos, órdenes, zapatos brillantes que servían de espejo, armas, escoltas.

Uno de esos tantos días, papá y mamá atendían a un militar que les explicaba, minuciosamente, cómo debía quedar el trabajo. Saludé respetuosamente y le pregunté a mamá:

- “¿Má, puedo salir al parque a jugar un rato?”

Esperé la respuesta. En ese momento, sin embargo, las palabras del militar se le adelantaron a mamá y, dirigiéndome una mirada reprobatoria, me dijo:

-“Muchachito. Repítame que no escuché bien ¿Cómo dijo?”

Me quedé callado. No comprendía lo que quería decirme. Entonces repetí:

-“Dije: ¿Má, puedo salir al parque a jugar un rato?”

Y sin permitir que terminara de hablar, el militar me respondió con su vozarrón aterrador:

“- ¿Cómo así que Má. Es que su papá está pintado o qué? No se le olvide quién es el jefe del hogar”.

Otra vez me quedé callado. Busqué en la mirada de mamá un refugio, pero ella leía los papeles que le entregó el militar. Fue papá el que rompió el silencio. Se paró, puso su mano en mi hombro y me dijo:

-“Mijo, usted sabe que entre su mamá y yo no hay jerarquías ni rangos. Hágale caso a ella”. Se excusó  y salió a comprar cigarrillos. Yo también me fui, luego de que mamá me diera permiso. No me despedí del militar, tampoco lo volví a ver después.

De la misma manera en que llegaron los militares desaparecieron sin anunciarse; al igual que los cientos de estudiantes que, año tras año, traían sus trabajos. El computador desbancó, definitivamente, a las máquinas de escribir. No volvieron a amontonarse las resmas de papel blanco en el escritorio. El libro de las normas ICONTEC de esa época es hoy un documento obsoleto de mera referencia. El olor del corrector dio paso al impersonal delete, característico de los sistemas operativos de computación. La pantalla desplazó la danza de las teclas encima de las hojas.  Ni siquiera fui capaz de aprender a escribir como lo hacía mamá. Ahora “chuzografeo” penosamente estas palabras con los dedos índices de las dos manos, sin ser capaz de utilizar los restantes aunque sea para poner las comas.  Eso sí, todavía mi cuarto vibra al recordar el sonido de ese aguacero nocturno; aguacero que fue, ante todo, el ejemplo de un equipo de igual a igual conformado por mamá y papá.
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lunes, julio 23, 2012

Lágrimas para ganar una guerra



La iluminación no vino del cielo o de alguna de las tantas profecías que anuncian el final de una era; tampoco de un análisis concienzudo sobre las causas del conflicto que, necesariamente, ligan pasado, presente y futuro; muchísimo menos del reconocimiento a la diversidad étnica y cultural que entreteje la trama de nuestra razón de ser como colombianos. No. La iluminación apareció, de repente, en las  imágenes que inundaron aquella mañana millones de pantallas de televisión y de  computador.  

Se conocía el ultimátum que le dieron los indígenas del Cauca al ejército en la víspera al decir, palabras más palabas menos, “tienen plazo hasta las doce de la noche para desalojar nuestro territorio. Si no se van  los sacamos”. Además, durante la semana, ya se habían enfrentado con los soldados. Lejos de ser un rumor, el anuncio de los jefes del resguardo del Cauca era para tomarlo al pie de la letra. La respuesta del Gobierno quiso mostrarse contundente. La fuerza pública no cedería un milímetro del territorio colombiano. Ni más faltaba  que tuvieran que pedir permiso para actuar. aseguró. Sin embargo, extrañamente, no reforzó la seguridad del área de operaciones y dejó el mismo número de soldados protegiéndola. Entonces, el día y hora señalados,  la advertencia no se quedó en el aire, se materializó y sucedió lo inevitable. Cerca de mil indígenas (hombres, ancianos, mujeres, niños, muchos de ellos armados con sus bastones de mando y otros con machetes) llegaron al cerro Berlín del municipio de Toribío en el departamento del Cauca- donde se encontraba la base militar- dispuestos a cumplir su palabra. Pudo ser peor. Los soldados dispararon al aire en medio de los ánimos exaltados. Algunos militares fueron arrastrados por la comunidad  ante su negativa de salir del cerro. Otros empujados por los indígenas  quienes, ayudados por sus bastones de mando, hicieron una especie de cerco que redujo la movilidad de la tropa. Luego de semejante forcejeo, los militares se replegaron y empezaron a bajar lentamente de aquel terreno controlado ahora por la autoridad ancestral. Y mientras ellos caminaban llevando a cuestas morrales, armamento y equipos de comunicaciones, sucedió algo inesperado. De pronto, la única cámara que registraba los acontecimientos,  se enfocó en la expresión de impotencia, rabia y desolación de uno de los vencidos. Mezcladas con las  gotas de sudor que bañaban su rostro y reforzando el dramatismo de la suciedad producto del combate,  gruesas lágrimas escurrían de sus ojos. Finalmente el soldado no aguantó más y sentenció- llorando aunque sin que se le quebrar la voz-: “Esto es muy humillante. Así no se trata a un colombiano”.

Nuestra sociedad, machista, excluyente y clasista, educa a los niños para que no lloren. "Las que lloran son las niñas", nos dicen padres y madres si tenemos que afrontar circunstancias difíciles. Pero si aquella muestra de sensibilidad, reservada como ya anotamos sólo a las mujeres, aflora en alguien que representa la fuerza, el pundonor y la valentía, es altamente probable que el público se conmueva. De ahí que las lágrimas del soldado hayan sido usufructuadas por los medios masivos de comunicación que generaron en la audiencia un sentimiento de indignación, cuyo único propósito fue el de rodear a las fuerzas militares. Y lograron su objetivo. Hollywood se les quedó en pañales. Resultó más eficaz que las espantosas cifras de todos los muertos y desplazados de la guerra. En un abrir y cerrar de ojos los indígenas se convirtieron en terroristas y empezaron a circular en las redes sociales fotos en las que aparecen nativos portando bombas, fusiles e, inclusive, corriendo al lado de guerrilleros. De la nada, la voz disidente del OPIC (Organización de Pueblos Indígenas del Cauca, impulsada por el gobierno de Álvaro Uribe) declaró, a los cuatro vientos, que ellos son los verdaderos y perseguidos líderes indígenas. La prensa, hablada y escrita,  tomó partido sin pudor alguno y varios directores de noticieros  le hicieron la encerrona a los nuevos enemigos en entrevistas que parecían más interrogatorios. Comentarios en los muros de facebook, twitter o blogs, formaron una peligrosa bola de nieve que llevaba consigo desde arengas que pedían la renuncia de Santos, pasando por  la conformación de una Asamblea Nacional Constituyente que salvara al país del desmadre, hasta la “amable” exhortación a los soldados para que cogieran a bala a los revoltosos.No faltó el que, en el colmo de la exitación, reclamara que subiera al poder un militar con los pantalones bien puestos que ordenara la casa. En fin, manisfestaciones destempladas consecuencia de la manipulación ejercida por el poder mediático que no posibilita reflexiones.

Desde ese instante no dejan de perseguirme ciertas inquietudes. Si en la mañana de los hechos del cerro Berlín hubo una cámara que lo filmó todo, ¿por qué al otro día, cuando el ESMAD recuperó el dominio de la zona (con saldo de 23 indígenas heridos), no hay registro en imágenes del operativo? ¿Será que los altos mandos militares- y el mismo Presidente Santos- sabiendo de ante mano lo que sucedería, permitieron que pasara lo que pasó? Imagino que los dueños de los medios masivos de comunicación, y muchos periodistas, se frotaron las manos con las imágenes que tenían en su poder y que, posteriormente, emitieron en sus respectivos canales de televisión. De esta manera, antes de la fiesta patria del 20 de julio (vaya coincidencia), consiguieron que los colombianos, en buen número y llenos de fervor patrio, cerraran filas en contra de los ¿violentos? y en favor del ejército. De paso redujeron la problemática de los indígenas y campesinos que viven en el Cauca, a una simple operación matemática en la que no hay sumas sino restas:  son buenos si están con el Gobierno o malos si se atreven a desafiar a un poder que, por más legítimo que sea, hace  presencia, de vez en cuando, solamente con las armas del Estado.

martes, julio 17, 2012

Hermano indígena, perdóname

Ya te están cobrando cara tu dignidad, hermano indígena. De auxiliador de la guerrilla y narcoterrorista no te bajan.  Inclusive hay voces que piden un bombardeo a tus tierras, una lluvia de metralla, un ciclón de granadas que borre de una vez las señales de tu presencia.  Al medio día pasaron las imágenes de tu lucha a través de la televisión. Mujeres, hombres, ancianos y niños  de tu comunidad llegaron con sus bastones de mando a desalojar a los militares para que se llevaran lejos sus armas. No más atropellos, exigías. Basta de ser tratados como fichas de ajedrez cuando, en realidad, tú y los tuyos son los dueños de las montañas, de los ríos, de lo que les rodea.  Lo mismo hiciste ayer. Supe que más de mil subieron a enfrentar  también a la guerrilla. Solo que ahí no hubo nadie que lo registrara.

Hermano indígena, perdóname. Acá en la ciudad nuestros problemas son otros. También hay violencia, pero fruto de este sistema económico que nos volvió egoístas y guardianes feroces de las pocas o muchas cosas materiales que poseemos. La guerra  sucede por allá, en regiones apartadas, en aquellos lugares de la geografía nacional con los que no nos identificamos. Igual la gente toma partido en la comodidad de su casa. Piden mano dura, vociferan  que hay que acabarlos, ni más faltaba que semejantes piojosos y patirrajados desafíen al glorioso ejército. Entonces emerge de nuevo ese falso nacionalismo que, en altas  y prolongadas dosis, nos vendió cierto ex presidente durante ocho años seguidos. No importa que sea contra ti, hermano indígena. Acá estamos acostumbrados a juzgar, señalar y sacrificar por cualquier motivo.

Mientras tanto, como hace más de quinientos años, regresan los despojadores. Vienen persignándose, oliendo a incienso, rezando el rosario, anunciando la salvación que traen los versículos de la Biblia. Son los buenos, hermano indígena. Qué le vamos a hacer.  Se sienten con el derecho y la autoridad divina de decidir quién vive o quién muere.  Creo que ya conoces perfectamente  la historia.  Por eso te pido, humildemente, perdón.  Debería estar a tu lado combatiendo, sin embargo soy un cobarde. Y sé que mis palabras jamás serán suficientes ni alcanzarán para proteger tu vida.

sábado, julio 14, 2012

La ciudad del 113: guión para voces dispersas

En el 2007, Bogotá fue nombrada Capital mundial del libro y el periódico El Tiempo se unió a la celebración con el proyecto La ciudad jamás contada. Tuve el honor de formar parte de esa iniciativa liderada por Marina Valencia y fui uno de los seleccionados para escribir una historia que hablara de la ciudad. Por esa época trabajaba en un servicio de información telefónica llamado 113. La escritora Yolanda Reyes me acompañó en el proceso de creación del relato. Hoy, después de tantos años, quiero compartirlo de nuevo, pues se trató de mi primera publicación y el comienzo en esta pasión por la escritura. Al final hay un texto del Maestro Jesús Martín Barbero, conocedor, estudioso y refrente en cuanto a la cultura popular, la filosofía y los medios se refiere. Él fue asesor conceptual del La ciudad jamás contada.


Juego de identidades: habla Carlos, ¿en qué le puedo colaborar?

Me acomodo la diadema y el audífono, enciendo el computador con mi clave personal y quedo conectado al palpitar de Bogotá. Se trata de un ritual que comparto con mis compañeros en este espacio donde la tecnología parece apropiarse hasta de la vida. Sin embargo el ritmo de la respiración, de las palabras, de los sonidos y aun de las sorpresas, sobresale finalmente entre la maraña de cables y aparatos.
–¡SEÑOR AGENTE! Necesito urgentemente una patrulla.
–Está comunicado con el 113. Le colaboro con el número telefónico de la policía.
–¿Usted no es agente? ¿Esa no es la policía?
-No señor, NO SOY AGENTE DE POLICÍA. Habla Carlos, información telefónica.
–Llevo horas marcando y pensé que por fin me había entrado la llamada. De todas formas, gracias, SEÑOR AGENTE.
 –SEÑORITA, ¿ahí es información?
–Si señora, pero habla CARLOS, ¿en qué le puedo colaborar?
–¿Me  puede ayudar con los trámites para el Sisbén, SEÑORITA?
–Con mucho gusto señora, ya le informamos
–Gracias SEÑORITA, es usted muy amable.
¡Señorita!...Sonrío al verme con vestido de paño gris y corbata azul. En la tercera fila, Adriana me lanza un beso. Los gestos son el lenguaje cotidiano del 113: palmadas al aire, ceños fruncidos, sonrisas de complicidad, señales de desespero... No estamos quietos, pese a permanecer largas horas aferrados a una máquina. 
–¡Carlos, no veo los platillos voladores!
 –¿Platillos voladores?
–No los veo por ninguna parte… ¿Acaso no hablé con usted hace unos segundos?
–A esta hora trabajamos cuarenta personas. Seguro lo atendió un compañero.
–Pues su compañero me dio la dirección del restaurante Platillos Voladores y no he podido encontrarla aquí en Cali.
Me levanto para dar con el “responsable” de la confusión y aprovecho para estirar las piernas. Le cuento a Andrés, en el puesto contiguo, el diálogo que acabo de tener. “Loco, todos estamos locos” dice, antes de que el pitico de la próxima llamada nos desplace de nuevo a orillas opuestas.
–Carlos, número telefónico de Sándwich Ibérica.
– Señor, no me registra esa razón social en la base de datos.
–Si hace unos días me dieron el número… ¿Está escribiendo bien la palabra sándwich?
–Señor, escribo s-a-n-d…
–Un momento: esa voz me suena conocida. ¿Usted no es Carlos Rojas, el que vive en Los Alcázares?...Huevón, habla con Álvaro Campo. Es increíble ¿Qué hace ahí?
 –Trabajando (supongo). 
¿Quién soy? ¿El agente, la señorita, mi compañero o Carlos, el que vive en los Alcázares? Quizás cada uno de ellos o ninguno. Soy la voz de un ser anónimo que se esparce en medio de la cotidianidad de la ciudad. 


Una mañana casi normal



–Habla Carlos. ¿En qué le puedo colaborar?
–Mi cielo: ¿me dices qué horas son?
–Con gusto: son las 8:45 de la mañana, señora.
–Déme el resultado de las loterías jugadas ayer…El teléfono del Terminal...el de la Notaría 15...el de Codensa, el de la Procuraduría…Caballero, Notaría Octava...Señor, La Empresa de Energía.
–Carlos, se acabó de ir la luz ¿Tienes el número de la energía?
–Comuníquese al 115 señor.
–Sandra, ¿te han entrado llamadas pidiendo el teléfono de Codensa?
–En la última media hora como veinte, ¡de  todo el país!
MUCHACHOS, RECORTEMOS EL SALUDO. HAY 100 LLAMADAS EN ESPERA.
–Mijo, ¿Sabes a qué hora llega la luz? Llevo rato llamando a Codensa y suena ocupado
–Le colaboro con un conmutador, ya le informamos.
–¿Me das un teléfono de la energía que no sea el 115? Pero dímelo tú. Detesto esa maquinita, no le entiendo nada.
–Con gusto señora, el número es…
–Espérame un momento, no tengo esfero.
LES RECUERDO, SEAMOS BREVES. HAY UNA EMERGENCIA CON LA LUZ Y 120 LLAMADAS EN ESPERA.
–Ya volví, dime el teléfono…Ahora esta vaina no escribeeee. Espérame otro momento.
–Regresé Carlitos. Dame el teléfono de una vez, estoy preocupada por la ida de la luz.
UTILICEN EL COMUNICADO DE LA EMPRESA DE ENERGÍA QUE ACABAMOS DE GRABAR.
–¿Qué pasó?
–Disculpe señor, ¿qué pasó de qué?
–¿No está enterado que se fue la luz? Necesito saber QUÉ PASÓ.
LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA QUE SE PRESENTÓ UNA FALLA A NIVEL NACIONAL. ESTAMOS TRABAJANDO PARA REESTABLECER, EN EL MENOR TIEMPO POSIBLE, EL FLUÍDO ELÉCTRICO. LOS NÚMEROS DE ATENCIÓN AL CLIENTE SE ENCUENTRAN BLOQUEADOS. 
 
–Me quedé encerrado en un cajero.
–¿De qué banco, señor?
–Ya abrió, gracias.
–Niño, ¿Cuándo llega la luz?
 LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA QUE…..
MUCHACHOS, REVISEN SUS DESCANSOS, SE MODIFICARON.

–Hola Carlos, ¿es grave el daño de la luz? Patricia, en Bucaramanga.
–Ya le informamos. LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA… 
–Papito, teléfono de la energía.
LA EMPRESA DE ENERGÍA… 
–Caballero, Notaría 15, por favor.
LA EMPRESA DE ENER... 
 –Carlos, no me pases la grabación. Sólo quiero saber: ¿Fue un atentado terrorista en alguna torre de energía?
–Señora, solamente tenemos la información que ya escuchó.
–Sin grabación por favor. ¿A qué hora llega la luz? ¿Fue la guerrilla?
–Lo siento, sólo puedo darle la información del audio.
–Se me van a derretir los helados y ya casi salen los alumnos del colegio. ¿Qué hago? 
–Con gusto, ya le informamos
–El teléfono de un restaurante chino que tenga domicilios (…) Amigo, el teléfono del Banco de la República.
–Habla Carlos. ¿En qué le puedo colaborar?
–Gracias. Solamente llamaba para decirte que ya llegó la luz.

Mapa polifónico de Bogotá… (al atardecer)



Como decimos en el 113, ¡llegó la hora feliz!...Me desconecto, paso de puesto en puesto  a despedirme de mis compañeros y  guardo diadema, auricular y botella de agua. Jacqueline me espera en la calle con tinto y cigarrillo. Nos reímos un rato y luego cojo el bus para la casa. 
Un Renault 4, quizás modelo 86, está inmóvil en el centro de la avenida El Dorado y genera un monumental trancón. Es la primera imagen “real” que recojo después del trabajo, todavía acompañado por el eco de las voces…Carlos, ¿cómo hago para sacarle los gases a mi carro? Déle unas palmaditas al carburador,  recuerdo que fue mi respuesta interior, al tiempo que lo enviaba a la grabación con los datos de la revisión tecnomecánica obligatoria. Después del embotellamiento, aparece la estructura silenciosa de la Registraduría Nacional del Estado Civil. Por ninguna parte veo el monólogo interminable de ciudadanos que acuden a sus trámites de rigor… Señor, se lo suplico. ¿No tiene otro teléfono para el cambio de cédula? En los que me dieron, nadie contesta y necesito urgentemente la cita porque salgo del país. Me limito a decirle a la señora que lo siento, que sólo disponemos de esos números. Apuesto a que, al igual que ella, muchos preferirían permanecer a la intemperie, bajo las inclemencias del sol o la lluvia, con tal de sobrellevar la tormentosa espera junto a los demás y no en la soledad de esa nueva “fila virtual”, telefónica. Habría que elaborar el “Catálogo de los números imposibles”, de tres, siete y hasta diez dígitos, inventados con el noble propósito de facilitar la vida, aunque - seamos honestos- no hacen más que enredarla. 

Un cortejo fúnebre me saca de mis reflexiones. La camioneta negra, con corona de flores, cinta morada y el nombre del difunto, va de occidente a oriente, seguida de una docena de carros... Hágame un favor, necesito el número del sitio a donde llevan a los muertos. Con gusto, ¿a cuál cementerio se refiere??  No, cementerio no; a  donde los llevan antes. Entonces, debe ser a la funeraria. No, antes de la funeraria. Disculpe, no comprendo. ¿Será Medicina Legal?… Eso, Medicina Legal. Otra sonrisa, y  la marcha del último adiós se aleja. La tienda de antigüedades pasa en contravía, al cruzar por el sector de Galerías: objetos de todo tipo, mercado de lo que ya no se usa, museo de lo cotidiano. Carlos, necesito un favor muy especial. No sé cómo explicarte. Estoy montando una obra de teatro. ¿Viste la serie Mi Bella Genio? Pues  busco la botellita en la que se metía la Bella Genio. Dicen que es de origen egipcio ¿En qué lugar puedo encontrarla?

¿Cómo saberlo?...Mi trayecto está a punto de finalizar, y este es solamente un fragmento del mapa de Bogotá. Seguramente, a esta misma hora o más tarde, Johana, una de mis compañeras más queridas, irá para el sur. Allí le hablará el rumor capitalino y recordará la voz que le solicitó en tono firme: Niña, el teléfono de un jeroglífico.¿Jeroglífico, señor? Bueno, de un matadero. ¿Se refiere a un frigorífico?.. Matadero, frigorífico, pero me entendió, ¿o no?  Si señor, entendí perfectamente. Ya le informamos. Cada uno de nosotros guarda en la memoria el trazo del mapa capitalino, representado en el laberinto polifónico de sus habitantes: ¿Podría indicarme de qué manera se deben tocar las campanas en la iglesia para la protesta en contra del secuestro del medio día: fúnebres, de invitación a misa o festivas?
Me bajo del bus y atravieso el parque. Tengo una pila de ropa por lavar, recuerdo, y murmuro: “No hay más remedio, tocará silenciarla”.  Prendo el equipo, me dejo llevar por la poesía de Silvio Rodríguez y abro la puerta de  mi oasis personal: la escritura.

Clamores de la noche bogotana



Me recomendaron traer suéter y comida ligera y me dijeron que por café no me preocupara: que en la maquinita del Contact Center había suficiente para sobrellevar la trasnochada. (Trasnochar, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, significa “pasar la noche, o gran parte de ella, velando o sin dormir o pasarla en un lugar distinto del propio domicilio”). Cualquiera que sea la acepción, lo cierto es que el 113 está prácticamente solo. A medianoche salió el último taxi con los agentes de información telefónica y ahora quedamos Claudia, Juan y yo. Tengo  un crucigrama que comencé a  llenar por la tarde. Una palabra de nueve letras, ¿será trasnochar?

Carlos, una licorera con servicio a domicilio… Claudia, no tengo hielo para el whisky. ¿Dónde puedo conseguir y  que me lo traigan?  Juan me aconseja  grabar en el sistema el lugar más solicitado para llevar los encargos de la rumba bogotana. “Manténgase relajado Carlitos” me dice Claudia, aunque aquel estado ideal contrasta con el relajo de nuestra capital. Carlos, ¿acaba de temblar, o estoy muy borracho?  Juan, necesito conseguir una de esas niñas que salen de un pastel. Es para una despedida de soltero... Claudia,¿sabes de un motel para lesbianas? Me registran moteles en general. Le colaboro con un teléfono.

Saco del maletín unas galletas que ofrezco a mis colegas. Le faltó la mermelada, Carlitos, reprocha Juan al recibir la galletica de sal, y nos ofrece gaseosa. No le dé más a Juan, dice  Claudia, y regresa con empanadas. Son casi las 2 de la madrugada. Luego de estar de pie un buen rato, recuerdo el crucigrama. Entre llamada y llamada, voy llenando espacios en blanco. Sal del ácido cianhídrico, siete letras. Carlos, ¿dónde consigo cianuro?  Señora, en la base de datos no me registra nada relacionado con cianuro. Un laboratorio, cualquiera, por favor, donde me contesten. Ya le informamos, pero no le aseguro que la atiendan a esta hora. Claudia, el teléfono de los Buscamaridos. ¿Buscamaridos? Sí, alguien que siga a mi marido para ver en qué pasos anda…Le doy el número de una Agencia de Detectives detectives Privados.

Uno que otro chiste ameniza la velada. Dejo el crucigrama, me pongo el saco de lana y cabeceo. Cada cinco minutos entra otra llamada y el sueño empieza a pasar factura. Juan, ¿en dónde denuncio el robo de un caballo? Estaba recogiendo basura en Fontibón y me robaron el animal… Marque el 123…Carlos, el número del tránsito. Hay un accidente en la Calera. Con gusto. Marque el 123 desde  fijo o celular. Claudia, emburundangaron a mi hijo...

Tres de la mañana. De repente el rostro de Claudia se transforma: usa el altavoz de su teléfono para que escuchemos: “No me toquen…¡Auxilio!".. Y se corta la comunicación. Claudia llora contando los pormenores: la mujer gritó que la iban a violar. Le dije que se comunicara con la policía, pero ella no puede, ¡qué va a poder! Le pregunté en dónde estaba y respondió que veía rocas y arena y que estaba muy oscuro. Que la llevaron en moto y que veía a Bogotá, parece que en una loma.
Aunque a ninguno de los tres nos importan los demás usuarios, los requerimientos  continúan y no podemos dejar de pensar en aquel drama. Diez minutos después, Claudia vuelve a poner el altavoz y ahí está nuevamente la mujer: Ayúdeme. Los tipos están muy pasados y me les volé. Alcanzo a ver la luz de una casa, no encuentro mis zapatos.  Trate de ir hacia allá, insiste Claudia, trate de encontrar alguna señal, el número de una calle. Al menos pida que la ubiquen, una dirección, algo. Seguimos ahí, sin poder hacer nada, y la oímos golpear una puerta y gritar desesperada que la ayuden. Una voz masculina dice Calle 163, en la loma. Juan se desconecta y toma el teléfono para llamar a la policía. La línea  parece congestionada; por muy 113, a nosotros también nos pasa: a veces nadie responde. Claudia vive cerca del sector, sabe que allí están las canteras y, ante la imposibilidad de comunicarse con la policía, llama a su marido para rogarle que vaya al CAI  de Villa Nydia, en la 163. La llamada se pierde definitivamente.  
Carlos, una ambulancia, ¡de vida o muerte! Comuníquese al 123…Juan, el teléfono del Mariachi Internacional. No me registra; si gusta, le colaboro con otro. No gracias, quiero ése, el que sale en la “Hija del Mariachi”. Me parece el colmo que no lo tengan.  Carlos, busco un show de strip tease masculino. Mi mamá está de cumpleaños y quiero regalarle algo diferente. Permítame,  verifico. Espera Carlos…¿cuántos años tienes?¿No te le medirías? ¿A qué horas sales? Puedo pasar a recogerte. 
Amanece: la ciudad retoma el ritmo diario, pese a que jamás duerme. No terminé el crucigrama y la mitad de las galletas quedan en el paquete. Seis de la mañana: ha terminado la “película” de la noche bogotana. Y no falta la típica llamada: un señor pregunta por una notaría 24 horas… y con servicio a domicilio.


Confesiones de un soñador 
 
Carlos, felicitaciones. Fue seleccionado para formar parte de “La ciudad jamás contada”. No podía creerlo. Me caracterizo por una irremediable falta de confianza en mí. Hace algunos años participé en dos concursos del Ministerio de Cultura: de crónica y de cuento. No pasó nada, ni siquiera una voz de aliento. Ahora, con ese reconocimiento, me llené de ilusiones. Me veía escribiendo una columna o lanzando mi primer libro. Luego viajaría para compartir mis sueños y aprender del mundo… Crecer, conocer, compartir…. Carlos, un número en el que atiendan a los desplazados… Señor, ¿Conoce el Banco de los Pobres, ése que llaman el de las oportunidades? 
Anoche escudriñé mi rostro en las fotos mías que sacaron en el periódico y confieso que me sentí viejo. Me di cuenta de que el tiempo pasa muy rápido. Sentí nostalgia, pero a la vez comprendí que había logrado algo que valía la pena. Gané más de lo que podía esperar. Tuve la fortuna de compartir esta aventura literaria con una escritora que siempre tuvo palabras de aliento para mí. Por ahí leí una frase, tal vez oriental, que dice –más o menos–: “Si quieres controlar a tu oveja, regálale un espacio amplio, ilimitado” Precisamente eso fue lo que ella hizo. Dejó que corriera, saltara, arriesgara. Sabía que siempre podía contar con ella, lo que permitió que las ideas fluyeran al conectarme con esa libertad. Convencido de mis posibilidades, estoy absolutamente seguro de que aprendí muchísimo en estos dos meses. Tal vez por eso es este temor a que todo vuelva a ser como antes. Me encantaba el vacío en el estómago cuando, sentado al frente del computador o la hoja en blanco, no conseguía hilvanar una frase coherente; entonces leía a Gianni Rodari, autor que conocí gracias a mi acompañante, y  trataba de hacer un “Binomio fantástico”, para jugar con las palabras. Luego, como por arte de magia, la pluma o el teclado se deslizaban, dejando las huellas de una nueva “historia loca” del 113.

 Tampoco olvidaré que, durante esos días, mis compañeros de trabajo me buscaban para decirme: Carlos, le tengo una llamada para su escrito…Carlos, hable del calor insoportable que hace aquí. Inclusive alguien me bautizó  “el Andrés López” del 113”. (¿Será por lo gordo?) En fin, hay mucho para contar, pero solo quiero dejar, en palabras de Silvio Rodríguez, lo que significó para mí “La ciudad jamás contada”: “Si me dijeran, pide un deseo, preferiría un rabo de nube…” 
Y eso fue lo que representó: un hermoso rabo de nube.

Catálogo de preguntas difíciles 

-¿Cómo hago para reinsertar a un mico?
- Disculpe,señor ¿para reinsertar a un milico?
- No, a un mico:para devolverlo a su hábitat natural.
- Con gusto, ya le informamos el número de la Sociedad Protectora de Animales.

-Tenga la bondad de darme el teléfono de la iglesia de los químicos.
- ¿La iglesia de los químicos?... ¿Se trata de alguna congregación evangélica, cristiana o algo por el estilo?
-¡Cómo se le ocurre! Es católica, apostólica y romana. La de la calle 130 con carrera 80.

El sistema procesa la información y en letras que huelen a incienso aparece la Parroquia de los Santos Mártires Gervasio y Protasio. No me queda más remedio que arrodillarme y, respetuosamente, decir amén.

El 113: la ciudad de soledades a domicilio

por Jesús Martín Barbero.



La ciudad tráfico, Bogotá entre ellas, está hecha para moverse, y a mayor velocidad, mejor, está hecha para circular y no para encontrarse. Son ciudades de vías rápidas y encuentros cortos en centros comerciales, ciudades en las cuales el espacio público no se habita y las plazas y los parques entran en desuso. Esta ciudad tiene mucho miedo y lo enfrenta conectándose a la televisión, por teléfono o tecnológicamente con alguien anónimo. En Bogotá, tecnología y soledad, andan solas en la ciudad del 113. Unas voces crean una ciudad conectada desde la urgencia de sus necesidades y el grito de sus soledades, a través de un número de teléfono. El 113 es el punto de confluencia de la ciudad de la velocidad que busca información rápida y respuestas funcionales.

En el puzzle que viene imaginando La Ciudad Jamás Contada, el 113 es una experiencia urbana exigida por el tamaño y extensión de la ciudad y por la tramitomania, pero todo ello con un cierto tono bogotano de tomarse hasta lo más instrumental con humor. Un relato que documenta el punto de vista relajado y agudo con el que mira Bogotá desde sus voces más anónimas. Hablarle a una voz sin rostro hace surgir la ciudad delirante, esa que se mueve entre lo mágico lo moderno y lo perplejo. El 113 nos recuerda esa ciudad de millones de "soledades anónimas" conectadas por una tecnología que "parece apropiarse de la vida, aunque "a veces nadie responda". El número cuenta para los bogotanos (cuando lo llaman), cuenta sus modos de escuchar (cuando se lo permite La Ciudad Jamás Contada), cuenta cuando escribe los encuentros con su cotidianidad. ¿Qué cuenta el 113? La anónima ciudad que escucha diariamente Carlos Eduardo Rojas disfrazado de contestador automático.


















domingo, julio 08, 2012

Risa que mata

Los colombianos nos caracterizamos por un agudo sentido del humor, una de las razones para considerar a nuestro país de los más felices del mundo. Pero también somos crueles. Luego de la tragedia del Palacio de Justicia en noviembre de 1985 (incendiado a raíz de la toma hecha por el grupo guerrillero M-19 y la posterior respuesta del ejército disparando desde sus tanques de guerra para repeler el ataque y en el que perecieron cientos de personas), circuló una pregunta- a manera de chiste- inquietante y macabra: “¿No vieron los juegos pirotécnicos en el Palacio de Justicia?”. A los ocho días una avalancha, producida por la erupción del volcán Nevado del Ruíz, sepultó a la población de Armero y a más de 25.000 de sus habitantes. No faltó el "gracioso" que dijera que en Armero había ahora la posibilidad de sumergirse en un reparador baño de lodo.  En diciembre de 1986 un veterano de Vietnam de nombre Campo Elías Delgado, asesinó a más de 25 personas en Bogotá -incluida su propia madre- en un hecho conocido como “La masacre de Pozzeto”.  Meses después, apareció en un muro solitario de la capital un grafiti que decía: “Mi mamá me mima, mi mamá me ama… Me mamé de mi mamá. Atentamente: Campo Elías Delgado.” Por la época en la que el narcotraficante Pablo Escobar ofrecía dos millones de pesos a quienes mataran a un policía, muchos compatriotas comentaban al ver un grupo por ejemplo de cinco uniformados: “hermano, mire: ahí hay diez milloncitos de pesos reunidos”.


Hablo de gente del común, de ciudadanos de a pie, no de figuras públicas que, gracias a su posición, tienen la posibilidad de influir en la sociedad con sus comentarios. Por eso no me extraña que el jueves pasado Alejandra Azcárate escribiera una columna de opinión en la que agrede de manera infame a las gordas del país y del mundo. No nos engañemos: estamos acostumbrados a burlamos de los demás, a maltratarlos, a ridiculizarlos. En las redes sociales, en las fiestas de barrio, en paseos, nos dedicamos a disparar chistes de todo calibre que se ensañan  en contra del otro. Mujeres y hombres se trenzan en ridículas batallas a ver quién hace el comentario más ácido y humillante hacia el  género opuesto. También son víctimas los negros, los indios, los gays; sin olvidar las peleas vergonzosas que se dan por culpa del regionalismo: cachacos vs costeños, paisas vs caleños, colombianos vs pastusos.


Y mientras tanto la fiesta continúa. No importa que la alegría se apague un poco cuando vemos que la situación real  no causa risa. Cuando somos uno de los países más desiguales del mundo y entendemos que los carnavales se convierten en un espejismo en medio del desierto de la pobreza. Entonces abrimos las páginas de un periódico o una  revista y leemos- la mayoría perplejos otros divertidos- a alguien que no mide sus palabras y se dedica a mostrar su desprecio por cualquier sector de la población del país. Indignados, llenamos espacios manifestando nuestro repudio. Nos rasgamos las vestiduras. Tratamos de cobrar venganza utilizando, muchas veces, un lenguaje más bajo e intolerante para criticar. Lo ideal sería ignorar ese tipo de columnas, relegarlas al olvido y no hacerle eco a esa forma de violencia que pretende vestirse de humor a costa de la palabra. Eso no implica, sin embargo, que no  reconozcamos  que quienes tenemos que cambiar antes somos todos nosotros.

martes, junio 26, 2012

Antípodas que se dan la mano

Nunca imaginé que llegaría a añorar a alguien que, aún
en su condición de ex presidente,  le sigue haciendo daño al país. Jamás pensé que me haría falta su actuar pendenciero, chambón, autoritario y grosero. Juro que no estaba ni siquiera en mis pesadillas más terribles, pero debo confesar que extraño a Uribe. Sé que decepcionaré a más de uno. De antemano lo siento; sin embargo tengo que ser honesto y reconocer que entre Santos y Uribe el diablo ya escogió.

No soporto el cinismo y la hipocresía de ninguno los dos, aunque con Uribe  sabía a qué atenerme: podrían considerarme guerrillero si no apoyaba sus delirios de pacificador del siglo XXI, o compatriota ejemplar si detestaba a Chávez,  Correa,   Piedad Córdoba, las ONGS de Derechos Humanos, Hollman Morris, entre otros. En cambio con Santos las cosas son tan etéreas, irreales y fantasmagóricas que sinceramente no sé en qué posición ubicarme. Y, por los acontecimientos de la última semana, veo horrorizado que la mayoría de los colombianos tampoco.

Uribe tenía la gracia de amenazar por teléfono a su misterioso interlocutor  con aquel sonoro y recordado: “le voy a dar en la cara, marica”, mientras que nuestro actual Presidente sería incapaz de proferir siquiera un “no seamos tan pendejos”. En realidad Santos es la decencia en pasta,  un gentleman salido de otro mundo, el estadista tipo Menem (que no me odien los argentinos, por favor), la caricia que esconde una tremenda bofetada. Maneja los hilos del poder como prestidigitador que se respete, saca cartas de debajo de la manga y siempre gana la partida sin inmutarse. Muy diferente al señor Uribe, quien nos acostumbró a su delicado actuar de matarife (con respeto a todos los matarifes) que jamás se quita su delantal  untado de sangre fresca.

A los que se quejan por la desfachatez que mostraron los congresistas que conciliaron la famosa “Reforma a la justicia”, debo decirles que también están confundidos. ¿Se han puesto a pensar en lo que significa lidiar con Santos y asistir a reuniones que terminan pareciéndose a partidas de póker? Nuestros honorables Padres de la patria siempre estarán en desventaja. ¿No ven que ellos juegan tejo y, a lo sumo, billar a tres bandas? Hasta el pobre Simón Gaviria se dejó  hipnotizar y terminó votando a favor una reforma que no leyó. Lo peor del asunto es que Santos, la noche de la Reforma, se encontraba fuera del país. Entonces tendremos que aceptar que su poder está en todas partes como el de dios.  


Ahora sí entiendo por qué los uribistas gritan: “¡Santos es un traidor!” Jamás podrán admitir que un dandi bogotano, en un abrir y cerrar de ojos, hubiera destronado al anterior monarca que se aferró su pedestal durante ocho años seguidos. De ser un país dirigido por un gamonal, pasamos a una “Tercera vía” manejada con guantes de seda y finos modales. Solo nos quedan los primorosos trinos (que se parecen más a bramidos) de Uribe vía Twitter  para sentir su presencia. De otra manera, aquellas épocas de garrote quedarán archivadas en el imaginario de una sociedad que, en su momento, fue alentada por un falso nacionalismo, al tiempo que la mal llamada  zanahoria de hoy seguirá reinando en medio de la “calma chicha” que padecemos históricamente los colombianos.

lunes, junio 18, 2012

¿Así era Escobar, el Patrón del mal?

A Caracol televisión le tiene sin cuidado que se contextualice o se reflexione acerca de los hechos; al fin y al cabo lo que sucedió forma parte del pasado. Y para reforzar la necesidad de revivir esos fantasmas, apelan a la manida frase: “pueblo que olvida su historia corre el peligro de repetirla.” Un discurso que tiene como único propósito, no nos digamos mentiras, que los colombianos prendamos el mayor número de televisores posibles a la hora en que se anuncia su programa estrella: “Escobar, el patrón del mal”. 

He visto los cinco capítulos de la serie, y todavía me cuesta creer que alguien piense que se trate de una estrategia cuya finalidad sea exorcizar nuestros demonios. Todos sabemos que Escobar fue malísimo; también que en su privacidad era un tipo queridísimo que daba la vida por su familia y sus amigos, que regalaba plata a las personas humildes de las comunas y que, inclusive, construyó barrios enteros y acondicionó canchas de fútbol, supuestamente, para que la juventud tuviera alternativas de esparcimiento que la alejara del vicio. Eso no significaba, sin embargo, que esos beneficiarios ignoraran que detrás de tamaña muestra de altruismo se escondía la verdadera razón: convertirlos en cómplices incondicionales de sus fechorías. No en vano muchos de esos jóvenes, adictos al fútbol, terminaron conformando los temidos grupos de sicarios al servicio de Pablo Escobar. 

 En la promoción de la serie el canal asegura que la intención es contar la macabra historia a partir de las víctimas. Nos sugiere con ello una especie de homenaje (muy justo y tardío, hay que reconocerlo). Lamentablemente lo que se ha mostrado, hasta ahora, es que esas victimas son- al igual que los actores que las encarnan- personajes secundarios o de reparto. Van desapareciendo sin dejar rastro y de paso nos notifican que, más allá de representar esa parte del país que no se vendió, significan obstáculos sin importancia. En lo que va corrido de la serie, los muertos a manos de "El patrón" han sido un "sapo" ecuatoriano y dos investigadores que llevaron por segunda vez a Escobar y a su primo a prisión. Quién sabe cómo serán las cosas cuando aparezcan en escena Lara Bonilla, Guillermo Cano o Luis Carlos Galán, entre otros. Ojalá les den más minuticos al aire.

 Pablo Emilio Escobar Gaviria (siempre pronuncia su nombre completico en cada capítulo), con o sin serie, fue un delincuente que dejó tras de sí una leyenda y una huella imborrable. Por una u otra razón nos tocó en suerte durante tantos años vivir en una sociedad doblegada por el terror, aunque a la vez hipócrita y de doble moral que se entregó a sus caprichos. No olvidemos, por ejemplo, aquellos años ochenta del fútbol colombiano con equipos llenos de figuras de renombre internacional. Todos sabíamos que el narcotráfico se había instalado en el fútbol, aun así preferimos voltear la cabeza hacia otro lado. ¿Acaso no estuvimos a punto de organizar un mundial en Colombia?. 

Ostentación y derroche fueron las características más sobresalientes de Escobar, aparte de su determinación para destruir cualquier cosa- o persona- que se le atravesara en el camino. Quizás por eso no logro entender que la ostentación y el derroche (filmada cien por ciento en exteriores, con alta tecnología, recreando fotos idénticas a Escobar y su combo, miles de extras... Mejor dicho: echaron la casa por la ventana) sean, precisamente, elementos de la marca registrada que Caracol televisión usa al vendernos un producto traqueto como la cultura que lo inspiró. Porque, qué carajos, dirán los genios creativos: “¿no ven que es una superproducción?”.

jueves, junio 07, 2012

Detrás de las paredes.

Comparto una entrevista que me hicieron del programa "Detrás de las paredes" de Radio la bemba de Argentina, dirigido por Christian Madia. Hablé sobre la situación social, política y la influencia de Uribe en nuestro país.

domingo, mayo 27, 2012

Un recorrido por “La ciudad de los umbrales”




Las calles y avenidas que cruzan a Bogotá se esparcen como redes sin punto de llegada o de partida. Son rompecabezas a los que siempre les faltarán fichas; cielos estrellados al revés, cuyas luces forman constelaciones que cambian de posición. Allí vivimos y morimos día a día, atravesamos puertas que nos llevan del presente al futuro y hacemos escala en ciertos callejones que nos recuerdan el principio de los tiempos.  

Reconocer, ser reconocido y reconocerse en medio de millones de seres anónimos, convierten a las grandes ciudades en espacios para la soledad colectiva. Los adelantos tecnológicos- con internet a la cabeza- crean una ilusión de ruptura de distancias y fronteras. Miles de sonidos e imágenes cruzan el espacio, pasan por nuestros sentidos y quedan anclados en la memoria. De ahí que no sea extraño encontrar significados de símbolos compartidos a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta; hecho que ya no es exclusivo de la juventud. Inclusive los adultos formamos parte del nuevo territorio en el que hasta el tiempo pareciera transcurrir de forma distinta. Bogotá no es la excepción. La multiplicidad de formas y expresiones le dan un aire cosmopolita. La vida cotidiana esconde las historias de los individuos que la habitan: cada adoquín, cada ladrillo, cada árbol, cada parque se convierte en testigo silencioso de ese viaje sin rumbo aparente.

“La ciudad de los umbrales” de Mario Mendoza, es el primer libro del escritor bogotano que narra la ciudad desde sus profundidades. En medio del cemento, amparados por la complicidad de la noche y sumergidos en esa neblina espesa de la madrugada, los personajes del libro recorren la ciudad para desafiarla, poseerla y escapar de ella. Bogotá es puta entre las putas, pero también última morada de cualquier NN. Huele a incienso, algodón de azúcar, flores y, al mismo tiempo, a bazuco, licor o marihuana. En tabernas de mala muerte, tiendas de barrio o cafés tradicionales, se habla de lo divino o de lo humano sabiendo que, en el fondo, Bogotá se encargará, tarde o temprano, de sentenciar el destino de quienes se atreven a profanarla. No es una visión fatalista. Se trata, más bien, de un juego de ilusiones, un laberinto de espejos, el maquillaje que se escurre por culpa de la lluvia y que deja al descubierto rostros, miradas y frustraciones. 

El relato viene y va como una de esas cometas que adornan los cielos bogotanos en el mes de agosto. En la cola de ese cometa hay un mensaje que todos escribimos. A veces el grito ahogado por la impotencia; otras la risa estrambótica de un payaso de circo. Finalmente el llanto que brota al sentirnos  parte de los casi diez millones que vagan solitarias sobre el asfalto. 

A nadie le gusta que le digan la verdad de frente, mucho menos si Mario Mendoza no usa anestesia para calmar el dolor de la herida que abre al mostrarnos las sombras que nos rodean. Al fin y al cabo todos caminamos los mismos lugares; solo que jamás nos detenemos a mirar o, en el peor de los casos, hacemos lo posible por desconocer esa cara oculta.

Comencé la obra de Mario Mendoza por “La ciudad de los umbrales”, aunque leí sus columnas en El Tiempo y su ensayo sobre “Aura” de Carlos Fuentes. Presentí que con Mario teníamos una cita pendiente porque, entre otras cosas, un hecho nos marcó a los dos: la masacre de Pozzeto en 1986. Y digo nos marcó, puesto que pertenecemos a la misma generación. Más adelante lo corroboré, el día que escuché que su libro “Satanás” había ganado el premio novela breve de la Editorial Seix Barral de España. En esa época, 1992, estaba lejos de imaginar que algún día mi pasión sería escribir.  La vida se encargó, sin embargo, de llevarme a ese puerto misterioso de las letras.  Y conocí a Mario en el 2007, gracias a que fui seleccionado por El Tiempo para su proyecto “La ciudad jamás contada”. Nos hicimos amigos, empezamos a intercambiar ideas y tuve así la oportunidad de descubrir su obra a partir del autor.

La “Ciudad de los umbrales” escribe y, a su vez, lee la ciudad. Son cinco amigos con diferentes visiones del mundo, unidos por la pasión que despierta lo desconocido. En ese contexto, Bogotá es la única protagonista, la que se encarga de tejer las puntas de ese mapa de fronteras invisibles. La apuesta de Mario es sangrienta, sin contemplaciones, tan arriesgada que no le será posible redondearla en una sola entrega. Es por eso que, después de “La ciudad de los umbrales”, el autor sigue escudriñando ese cielo plomizo de aire contaminado en “Escorpio City”, “Cobro de sangre”, “Buda Blues” y “Apocalipsis”.

Sí Mario. Usted atravesó, con “La ciudad de los umbrales”, esas puertas que, hasta ahora, nadie se atrevía a abrir. Los pasadizos convergen, finalmente, en un agujero negro que bien podría llevarnos de vuelta al pasado o al futuro. Bogotá es la misma ciudad que nos acoge y a la que, en ocasiones, rechazamos. Es la misma capital envuelta en el caos del siglo XXI, así aparente ser todavía la “Atenas” suramericana. La que puede sorprendernos con un beso o un balazo en las esquinas. O Aquella cómplice que me acompaña cuando voy con mi guitarra en tardes grises o de sol, y de pronto me hace detener  valiéndose de una mujer, un hombre o un niño, que me suplica con la mirada perdida y derrotada: “Señor, cánteme algo… por favor”. Luego Bogotá me guiña el ojo, sonríe y me da la espalda, antes de soltar el inevitable aguacero desesperanzador.

lunes, abril 30, 2012

El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, del escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos



El día que Pelé o Maradona abandonaron sus guayos y las canchas, muchos dijeron con profundo pesar: “Se acabó el fútbol”.  Lo mismo pudo suceder cuando el francés Bernard Hinaut se bajó para siempre de su bicicleta y no volvió a competir. Cada ídolo, especialmente del deporte,  tiene su cuarto de hora y, de paso, escribe una página que queda grabada en el imaginario de toda una nación.

En Colombia, por supuesto, sucede lo mismo. Lucho Herrera nos puso a sudar las veces que trepó los Alpes con tal facilidad, que parecía como si los demás ciclistas europeos cargaran -en la parte de atrás de sus bicicletas- varias cantinas de leche recién ordeñada.  Cómo olvidar los goles de Asprilla en El Parma de Italia o los pases inverosímiles  de “El Pibe” Valderrama en El Valladolid de España y El Montpellier de Francia. No hace mucho nos volvimos expertos en automovilismo, gracias al atrevimiento de Juan Pablo Montoya en las pistas mundiales; también fanáticos del beisbol que seguíamos emocionados,  por allá en 1997, las hazañas de Édgar Rentería en Los Marlins de La Florida. Triunfos, en su mayoría individuales, producto del hambre, la falta de oportunidades y las ansias de reconocimiento.


 Antonio Cervantes Kid Pambelé, pertenece a ese pequeño grupo de celebridades que un día nos llevaron a la cumbre de los sueños alcanzados. Y lo hizo en los cuadriláteros, con sus puños, a trompada viva, noqueando rivales que terminaban despatarrados, uno tras otro, igual que las  fichas de un dominó caídas en serie.  Más adelante los escándalos  acabaron de perfilar su leyenda, aquella suerte de maldición que pareciera perseguir a los que desafían a la diosa fortuna. Entonces el héroe fue desplazado de su pedestal, hasta convertirse en una sombra, un fantasma y, por qué no, en el  incómodo  espejo que refleja  nuestra propia manera de ser.

“El oro y la oscuridad” es el título del libro que recoge la vida de “Kid” Pambelé. Nada más acertado que un costeño sea, precisamente, el encargado de contarnos esa historia, frenética y llena de matices, de los vaivenes de un hombre al que el país nunca logrró entender.  Alberto Salcedo Ramos, escritor y periodista barranquillero, posee la herencia de los narradores que se pasaban de boca en boca la palabra y luego la esparcían por la región Caribe. Fiel a ese legado, se tomó el trabajo de perseguir la leyenda del escurridizo boxeador por espacio de dos años. Estuvo inclusive en Venezuela, patria vecina donde el púgil comenzó en serio su exitosa carrera boxística. Y poco a poco fue tomando anécdotas de aquí y allá; observó rostros, imágenes de calles polvorientas, olvidadas para, finalmente, encontrarse de frente con Pambelé. De esta manera, la polifonía de voces le dio las herramientas necesarias a la hora de cotejar las vivencias al lado del protagonista.


-“Siempre que escribo este tipo de crónicas entrevisto primero a la gente que rodea al personaje, y luego llego  a él directamente”, dijo Alberto Salcedo el día del lanzamiento de “El oro y la oscuridad” el 22 de abril en la Feria Internacional del libro de Bogotá. Ese domingo nos encontramos minutos antes de la presentación. El maestro Alberto Salcedo lucía impecable, pero, curiosamente, estaba nervioso. Creía que no asistiría mucha gente al evento, pues a esa hora no había casi nadie. Más adelante pudo comprobar que no solo se llenó el auditorio, sino que el cariño, la fidelidad y la admiración de sus lectores son proporcionales a la calidez humana del escritor.

Las páginas de “El oro y la oscuridad” estremecen y son una lección de buen periodismo. Se siente la intensidad de los momentos dorados del deporte colombiano- en este caso del boxeo- aunque, al mismo tiempo,  la tristeza que produce alcanzar el cielo con las manos y descender de él en una caída vertiginosa.  Alberto Salcedo nos habla a través de los que viven en carne propia el presente de Pambelé. Y la voz del boxeador -que si bien se escucha en cada capítulo- es más un eco nostálgico, un murmullo apagado, arisco, de lo que ya no podrá volver a ser. De ahí que el mismo autor confiese, sin ningún problema,  la imprudencia que cometió un día al abordar a Pambelé en uno de sus momentos de crisis. Se salvó de una golpiza, lo admite; sin embargo mantuvo en su libro el respeto por ese personaje, querido y odiado,  que todavía no ha logrado escapar del peso de su lejano pasado victorioso.