El 6 de junio de 1996, a las seis de la mañana, papá se levantó
y abrió la puerta; desconfiado, miró para ambos lados. Enseguida se
echó la bendición, cerró y se acostó otra vez. Eso lo supe porque mamá
me lo contó aquel día mientras desayunábamos. Entonces recordé la fila,
cada vez más grande, que se formaba en la Parroquia antes de esa
fecha. Todos querían bautizarse (especialmente los niños, aunque también
los adultos que no lo habían hecho y se sentían en una especie de
limbo) puesto que, de acuerdo a cierta profecía, ese era el terrorífico
año que coincidía con el número del diablo: 666. El Padre Pacheco
-Párroco de la Santa Francisca Romana por esa época- no se dejaba
amilanar y devolvía a sus casas a los paranoicos fieles: “No va a pasar
nada. Programé bautizos únicamente los sábados. Menos los voy a hacer
entre semana por supersticiones tan pendejas. ”.
Si no nació el anticristo en esa oportunidad, tuvo que ser tres años
después con el cambio de milenio. En ese entonces trabajaba en el
despacho y recibo de correspondencia en una entidad financiera en
liquidación. Todavía no se había popularizado internet; pocos hogares
tenían la posibilidad de conectarse, pero la red ya era indispensable en
el sistema bancario, el comercio, la salud, la educación. La tarde del
31 de diciembre de 1999 el ambiente no era de fiesta precisamente. A
todos nos ordenaron hacer copias de nuestros archivos de computador. El
Liquidador y sus colaboradores más cercanos se reunieron de emergencia.
Preparaban los últimos detalles para evitar el caos. Tenía que ver con
la hora de cada aparato. Según los entendidos, no todos los computadores
reconocerían, así como así, los nuevos dígitos que correspondían al
año 2000 en sus relojes internos. Eso significaba que, de no tomarse las
medidas necesarias, podía generarse una hecatombe informática a nivel
mundial y los datos se perderían. Nada sucedió, finalmente. Llegamos
victoriosos al siglo XXI máquinas y seres humanos. Y si falló mi
sistema no fue por la catástrofe anunciada. Juro que hice lo que me
pidieron. A medida que copiaba los archivos en el diskette los borraba
de mi PC (¿Para qué mantenerlos ahí?, dictaba mi lógica). El 2 de enero
regresé a mi trabajo. Me tomé el primer café del día, luego prendí el
computador e introduje la copia para organizar mi jornada. Casi me da un
infarto: no encontré nada, estaba absolutamente vacío. Sudé frío. Una
que otra lágrima ya se insinuaba producto de la desesperación. Me salvó,
a los pocos minutos, la llamada del director de la oficina de Cali:
“Carlos, me llegó en la correspondencia un diskette de archivos con
memorandos, comunicaciones, peticiones, tutelas, registros de pagarés.
¿Qué se supone que debo hacer con eso?”
Ya pasaron cuarenta y tres de mis agostos y no ocurrió el vaticinio
del cura bogotano Francisco Margallo y Duquesne quien, en 1827, elevó
una advertencia que aún resuena, inclusive en los que
no la oímos: “El 31 de agosto de un año que no diré, sucesivos
terremotos destruirán a Santafé”. Por eso, cada vez que en el 31 de
dicho mes de vientos y cometas el cielo se ve azul -acompañado
de una que otra nube blanca parecida al algodón- papá me dice: “Mijo, el
cielo está para un temblor. Póngale la firma”. Lo mismo ocurrió, hasta
ahora, con los famosos tres días de absoluta oscuridad (los cuales
atormentaron siempre a mamá y no la dejaban en paz) que jamás se
presentaron. Mi viejita murió con la certeza de esa noche prolongada y
misteriosa. De ahí que guardara en un cajón decenas de cirios pascuales,
únicos capaces de iluminar al mundo en medio de las tinieblas.
El miedo es colectivo, no me queda la menor duda. No solo debido a la
interpretación de la profecía maya que le pone punto final a nuestros
días mañana 21 de diciembre. Hace rato familias enteras se alejaron de
las ciudades y viven en el campo o en las montañas, desconectadas de
cualquier artefacto tecnológico. Alrededor del mundo hay grupos que se
hacen llamar “Preppers” (“Preparacionistas”) que se dedicaron a
almacenar alimentos, medicinas, armas y trajes especiales que los
protejan de un ataque bacteriológico. Su consigna es sobrevivir a la
anarquía que, seguramente, se desatará después de la caída del sistema
financiero, la guerra o alguna catástrofe natural. También están los
que se esconden en refugios subterráneos, tal vez con la intención de
acercarse al calor y seguridad que nos da una madre, en este caso, la
madre tierra.
Lo que veo con tristeza y preocupación es que la mayoría de aquellas
personas buscan su salvación individual y, acaso, las de sus familias.
No les importa el resto. En ese sentido, el otro se convierte en alguien
que produce desconfianza, un enemigo y rival del que hay que cuidarse.
Ni siquiera en las supuestas últimas horas de este planeta se despertó una conciencia colectiva capaz de reunirnos en torno a un objetivo
común. Se acaba una era. Creo, sin embargo, que el final lo vivimos día
a día desde que nos negamos la posibilidad de dar y recibir un abrazo;
además de perder la capacidad de soñar.
Lo
llaman despectivamente "Ñero" o "Desechable". Cuando la gente lo ve
acercarse cambia de acera por miedo a que la atraquen o por físico asco.
Para calmar el hambre, o escapar de esa realidad que lo discrimina,
fuma bazuco, marihuana o mete pegante Bóxer por la boca. No lo saludan,
nadie le sonríe. Recibe en cambio, día a día, el odio de una sociedad
que lo rechaza y condena sin contemplaciones."Trabaje,
hijueputa"... "Lárguese, malparido"... "Es que deberían matarlos a
todos". Por eso tiene que endurecer su piel sucia, gastada y ponerse una
coraza en el alma; no vaya a ser que en la próxima esquina alguna
persona de bien le perfore el estómago a punta de balazos. También mira
con recelo y aprendió a ir a la ofensiva: "Hijueputa su madre que lo
tiene tan gordito", responde el "Ñero" antes de irse caminando
lentamente hacia cualquier calle. Pero, a veces, sonríe o, espectáculo
maravilloso, se caga de la risa.
Lo recuerdo perfectamente hace años, un
día que iba a la biblioteca Virgilio Barco. Venían arrastrando una
carreta llena de basura. Eran dos. Uno más viejo que el otro. Cinco
perros callejeros los acompañaban. De pronto, al pasar a mi lado, uno
sacó un arma, me apuntó y disparó. La pistola era grandota, azul y de
plástico. El chorro de agua me pegó en todo el pecho, entonces el
"delincuente" gritó: "Oiga, güevón: ¿cierto que con esta mierda podemos
robar un banco?"... Yo simplemente sonreí y seguí mi camino, mientras
perros y dueños se alejaban felices de haberme jugado una pequeña broma
en esa avenida solitaria de Bogotá.
Por muchos años
hubo dos reinas en la casa: mi mamá y su máquina de escribir. En tiempos
en los que el computador era una referencia de países desarrollados, y
la presentación de trabajos escritos se convirtió en un requisito
ineludible para graduarse o lograr un ascenso, el aparato representó la
principal fuente de ingresos familiar. Mamá, experta mecanógrafa, tenía
ya sus clientes. Y dado que papá estaba sin empleo, entonces decidieron
trabajar juntos. Así nos sacaron adelante, mientras mi hermana y yo
estudiábamos o nos dedicábamos a ser niños sin que nos faltara nada. Prácticamente
todas las noches se desataba una especie de aguacero. El sonido de las
teclas al escribir, lento y pausado, de pronto arreciaba con la fuerza
de una granizada y, posteriormente, bajaba de intensidad. Mamá posaba
sus dedos sobre las letras y, sin mirar, las ejecutaba con la
agilidad de una pianista. Solamente le ponía cuidado a la letanía que se
desgajaba de la boca de papá, quien le dictaba lo más claramente
posible. …" Porque mientras creímos que contábamos con
la Filosofía; mientras asumimos a la Razón, no como un Instrumento sino
como El Fundamento del Ser…” …”Cien años de soledad es sin dudas un clásico ya consagrado de la literatura Latinoamérica…” ... “El ser humano es la especie animal, mentalmente, más evolucionada que hay en el planeta…” -“Ay,
la cagué... ¡No mija, no escriba la cagué. Es que le dicté mal!”…
–“Carlos, hágame el favor y se concentra. Me hizo dañar la hoja”- …. –
“Perdón, mija. Estoy cansado. Tomémonos un tintico”- Entre
tinto y cigarrillo se iban las horas, los silencios, las palabras. Por
la ventana abierta de mi cuarto, que daba a la calle, salía el murmullo
de la jornada nocturna. En la esquina de esa cuadra de Los Alcázares
alcanzaba a escucharse el teclear de la máquina y la voz de papá. En
aquellas ocasiones cambiábamos de habitación. Yo subía, me pasaba a la de
ellos y me sumergía en el sueño, arrullado por ese eco que se apagaba
poco a poco. Más adelante papá adquirió la destreza necesaria y empezó a
ayudarle a escribir. A pesar de eso jamás pudo hacerlo sin mirar la
máquina. Los dedos de mamá se deformaron paulatinamente por culpa de una
espantosa artritis degenerativa. De todas maneras, siempre hizo el
esfuerzo de no abandonar a papá en esa labor de complicidad y amor que
tanto los unió. Transcribir trabajos resultó un buen
negocio, aun así no faltaban los problemas. Cuando la máquina eléctrica
sonaba igual que un carro recalentado a punto de vararse, mi mamá corría
a buscar al señor Patiño que vivía a tres casas de la nuestra. Él se
encargaba de revisarla, diagnosticar el daño, repararlo o, en el peor de
los casos, hacerle algún remiendo provisional, no sin antes advertirle
que ya era hora de comprar una nueva y botar a la basura ese chéchere.
Afortunadamente, los arreglos del señor Patiño fueron providenciales y
nunca tuvieron que llegar a tal extremo. Sólo la reemplazaron el día que
la mejor amiga de mamá le envió una de regalo desde los Estados Unidos. La
casa se llenaba de gente cargada de libros, fotocopias y el borrador de
sus investigaciones. Jóvenes, en su mayoría, se tomaban la sala, el
comedor y hasta el jardín, al tiempo que corregían una y otra vez sus
apuntes antes de pasárselos a mamá. De todos esos grupos, uno me llamaba
la atención. La vecina de enfrente también se dedicaba al oficio y, de
vez en cuando, le enviaba clientes a mamá. Gracias a ella aparecieron
unos hombres con uniformes de color verde; hombres que encontraba algunas veces en la calle requisando a los transeúntes y pidiendo papeles.
Claro que estos se veían más importantes: sus pechos mostraban decenas
de insignias desconocidas para mí. Además parecía que se bañaban en
colonia, puesto que dejaban en el ambiente un fuerte y penetrante olor que nos
mareaba. Papá me contó que eran militares que pertenecían a las cuatro
armas y que venían a que les pasaran sus trabajos de ascenso. De un
momento a otro, la casa se transformó en una réplica de la Escuela
Militar. Gritos, órdenes, zapatos brillantes que servían de espejo,
armas, escoltas. Uno de esos tantos días, papá y mamá
atendían a un militar que les explicaba, minuciosamente, cómo debía
quedar el trabajo. Saludé respetuosamente y le pregunté a mamá: - “¿Má, puedo salir al parque a jugar un rato?” Esperé
la respuesta. En ese momento, sin embargo, las palabras del militar se
le adelantaron a mamá y, dirigiéndome una mirada reprobatoria, me dijo: -“Muchachito. Repítame que no escuché bien ¿Cómo dijo?” Me quedé callado. No comprendía lo que quería decirme. Entonces repetí: -“Dije: ¿Má, puedo salir al parque a jugar un rato?” Y sin permitir que terminara de hablar, el militar me respondió con su vozarrón aterrador: “- ¿Cómo así que Má. Es que su papá está pintado o qué? No se le olvide quién es el jefe del hogar”. Otra
vez me quedé callado. Busqué en la mirada de mamá un refugio, pero ella
leía los papeles que le entregó el militar. Fue papá el que rompió el
silencio. Se paró, puso su mano en mi hombro y me dijo: -“Mijo,
usted sabe que entre su mamá y yo no hay jerarquías ni rangos. Hágale
caso a ella”. Se excusó y salió a comprar cigarrillos. Yo también me
fui, luego de que mamá me diera permiso. No me despedí del militar,
tampoco lo volví a ver después. De la misma manera en que
llegaron los militares desaparecieron sin anunciarse; al igual que los
cientos de estudiantes que, año tras año, traían sus trabajos. El
computador desbancó, definitivamente, a las máquinas de escribir. No
volvieron a amontonarse las resmas de papel blanco en el escritorio. El
libro de las normas ICONTEC de esa época es hoy un documento obsoleto de
mera referencia. El olor del corrector dio paso al impersonal delete,
característico de los sistemas operativos de computación. La pantalla
desplazó la danza de las teclas encima de las hojas. Ni siquiera fui
capaz de aprender a escribir como lo hacía mamá. Ahora “chuzografeo”
penosamente estas palabras con los dedos índices de las dos manos, sin
ser capaz de utilizar los restantes aunque sea para poner las comas.
Eso sí, todavía mi cuarto vibra al recordar el sonido de ese aguacero
nocturno; aguacero que fue, ante todo, el ejemplo de un equipo de igual a
igual conformado por mamá y papá.
La iluminación no vino del cielo o de alguna de las tantas profecías
que anuncian el final de una era; tampoco de un análisis concienzudo
sobre las causas del conflicto que, necesariamente, ligan pasado,
presente y futuro; muchísimo menos del reconocimiento a la diversidad
étnica y cultural que entreteje la trama de nuestra razón de ser como
colombianos. No. La iluminación apareció, de repente, en las imágenes
que inundaron aquella mañana millones de pantallas de televisión y de
computador.
Se conocía el ultimátum que le dieron los
indígenas del Cauca al ejército en la víspera al decir, palabras más
palabas menos, “tienen plazo hasta las doce de la noche para desalojar
nuestro territorio. Si no se van los sacamos”. Además, durante la
semana, ya se habían enfrentado con los soldados. Lejos de ser un rumor,
el anuncio de los jefes del resguardo del Cauca era para tomarlo al pie
de la letra. La respuesta del Gobierno quiso mostrarse contundente. La
fuerza pública no cedería un milímetro del territorio colombiano. Ni más
faltaba que tuvieran que pedir permiso para actuar. aseguró. Sin
embargo, extrañamente, no reforzó la seguridad del área de operaciones y
dejó el mismo número de soldados protegiéndola. Entonces, el día y hora
señalados, la advertencia no se quedó en el aire, se materializó y
sucedió lo inevitable. Cerca de mil indígenas (hombres, ancianos,
mujeres, niños, muchos de ellos armados con sus bastones de mando y
otros con machetes) llegaron al cerro Berlín del municipio de Toribío en
el departamento del Cauca- donde se encontraba la base militar-
dispuestos a cumplir su palabra. Pudo ser peor. Los soldados dispararon
al aire en medio de los ánimos exaltados. Algunos militares fueron
arrastrados por la comunidad ante su negativa de salir del cerro. Otros
empujados por los indígenas quienes, ayudados por sus bastones de
mando, hicieron una especie de cerco que redujo la movilidad de la
tropa. Luego de semejante forcejeo, los militares se replegaron y
empezaron a bajar lentamente de aquel terreno controlado ahora por la
autoridad ancestral. Y mientras ellos caminaban llevando a cuestas
morrales, armamento y equipos de comunicaciones, sucedió algo
inesperado. De pronto, la única cámara que registraba los
acontecimientos, se enfocó en la expresión de impotencia, rabia y
desolación de uno de los vencidos. Mezcladas con las gotas de sudor que
bañaban su rostro y reforzando el dramatismo de la suciedad producto
del combate, gruesas lágrimas escurrían de sus ojos. Finalmente el
soldado no aguantó más y sentenció- llorando aunque sin que se le
quebrar la voz-: “Esto es muy humillante. Así no se trata a un
colombiano”.
Nuestra sociedad, machista, excluyente y
clasista, educa a los niños para que no lloren. "Las que lloran son las
niñas", nos dicen padres y madres si tenemos que afrontar circunstancias
difíciles. Pero si aquella muestra de sensibilidad, reservada como ya
anotamos sólo a las mujeres, aflora en alguien que representa la fuerza,
el pundonor y la valentía, es altamente probable que el público se
conmueva. De ahí que las lágrimas del soldado hayan sido usufructuadas
por los medios masivos de comunicación que generaron en la audiencia un
sentimiento de indignación, cuyo único propósito fue el de rodear a las
fuerzas militares. Y lograron su objetivo. Hollywood se les quedó en
pañales. Resultó más eficaz que las espantosas cifras de todos los
muertos y desplazados de la guerra. En un abrir y cerrar de ojos los
indígenas se convirtieron en terroristas y empezaron a circular en las
redes sociales fotos en las que aparecen nativos portando bombas,
fusiles e, inclusive, corriendo al lado de guerrilleros. De la nada, la
voz disidente del OPIC (Organización de Pueblos Indígenas del Cauca,
impulsada por el gobierno de Álvaro Uribe) declaró, a los cuatro
vientos, que ellos son los verdaderos y perseguidos líderes indígenas.
La prensa, hablada y escrita, tomó partido sin pudor alguno y varios
directores de noticieros le hicieron la encerrona a los nuevos enemigos
en entrevistas que parecían más interrogatorios. Comentarios en los
muros de facebook, twitter o blogs, formaron una peligrosa bola de nieve
que llevaba consigo desde arengas que pedían la renuncia de Santos,
pasando por la conformación de una Asamblea Nacional Constituyente que
salvara al país del desmadre, hasta la “amable” exhortación a los
soldados para que cogieran a bala a los revoltosos.No faltó el que, en
el colmo de la exitación, reclamara que subiera al poder un militar con
los pantalones bien puestos que ordenara la casa. En fin,
manisfestaciones destempladas consecuencia de la manipulación ejercida
por el poder mediático que no posibilita reflexiones.
Desde
ese instante no dejan de perseguirme ciertas inquietudes. Si en la
mañana de los hechos del cerro Berlín hubo una cámara que lo filmó todo,
¿por qué al otro día, cuando el ESMAD recuperó el dominio de la zona
(con saldo de 23 indígenas heridos), no hay registro en imágenes del
operativo? ¿Será que los altos mandos militares- y el mismo Presidente
Santos- sabiendo de ante mano lo que sucedería, permitieron que pasara
lo que pasó? Imagino que los dueños de los medios masivos de
comunicación, y muchos periodistas, se frotaron las manos con las
imágenes que tenían en su poder y que, posteriormente, emitieron en sus
respectivos canales de televisión. De esta manera, antes de la fiesta
patria del 20 de julio (vaya coincidencia), consiguieron que los
colombianos, en buen número y llenos de fervor patrio, cerraran filas en
contra de los ¿violentos? y en favor del ejército. De paso redujeron la
problemática de los indígenas y campesinos que viven en el Cauca, a una
simple operación matemática en la que no hay sumas sino restas: son
buenos si están con el Gobierno o malos si se atreven a desafiar a un
poder que, por más legítimo que sea, hace presencia, de vez en cuando,
solamente con las armas del Estado.
Ya te están cobrando cara tu dignidad, hermano indígena. De
auxiliador de la guerrilla y narcoterrorista no te bajan. Inclusive hay
voces que piden un bombardeo a tus tierras, una lluvia de metralla, un
ciclón de granadas que borre de una vez las señales de tu presencia. Al
medio día pasaron las imágenes de tu lucha a través de la televisión.
Mujeres, hombres, ancianos y niños de tu comunidad llegaron con sus
bastones de mando a desalojar a los militares para que se llevaran lejos
sus armas. No más atropellos, exigías. Basta de ser tratados como
fichas de ajedrez cuando, en realidad, tú y los tuyos son los dueños de
las montañas, de los ríos, de lo que les rodea. Lo mismo hiciste ayer.
Supe que más de mil subieron a enfrentar también a la guerrilla. Solo
que ahí no hubo nadie que lo registrara.
Hermano indígena,
perdóname. Acá en la ciudad nuestros problemas son otros. También hay
violencia, pero fruto de este sistema económico que nos volvió egoístas y
guardianes feroces de las pocas o muchas cosas materiales que poseemos.
La guerra sucede por allá, en regiones apartadas, en aquellos lugares
de la geografía nacional con los que no nos identificamos. Igual la
gente toma partido en la comodidad de su casa. Piden mano dura,
vociferan que hay que acabarlos, ni más faltaba que semejantes piojosos
y patirrajados desafíen al glorioso ejército. Entonces emerge de nuevo
ese falso nacionalismo que, en altas y prolongadas dosis, nos vendió
cierto ex presidente durante ocho años seguidos. No importa que sea
contra ti, hermano indígena. Acá estamos acostumbrados a juzgar, señalar
y sacrificar por cualquier motivo.
Mientras tanto, como
hace más de quinientos años, regresan los despojadores. Vienen
persignándose, oliendo a incienso, rezando el rosario, anunciando la
salvación que traen los versículos de la Biblia. Son los buenos, hermano
indígena. Qué le vamos a hacer. Se sienten con el derecho y la
autoridad divina de decidir quién vive o quién muere. Creo que ya
conoces perfectamente la historia. Por eso te pido, humildemente,
perdón. Debería estar a tu lado combatiendo, sin embargo soy un
cobarde. Y sé que mis palabras jamás serán suficientes ni alcanzarán
para proteger tu vida.
En el 2007, Bogotá fue nombrada Capital mundial del libro y el periódico El Tiempo se unió a la celebración con el proyecto La ciudad jamás contada. Tuve el honor de formar parte de esa iniciativa liderada por Marina Valencia y fui uno de los seleccionados para escribir una historia que hablara de la ciudad. Por esa época trabajaba en un servicio de información telefónica llamado 113. La escritora Yolanda Reyes me acompañó en el proceso de creación del relato. Hoy, después de tantos años, quiero compartirlo de nuevo, pues se trató de mi primera publicación y el comienzo en esta pasión por la escritura. Al final hay un texto del Maestro Jesús Martín Barbero, conocedor, estudioso y refrente en cuanto a la cultura popular, la filosofía y los medios se refiere. Él fue asesor conceptual del La ciudad jamás contada.
Juego de identidades: habla Carlos, ¿en qué le puedo colaborar?
Me acomodo la diadema y el audífono, enciendo el computador con mi clave personal y quedo conectado al palpitar de Bogotá. Se trata de un ritual que comparto con mis compañeros en este espacio donde la tecnología parece apropiarse hasta de la vida. Sin embargo el ritmo de la respiración, de las palabras, de los sonidos y aun de las sorpresas, sobresale finalmente entre la maraña de cables y aparatos.
–¡SEÑOR AGENTE! Necesito urgentemente una patrulla.
–Está comunicado con el 113. Le colaboro con el número telefónico de la policía.
–¿Usted no es agente? ¿Esa no es la policía?
-No señor, NO SOY AGENTE DE POLICÍA. Habla Carlos, información telefónica.
–Llevo horas marcando y pensé que por fin me había entrado la llamada. De todas formas, gracias, SEÑOR AGENTE.
–SEÑORITA, ¿ahí es información?
–Si señora, pero habla CARLOS, ¿en qué le puedo colaborar?
–¿Me puede ayudar con los trámites para el Sisbén, SEÑORITA?
–Con mucho gusto señora, ya le informamos
–Gracias SEÑORITA, es usted muy amable.
¡Señorita!...Sonrío al verme con vestido de paño gris y corbata azul. En la tercera fila, Adriana me lanza un beso. Los gestos son el lenguaje cotidiano del 113: palmadas al aire, ceños fruncidos, sonrisas de complicidad, señales de desespero... No estamos quietos, pese a permanecer largas horas aferrados a una máquina.
–¡Carlos, no veo los platillos voladores!
–¿Platillos voladores?
–No los veo por ninguna parte… ¿Acaso no hablé con usted hace unos segundos?
–A esta hora trabajamos cuarenta personas. Seguro lo atendió un compañero.
–Pues su compañero me dio la dirección del restaurante Platillos Voladores y no he podido encontrarla aquí en Cali.
Me levanto para dar con el “responsable” de la confusión y aprovecho para estirar las piernas. Le cuento a Andrés, en el puesto contiguo, el diálogo que acabo de tener. “Loco, todos estamos locos” dice, antes de que el pitico de la próxima llamada nos desplace de nuevo a orillas opuestas.
–Carlos, número telefónico de Sándwich Ibérica.
– Señor, no me registra esa razón social en la base de datos.
–Si hace unos días me dieron el número… ¿Está escribiendo bien la palabra sándwich?
–Señor, escribo s-a-n-d…
–Un momento: esa voz me suena conocida. ¿Usted no es Carlos Rojas, el que vive en Los Alcázares?...Huevón, habla con Álvaro Campo. Es increíble ¿Qué hace ahí?
–Trabajando (supongo).
¿Quién soy? ¿El agente, la señorita, mi compañero o Carlos, el que vive en los Alcázares? Quizás cada uno de ellos o ninguno. Soy la voz de un ser anónimo que se esparce en medio de la cotidianidad de la ciudad.
Una mañana casi normal
–Habla Carlos. ¿En qué le puedo colaborar?
–Mi cielo: ¿me dices qué horas son?
–Con gusto: son las 8:45 de la mañana, señora.
–Déme el resultado de las loterías jugadas ayer…El teléfono del Terminal...el de la Notaría 15...el de Codensa, el de la Procuraduría…Caballero, Notaría Octava...Señor, La Empresa de Energía.
–Carlos, se acabó de ir la luz ¿Tienes el número de la energía?
–Comuníquese al 115 señor.
–Sandra, ¿te han entrado llamadas pidiendo el teléfono de Codensa?
–En la última media hora como veinte, ¡de todo el país!
MUCHACHOS, RECORTEMOS EL SALUDO. HAY 100 LLAMADAS EN ESPERA.
–Mijo, ¿Sabes a qué hora llega la luz? Llevo rato llamando a Codensa y suena ocupado
–Le colaboro con un conmutador, ya le informamos.
–¿Me das un teléfono de la energía que no sea el 115? Pero dímelo tú. Detesto esa maquinita, no le entiendo nada.
–Con gusto señora, el número es…
–Espérame un momento, no tengo esfero.
LES RECUERDO, SEAMOS BREVES. HAY UNA EMERGENCIA CON LA LUZ Y 120 LLAMADAS EN ESPERA.
–Ya volví, dime el teléfono…Ahora esta vaina no escribeeee. Espérame otro momento.
–Regresé Carlitos. Dame el teléfono de una vez, estoy preocupada por la ida de la luz.
UTILICEN EL COMUNICADO DE LA EMPRESA DE ENERGÍA QUE ACABAMOS DE GRABAR.
–¿Qué pasó?
–Disculpe señor, ¿qué pasó de qué?
–¿No está enterado que se fue la luz? Necesito saber QUÉ PASÓ.
LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA QUE SE PRESENTÓ UNA FALLA A NIVEL NACIONAL. ESTAMOS TRABAJANDO PARA REESTABLECER, EN EL MENOR TIEMPO POSIBLE, EL FLUÍDO ELÉCTRICO. LOS NÚMEROS DE ATENCIÓN AL CLIENTE SE ENCUENTRAN BLOQUEADOS.
–Me quedé encerrado en un cajero.
–¿De qué banco, señor?
–Ya abrió, gracias.
–Niño, ¿Cuándo llega la luz? LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA QUE…..
MUCHACHOS, REVISEN SUS DESCANSOS, SE MODIFICARON.
–Hola Carlos, ¿es grave el daño de la luz? Patricia, en Bucaramanga.
–Ya le informamos. LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA…
–Papito, teléfono de la energía.
LA EMPRESA DE ENERGÍA…
–Caballero, Notaría 15, por favor.
LA EMPRESA DE ENER...
–Carlos, no me pases la grabación. Sólo quiero saber: ¿Fue un atentado terrorista en alguna torre de energía?
–Señora, solamente tenemos la información que ya escuchó.
–Sin grabación por favor. ¿A qué hora llega la luz? ¿Fue la guerrilla?
–Lo siento, sólo puedo darle la información del audio.
–Se me van a derretir los helados y ya casi salen los alumnos del colegio. ¿Qué hago?
–Con gusto, ya le informamos
–El teléfono de un restaurante chino que tenga domicilios (…) Amigo, el teléfono del Banco de la República.
–Habla Carlos. ¿En qué le puedo colaborar?
–Gracias. Solamente llamaba para decirte que ya llegó la luz.
Mapa polifónico de Bogotá… (al atardecer)
Como decimos en el 113, ¡llegó la hora feliz!...Me desconecto, paso de puesto en puesto a despedirme de mis compañeros y guardo diadema, auricular y botella de agua. Jacqueline me espera en la calle con tinto y cigarrillo. Nos reímos un rato y luego cojo el bus para la casa.
Un Renault 4, quizás modelo 86, está inmóvil en el centro de la avenida El Dorado y genera un monumental trancón. Es la primera imagen “real” que recojo después del trabajo, todavía acompañado por el eco de las voces…Carlos, ¿cómo hago para sacarle los gases a mi carro? Déle unas palmaditas al carburador, recuerdo que fue mi respuesta interior, al tiempo que lo enviaba a la grabación con los datos de la revisión tecnomecánica obligatoria. Después del embotellamiento, aparece la estructura silenciosa de la Registraduría Nacional del Estado Civil. Por ninguna parte veo el monólogo interminable de ciudadanos que acuden a sus trámites de rigor… Señor, se lo suplico. ¿No tiene otro teléfono para el cambio de cédula? En los que me dieron, nadie contesta y necesito urgentemente la cita porque salgo del país. Me limito a decirle a la señora que lo siento, que sólo disponemos de esos números. Apuesto a que, al igual que ella, muchos preferirían permanecer a la intemperie, bajo las inclemencias del sol o la lluvia, con tal de sobrellevar la tormentosa espera junto a los demás y no en la soledad de esa nueva “fila virtual”, telefónica. Habría que elaborar el “Catálogo de los números imposibles”, de tres, siete y hasta diez dígitos, inventados con el noble propósito de facilitar la vida, aunque - seamos honestos- no hacen más que enredarla.
Un cortejo fúnebre me saca de mis reflexiones. La camioneta negra, con corona de flores, cinta morada y el nombre del difunto, va de occidente a oriente, seguida de una docena de carros... Hágame un favor, necesito el número del sitio a donde llevan a los muertos. Con gusto, ¿a cuál cementerio se refiere?? No, cementerio no; a donde los llevan antes. Entonces, debe ser a la funeraria. No, antes de la funeraria. Disculpe, no comprendo. ¿Será Medicina Legal?… Eso, Medicina Legal. Otra sonrisa, y la marcha del último adiós se aleja. La tienda de antigüedades pasa en contravía, al cruzar por el sector de Galerías: objetos de todo tipo, mercado de lo que ya no se usa, museo de lo cotidiano. Carlos, necesito un favor muy especial. No sé cómo explicarte. Estoy montando una obra de teatro. ¿Viste la serie Mi Bella Genio? Pues busco la botellita en la que se metía la Bella Genio. Dicen que es de origen egipcio ¿En qué lugar puedo encontrarla?
¿Cómo saberlo?...Mi trayecto está a punto de finalizar, y este es solamente un fragmento del mapa de Bogotá. Seguramente, a esta misma hora o más tarde, Johana, una de mis compañeras más queridas, irá para el sur. Allí le hablará el rumor capitalino y recordará la voz que le solicitó en tono firme: Niña, el teléfono de un jeroglífico.¿Jeroglífico, señor? Bueno, de un matadero. ¿Se refiere a un frigorífico?.. Matadero, frigorífico, pero me entendió, ¿o no? Si señor, entendí perfectamente. Ya le informamos. Cada uno de nosotros guarda en la memoria el trazo del mapa capitalino, representado en el laberinto polifónico de sus habitantes: ¿Podría indicarme de qué manera se deben tocar las campanas en la iglesia para la protesta en contra del secuestro del medio día: fúnebres, de invitación a misa o festivas?
Me bajo del bus y atravieso el parque. Tengo una pila de ropa por lavar, recuerdo, y murmuro: “No hay más remedio, tocará silenciarla”. Prendo el equipo, me dejo llevar por la poesía de Silvio Rodríguez y abro la puerta de mi oasis personal: la escritura.
Clamores de la noche bogotana
Me recomendaron traer suéter y comida ligera y me dijeron que por café no me preocupara: que en la maquinita del Contact Center había suficiente para sobrellevar la trasnochada. (Trasnochar, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, significa “pasar la noche, o gran parte de ella, velando o sin dormir o pasarla en un lugar distinto del propio domicilio”). Cualquiera que sea la acepción, lo cierto es que el 113 está prácticamente solo. A medianoche salió el último taxi con los agentes de información telefónica y ahora quedamos Claudia, Juan y yo. Tengo un crucigrama que comencé a llenar por la tarde. Una palabra de nueve letras, ¿será trasnochar?
Carlos, una licorera con servicio a domicilio… Claudia, no tengo hielo para el whisky. ¿Dónde puedo conseguir y que me lo traigan? Juan me aconseja grabar en el sistema el lugar más solicitado para llevar los encargos de la rumba bogotana. “Manténgase relajado Carlitos” me dice Claudia, aunque aquel estado ideal contrasta con el relajo de nuestra capital. Carlos, ¿acaba de temblar, o estoy muy borracho? Juan, necesito conseguir una de esas niñas que salen de un pastel. Es para una despedida de soltero... Claudia,¿sabes de un motel para lesbianas? Me registran moteles en general. Le colaboro con un teléfono.
Saco del maletín unas galletas que ofrezco a mis colegas. Le faltó la mermelada, Carlitos, reprocha Juan al recibir la galletica de sal, y nos ofrece gaseosa. No le dé más a Juan, dice Claudia, y regresa con empanadas. Son casi las 2 de la madrugada. Luego de estar de pie un buen rato, recuerdo el crucigrama. Entre llamada y llamada, voy llenando espacios en blanco. Sal del ácido cianhídrico, siete letras. Carlos, ¿dónde consigo cianuro? Señora, en la base de datos no me registra nada relacionado con cianuro. Un laboratorio, cualquiera, por favor, donde me contesten. Ya le informamos, pero no le aseguro que la atiendan a esta hora. Claudia, el teléfono de los Buscamaridos. ¿Buscamaridos? Sí, alguien que siga a mi marido para ver en qué pasos anda…Le doy el número de una Agencia de Detectives detectives Privados.
Uno que otro chiste ameniza la velada. Dejo el crucigrama, me pongo el saco de lana y cabeceo. Cada cinco minutos entra otra llamada y el sueño empieza a pasar factura. Juan, ¿en dónde denuncio el robo de un caballo? Estaba recogiendo basura en Fontibón y me robaron el animal… Marque el 123…Carlos, el número del tránsito. Hay un accidente en la Calera. Con gusto. Marque el 123 desde fijo o celular. Claudia, emburundangaron a mi hijo...
Tres de la mañana. De repente el rostro de Claudia se transforma: usa el altavoz de su teléfono para que escuchemos: “No me toquen…¡Auxilio!".. Y se corta la comunicación. Claudia llora contando los pormenores: la mujer gritó que la iban a violar. Le dije que se comunicara con la policía, pero ella no puede, ¡qué va a poder! Le pregunté en dónde estaba y respondió que veía rocas y arena y que estaba muy oscuro. Que la llevaron en moto y que veía a Bogotá, parece que en una loma.
Aunque a ninguno de los tres nos importan los demás usuarios, los requerimientos continúan y no podemos dejar de pensar en aquel drama. Diez minutos después, Claudia vuelve a poner el altavoz y ahí está nuevamente la mujer: Ayúdeme. Los tipos están muy pasados y me les volé. Alcanzo a ver la luz de una casa, no encuentro mis zapatos. Trate de ir hacia allá, insiste Claudia, trate de encontrar alguna señal, el número de una calle. Al menos pida que la ubiquen, una dirección, algo. Seguimos ahí, sin poder hacer nada, y la oímos golpear una puerta y gritar desesperada que la ayuden. Una voz masculina dice Calle 163, en la loma. Juan se desconecta y toma el teléfono para llamar a la policía. La línea parece congestionada; por muy 113, a nosotros también nos pasa: a veces nadie responde. Claudia vive cerca del sector, sabe que allí están las canteras y, ante la imposibilidad de comunicarse con la policía, llama a su marido para rogarle que vaya al CAI de Villa Nydia, en la 163. La llamada se pierde definitivamente.
Carlos, una ambulancia, ¡de vida o muerte! Comuníquese al 123…Juan, el teléfono del Mariachi Internacional. No me registra; si gusta, le colaboro con otro. No gracias, quiero ése, el que sale en la “Hija del Mariachi”. Me parece el colmo que no lo tengan. Carlos, busco un show de strip tease masculino. Mi mamá está de cumpleaños y quiero regalarle algo diferente. Permítame, verifico. Espera Carlos…¿cuántos años tienes?¿No te le medirías? ¿A qué horas sales? Puedo pasar a recogerte.
Amanece: la ciudad retoma el ritmo diario, pese a que jamás duerme. No terminé el crucigrama y la mitad de las galletas quedan en el paquete. Seis de la mañana: ha terminado la “película” de la noche bogotana. Y no falta la típica llamada: un señor pregunta por una notaría 24 horas… y con servicio a domicilio.
Confesiones de un soñador
Carlos, felicitaciones. Fue seleccionado para formar parte de “La ciudad jamás contada”. No podía creerlo. Me caracterizo por una irremediable falta de confianza en mí. Hace algunos años participé en dos concursos del Ministerio de Cultura: de crónica y de cuento. No pasó nada, ni siquiera una voz de aliento. Ahora, con ese reconocimiento, me llené de ilusiones. Me veía escribiendo una columna o lanzando mi primer libro. Luego viajaría para compartir mis sueños y aprender del mundo… Crecer, conocer, compartir…. Carlos, un número en el que atiendan a los desplazados… Señor, ¿Conoce el Banco de los Pobres, ése que llaman el de las oportunidades?
Anoche escudriñé mi rostro en las fotos mías que sacaron en el periódico y confieso que me sentí viejo. Me di cuenta de que el tiempo pasa muy rápido. Sentí nostalgia, pero a la vez comprendí que había logrado algo que valía la pena. Gané más de lo que podía esperar. Tuve la fortuna de compartir esta aventura literaria con una escritora que siempre tuvo palabras de aliento para mí. Por ahí leí una frase, tal vez oriental, que dice –más o menos–: “Si quieres controlar a tu oveja, regálale un espacio amplio, ilimitado” Precisamente eso fue lo que ella hizo. Dejó que corriera, saltara, arriesgara. Sabía que siempre podía contar con ella, lo que permitió que las ideas fluyeran al conectarme con esa libertad. Convencido de mis posibilidades, estoy absolutamente seguro de que aprendí muchísimo en estos dos meses. Tal vez por eso es este temor a que todo vuelva a ser como antes. Me encantaba el vacío en el estómago cuando, sentado al frente del computador o la hoja en blanco, no conseguía hilvanar una frase coherente; entonces leía a Gianni Rodari, autor que conocí gracias a mi acompañante, y trataba de hacer un “Binomio fantástico”, para jugar con las palabras. Luego, como por arte de magia, la pluma o el teclado se deslizaban, dejando las huellas de una nueva “historia loca” del 113.
Tampoco olvidaré que, durante esos días, mis compañeros de trabajo me buscaban para decirme: Carlos, le tengo una llamada para su escrito…Carlos, hable del calor insoportable que hace aquí. Inclusive alguien me bautizó “el Andrés López” del 113”. (¿Será por lo gordo?) En fin, hay mucho para contar, pero solo quiero dejar, en palabras de Silvio Rodríguez, lo que significó para mí “La ciudad jamás contada”: “Si me dijeran, pide un deseo, preferiría un rabo de nube…”
Y eso fue lo que representó: un hermoso rabo de nube.
Catálogo de preguntas difíciles
-¿Cómo hago para reinsertar a un mico?
- Disculpe,señor ¿para reinsertar a un milico?
- No, a un mico:para devolverlo a su hábitat natural.
- Con gusto, ya le informamos el número de la Sociedad Protectora de Animales.
-Tenga la bondad de darme el teléfono de la iglesia de los químicos.
- ¿La iglesia de los químicos?... ¿Se trata de alguna congregación evangélica, cristiana o algo por el estilo?
-¡Cómo se le ocurre! Es católica, apostólica y romana. La de la calle 130 con carrera 80.
El sistema procesa la información y en letras que huelen a incienso aparece la Parroquia de los Santos Mártires Gervasio y Protasio. No me queda más remedio que arrodillarme y, respetuosamente, decir amén.
El 113: la ciudad de soledades a domicilio
por Jesús Martín Barbero.
La ciudad tráfico, Bogotá entre ellas, está hecha para moverse, y a mayor velocidad, mejor, está hecha para circular y no para encontrarse. Son ciudades de vías rápidas y encuentros cortos en centros comerciales, ciudades en las cuales el espacio público no se habita y las plazas y los parques entran en desuso. Esta ciudad tiene mucho miedo y lo enfrenta conectándose a la televisión, por teléfono o tecnológicamente con alguien anónimo. En Bogotá, tecnología y soledad, andan solas en la ciudad del 113. Unas voces crean una ciudad conectada desde la urgencia de sus necesidades y el grito de sus soledades, a través de un número de teléfono. El 113 es el punto de confluencia de la ciudad de la velocidad que busca información rápida y respuestas funcionales.
En el puzzle que viene imaginando La Ciudad Jamás Contada, el 113 es una experiencia urbana exigida por el tamaño y extensión de la ciudad y por la tramitomania, pero todo ello con un cierto tono bogotano de tomarse hasta lo más instrumental con humor. Un relato que documenta el punto de vista relajado y agudo con el que mira Bogotá desde sus voces más anónimas. Hablarle a una voz sin rostro hace surgir la ciudad delirante, esa que se mueve entre lo mágico lo moderno y lo perplejo. El 113 nos recuerda esa ciudad de millones de "soledades anónimas" conectadas por una tecnología que "parece apropiarse de la vida, aunque "a veces nadie responda". El número cuenta para los bogotanos (cuando lo llaman), cuenta sus modos de escuchar (cuando se lo permite La Ciudad Jamás Contada), cuenta cuando escribe los encuentros con su cotidianidad. ¿Qué cuenta el 113? La anónima ciudad que escucha diariamente Carlos Eduardo Rojas disfrazado de contestador automático.
Los colombianos nos
caracterizamos por un agudo sentido del humor, una de las razones para
considerar a nuestro país de los más felices del mundo. Pero también
somos crueles. Luego de la tragedia del Palacio de Justicia en noviembre
de 1985 (incendiado a raíz de la toma hecha por el grupo guerrillero
M-19 y la posterior respuesta del ejército disparando desde sus tanques de
guerra para repeler el ataque y en el que perecieron cientos de
personas), circuló una pregunta- a manera de chiste- inquietante y
macabra: “¿No vieron los juegos pirotécnicos en el Palacio de
Justicia?”. A los ocho días una avalancha, producida por la erupción del
volcán Nevado del Ruíz, sepultó a la población de Armero y a más de
25.000 de sus habitantes. No faltó el "gracioso" que dijera que en
Armero había ahora la posibilidad de sumergirse en un reparador baño de
lodo. En diciembre de 1986 un veterano de Vietnam de nombre Campo Elías
Delgado, asesinó a más de 25 personas en Bogotá -incluida su propia
madre- en un hecho conocido como “La masacre de Pozzeto”. Meses
después, apareció en un muro solitario de la capital un grafiti que
decía: “Mi mamá me mima, mi mamá me ama… Me mamé de mi mamá.
Atentamente: Campo Elías Delgado.” Por la época en la que el
narcotraficante Pablo Escobar ofrecía dos millones de pesos a quienes
mataran a un policía, muchos compatriotas comentaban al ver un grupo por
ejemplo de cinco uniformados: “hermano, mire: ahí hay diez milloncitos de
pesos reunidos”.
Hablo de gente del común, de
ciudadanos de a pie, no de figuras públicas que, gracias a su posición,
tienen la posibilidad de influir en la sociedad con sus comentarios. Por
eso no me extraña que el jueves pasado Alejandra Azcárate escribiera
una columna de opinión en la que agrede de manera infame a las gordas
del país y del mundo. No nos engañemos: estamos acostumbrados a burlamos
de los demás, a maltratarlos, a ridiculizarlos. En las redes sociales,
en las fiestas de barrio, en paseos, nos dedicamos a disparar chistes de
todo calibre que se ensañan en contra del otro. Mujeres y hombres se
trenzan en ridículas batallas a ver quién hace el comentario más ácido y
humillante hacia el género opuesto. También son víctimas los negros,
los indios, los gays; sin olvidar las peleas vergonzosas que se dan por
culpa del regionalismo: cachacos vs costeños, paisas vs caleños,
colombianos vs pastusos.
Y mientras tanto la
fiesta continúa. No importa que la alegría se apague un poco cuando
vemos que la situación real no causa risa. Cuando somos uno de los
países más desiguales del mundo y entendemos que los carnavales se
convierten en un espejismo en medio del desierto de la pobreza. Entonces
abrimos las páginas de un periódico o una revista y leemos- la mayoría
perplejos otros divertidos- a alguien que no mide sus palabras y se
dedica a mostrar su desprecio por cualquier sector de la población del
país. Indignados, llenamos espacios manifestando nuestro repudio. Nos
rasgamos las vestiduras. Tratamos de cobrar venganza utilizando, muchas
veces, un lenguaje más bajo e intolerante para criticar. Lo ideal sería
ignorar ese tipo de columnas, relegarlas al olvido y no hacerle eco a
esa forma de violencia que pretende vestirse de humor a costa de la
palabra. Eso no implica, sin embargo, que no reconozcamos que quienes
tenemos que cambiar antes somos todos nosotros.
Nunca imaginé que
llegaría a añorar a alguien que, aún
en su condición de ex presidente,
le sigue haciendo daño al país. Jamás pensé que me haría falta su actuar
pendenciero, chambón, autoritario y grosero. Juro que no estaba ni
siquiera en mis pesadillas más terribles, pero debo confesar que extraño
a Uribe. Sé que decepcionaré a más de uno. De antemano lo siento; sin
embargo tengo que ser honesto y reconocer que entre Santos y Uribe el
diablo ya escogió.
No soporto el cinismo y la hipocresía
de ninguno los dos, aunque con Uribe sabía a qué atenerme: podrían
considerarme guerrillero si no apoyaba sus delirios de pacificador del
siglo XXI, o compatriota ejemplar si detestaba a Chávez, Correa,
Piedad Córdoba, las ONGS de Derechos Humanos, Hollman Morris, entre
otros. En cambio con Santos las cosas son tan etéreas, irreales y
fantasmagóricas que sinceramente no sé en qué posición ubicarme. Y, por
los acontecimientos de la última semana, veo horrorizado que la mayoría
de los colombianos tampoco.
Uribe tenía la gracia de
amenazar por teléfono a su misterioso interlocutor con aquel sonoro y
recordado: “le voy a dar en la cara, marica”, mientras que nuestro
actual Presidente sería incapaz de proferir siquiera un “no seamos tan
pendejos”. En realidad Santos es la decencia en pasta, un gentleman
salido de otro mundo, el estadista tipo Menem (que no me odien los
argentinos, por favor), la caricia que esconde una tremenda bofetada.
Maneja los hilos del poder como prestidigitador que se respete, saca
cartas de debajo de la manga y siempre gana la partida sin inmutarse.
Muy diferente al señor Uribe, quien nos acostumbró a su delicado actuar
de matarife (con respeto a todos los matarifes) que jamás se quita su
delantal untado de sangre fresca.
A los que se quejan por
la desfachatez que mostraron los congresistas que conciliaron la famosa
“Reforma a la justicia”, debo decirles que también están confundidos.
¿Se han puesto a pensar en lo que significa lidiar con Santos y asistir a
reuniones que terminan pareciéndose a partidas de póker? Nuestros
honorables Padres de la patria siempre estarán en desventaja. ¿No ven
que ellos juegan tejo y, a lo sumo, billar a tres bandas? Hasta el pobre
Simón Gaviria se dejó hipnotizar y terminó votando a favor una reforma
que no leyó. Lo peor del asunto es que Santos, la noche de la Reforma,
se encontraba fuera del país. Entonces tendremos que aceptar que su
poder está en todas partes como el de dios.
Ahora sí
entiendo por qué los uribistas gritan: “¡Santos es un traidor!” Jamás
podrán admitir que un dandi bogotano, en un abrir y cerrar de ojos,
hubiera destronado al anterior monarca que se aferró su pedestal durante
ocho años seguidos. De ser un país dirigido por un gamonal, pasamos a
una “Tercera vía” manejada con guantes de seda y finos modales. Solo nos
quedan los primorosos trinos (que se parecen más a bramidos) de Uribe
vía Twitter para sentir su presencia. De otra manera, aquellas épocas de
garrote quedarán archivadas en el imaginario de una sociedad que, en su
momento, fue alentada por un falso nacionalismo, al tiempo que la mal
llamada zanahoria de hoy seguirá reinando en medio de la “calma chicha”
que padecemos históricamente los colombianos.
A Caracol televisión le tiene sin cuidado que se contextualice o se reflexione acerca de los hechos; al fin y al cabo lo que sucedió forma parte del pasado. Y para reforzar la necesidad de revivir esos fantasmas, apelan a la manida frase: “pueblo que olvida su historia corre el peligro de repetirla.” Un discurso que tiene como único propósito, no nos digamos mentiras, que los colombianos prendamos el mayor número de televisores posibles a la hora en que se anuncia su programa estrella: “Escobar, el patrón del mal”.
He visto los cinco capítulos de la serie, y todavía me cuesta creer que alguien piense que se trate de una estrategia cuya finalidad sea exorcizar nuestros demonios. Todos sabemos que Escobar fue malísimo; también que en su privacidad era un tipo queridísimo que daba la vida por su familia y sus amigos, que regalaba plata a las personas humildes de las comunas y que, inclusive, construyó barrios enteros y acondicionó canchas de fútbol, supuestamente, para que la juventud tuviera alternativas de esparcimiento que la alejara del vicio. Eso no significaba, sin embargo, que esos beneficiarios ignoraran que detrás de tamaña muestra de altruismo se escondía la verdadera razón: convertirlos en cómplices incondicionales de sus fechorías. No en vano muchos de esos jóvenes, adictos al fútbol, terminaron conformando los temidos grupos de sicarios al servicio de Pablo Escobar.
En la promoción de la serie el canal asegura que la intención es contar la macabra historia a partir de las víctimas. Nos sugiere con ello una especie de homenaje (muy justo y tardío, hay que reconocerlo). Lamentablemente lo que se ha mostrado, hasta ahora, es que esas victimas son- al igual que los actores que las encarnan- personajes secundarios o de reparto. Van desapareciendo sin dejar rastro y de paso nos notifican que, más allá de representar esa parte del país que no se vendió, significan obstáculos sin importancia. En lo que va corrido de la serie, los muertos a manos de "El patrón" han sido un "sapo" ecuatoriano y dos investigadores que llevaron por segunda vez a Escobar y a su primo a prisión. Quién sabe cómo serán las cosas cuando aparezcan en escena Lara Bonilla, Guillermo Cano o Luis Carlos Galán, entre otros. Ojalá les den más minuticos al aire.
Pablo Emilio Escobar Gaviria (siempre pronuncia su nombre completico en cada capítulo), con o sin serie, fue un delincuente que dejó tras de sí una leyenda y una huella imborrable. Por una u otra razón nos tocó en suerte durante tantos años vivir en una sociedad doblegada por el terror, aunque a la vez hipócrita y de doble moral que se entregó a sus caprichos. No olvidemos, por ejemplo, aquellos años ochenta del fútbol colombiano con equipos llenos de figuras de renombre internacional. Todos sabíamos que el narcotráfico se había instalado en el fútbol, aun así preferimos voltear la cabeza hacia otro lado. ¿Acaso no estuvimos a punto de organizar un mundial en Colombia?.
Ostentación y derroche fueron las características más sobresalientes de Escobar, aparte de su determinación para destruir cualquier cosa- o persona- que se le atravesara en el camino. Quizás por eso no logro entender que la ostentación y el derroche (filmada cien por ciento en exteriores, con alta tecnología, recreando fotos idénticas a Escobar y su combo, miles de extras... Mejor dicho: echaron la casa por la ventana) sean, precisamente, elementos de la marca registrada que Caracol televisión usa al vendernos un producto traqueto como la cultura que lo inspiró. Porque, qué carajos, dirán los genios creativos: “¿no ven que es una superproducción?”.
Comparto una entrevista que me hicieron del programa "Detrás de las paredes" de Radio la bemba de Argentina, dirigido por Christian Madia. Hablé sobre la situación social, política y la influencia de Uribe en nuestro país.
Las calles y avenidas que
cruzan a Bogotá se esparcen como redes sin punto de llegada o de partida. Son
rompecabezas a los que siempre les faltarán fichas; cielos estrellados al revés,
cuyas luces forman constelaciones que cambian de posición. Allí vivimos y
morimos día a día, atravesamos puertas que nos llevan del presente al futuro y
hacemos escala en ciertos callejones que nos recuerdan el principio de los
tiempos.
Reconocer, ser reconocido
y reconocerse en medio de millones de seres anónimos, convierten a las grandes
ciudades en espacios para la soledad colectiva. Los adelantos tecnológicos- con
internet a la cabeza- crean una ilusión de ruptura de distancias y fronteras.
Miles de sonidos e imágenes cruzan el espacio, pasan por nuestros sentidos y
quedan anclados en la memoria. De ahí que no sea extraño encontrar significados
de símbolos compartidos a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta; hecho que
ya no es exclusivo de la juventud. Inclusive los adultos formamos parte del
nuevo territorio en el que hasta el tiempo pareciera transcurrir de forma
distinta. Bogotá no es la excepción.
La multiplicidad de formas y expresiones le dan un aire cosmopolita. La vida
cotidiana esconde las historias de los individuos que la habitan: cada
adoquín, cada ladrillo, cada árbol, cada parque se convierte en testigo
silencioso de ese viaje sin rumbo aparente.
“La ciudad de los umbrales”
de Mario Mendoza, es el primer libro del escritor bogotano que narra la ciudad
desde sus profundidades. En medio del cemento, amparados por la complicidad de
la noche y sumergidos en esa neblina espesa de la madrugada, los personajes del
libro recorren la ciudad para desafiarla, poseerla y escapar de ella. Bogotá es
puta entre las putas, pero también última morada de cualquier NN. Huele a
incienso, algodón de azúcar, flores y, al mismo tiempo, a bazuco, licor o
marihuana. En tabernas de mala muerte, tiendas de barrio o cafés tradicionales,
se habla de lo divino o de lo humano sabiendo que, en el fondo, Bogotá se
encargará, tarde o temprano, de sentenciar el destino de quienes se atreven a
profanarla. No es una visión
fatalista. Se trata, más bien, de un juego de ilusiones, un laberinto de
espejos, el maquillaje que se escurre por culpa de la lluvia y que deja al
descubierto rostros, miradas y frustraciones.
El relato viene y va como
una de esas cometas que adornan los cielos bogotanos en el mes de agosto. En la
cola de ese cometa hay un mensaje que todos escribimos. A veces el grito
ahogado por la impotencia; otras la risa estrambótica de un payaso de circo. Finalmente
el llanto que brota al sentirnos parte de
los casi diez millones que vagan solitarias sobre el asfalto.
A nadie le gusta que le
digan la verdad de frente, mucho menos si Mario Mendoza no usa anestesia para
calmar el dolor de la herida que abre al mostrarnos las sombras que nos rodean.
Al fin y al cabo todos caminamos los mismos lugares; solo que jamás nos
detenemos a mirar o, en el peor de los casos, hacemos lo posible por desconocer
esa cara oculta.
Comencé la obra de Mario
Mendoza por “La ciudad de los umbrales”, aunque leí sus columnas en El Tiempo y
su ensayo sobre “Aura” de Carlos Fuentes. Presentí que con Mario teníamos una cita pendiente porque, entre
otras cosas, un hecho nos marcó a los dos: la masacre de Pozzeto en 1986. Y
digo nos marcó, puesto que pertenecemos a la misma generación. Más adelante lo
corroboré, el día que escuché que su libro “Satanás” había ganado el premio
novela breve de la Editorial Seix Barral de España. En esa época, 1992, estaba
lejos de imaginar que algún día mi pasión sería escribir. La vida se encargó, sin embargo, de llevarme
a ese puerto misterioso de las letras. Y
conocí a Mario en el 2007, gracias a que fui seleccionado por El Tiempo para su
proyecto “La ciudad jamás contada”. Nos hicimos amigos, empezamos a
intercambiar ideas y tuve así la oportunidad de descubrir su obra a partir del
autor.
La “Ciudad de los umbrales”
escribe y, a su vez, lee la ciudad. Son cinco amigos con diferentes visiones
del mundo, unidos por la pasión que despierta lo desconocido. En ese contexto,
Bogotá es la única protagonista, la que se encarga de tejer las puntas de ese
mapa de fronteras invisibles. La apuesta de Mario es sangrienta, sin
contemplaciones, tan arriesgada que no le será posible redondearla en una sola
entrega. Es por eso que, después de “La ciudad de los umbrales”, el autor sigue
escudriñando ese cielo plomizo de aire contaminado en “Escorpio City”, “Cobro
de sangre”, “Buda Blues” y “Apocalipsis”.
Sí Mario. Usted atravesó,
con “La ciudad de los umbrales”, esas puertas que, hasta ahora, nadie se
atrevía a abrir. Los pasadizos convergen, finalmente, en un agujero negro que
bien podría llevarnos de vuelta al pasado o al futuro. Bogotá es la misma
ciudad que nos acoge y a la que, en ocasiones, rechazamos. Es la misma capital envuelta
en el caos del siglo XXI, así aparente ser todavía la “Atenas” suramericana. La
que puede sorprendernos con un beso o un balazo en las esquinas. O Aquella
cómplice que me acompaña cuando voy con mi guitarra en tardes grises o de sol,
y de pronto me hace detener valiéndose
de una mujer, un hombre o un niño, que me suplica con la mirada perdida y
derrotada: “Señor, cánteme algo… por favor”. Luego Bogotá me guiña el ojo,
sonríe y me da la espalda, antes de soltar el inevitable aguacero desesperanzador.
El día que Pelé o Maradona abandonaron sus guayos y las canchas,
muchos dijeron con profundo pesar: “Se acabó el fútbol”. Lo mismo pudo
suceder cuando el francés Bernard Hinaut se bajó para siempre de su
bicicleta y no volvió a competir. Cada ídolo, especialmente del
deporte, tiene su cuarto de hora y, de paso, escribe una página que
queda grabada en el imaginario de toda una nación.
En
Colombia, por supuesto, sucede lo mismo. Lucho Herrera nos puso a sudar
las veces que trepó los Alpes con tal facilidad, que parecía como si los
demás ciclistas europeos cargaran -en la parte de atrás de sus
bicicletas- varias cantinas de leche recién ordeñada. Cómo olvidar los
goles de Asprilla en El Parma de Italia o los pases inverosímiles de
“El Pibe” Valderrama en El Valladolid de España y ElMontpellier
de Francia. No hace mucho nos volvimos expertos en automovilismo,
gracias al atrevimiento de Juan Pablo Montoya en las pistas mundiales;
también fanáticos del beisbol que seguíamos emocionados, por allá en
1997, las hazañas de Édgar Rentería en Los Marlins de La
Florida. Triunfos, en su mayoría individuales, producto del hambre, la
falta de oportunidades y las ansias de reconocimiento.
Antonio Cervantes Kid Pambelé, pertenece a ese pequeño grupo de
celebridades que un día nos llevaron a la cumbre de los
sueños alcanzados. Y lo hizo en los cuadriláteros, con sus puños, a
trompada viva, noqueando rivales que terminaban despatarrados, uno tras
otro, igual que las fichas de un dominó caídas en serie. Más adelante los escándalos acabaron de perfilar su leyenda, aquella
suerte de maldición que pareciera perseguir a los que desafían a la
diosa fortuna. Entonces el héroe fue desplazado de su pedestal, hasta
convertirse en una sombra, un fantasma y, por qué no, en el incómodo
espejo que refleja nuestra propia manera de ser.
“El oro y la oscuridad” es el título del libro que recoge la vida de
“Kid” Pambelé. Nada más acertado que un costeño sea, precisamente, el
encargado de contarnos esa historia, frenética y llena de matices, de
los vaivenes de un hombre al que el país nunca logrró entender. Alberto
Salcedo Ramos, escritor y periodista barranquillero, posee la herencia
de los narradores que se pasaban de boca en boca la palabra y luego la
esparcían por la región Caribe. Fiel a ese legado, se tomó el
trabajo de perseguir la leyenda del escurridizo boxeador por espacio de
dos años. Estuvo inclusive en Venezuela, patria vecina donde el púgil
comenzó en serio su exitosa carrera boxística. Y poco a poco fue tomando
anécdotas de aquí y allá; observó rostros, imágenes de calles
polvorientas, olvidadas para, finalmente, encontrarse de frente con
Pambelé. De esta manera, la polifonía de voces le dio las
herramientas necesarias a la hora de cotejar las vivencias al lado del
protagonista.
-“Siempre
que escribo este tipo de crónicas entrevisto primero a la gente que
rodea al personaje, y luego llego a él directamente”, dijo Alberto
Salcedo el día del lanzamiento de “El oro y la oscuridad” el 22 de abril
en la Feria Internacional del libro de Bogotá. Ese domingo nos
encontramos minutos antes de la presentación. El maestro Alberto Salcedo
lucía impecable, pero, curiosamente, estaba nervioso. Creía que no
asistiría mucha gente al evento, pues a esa hora no había casi nadie.
Más adelante pudo comprobar que no solo se llenó el auditorio, sino que
el cariño, la fidelidad y la admiración de sus lectores son
proporcionales a la calidez humana del escritor.
Las
páginas de “El oro y la oscuridad” estremecen y son una lección de buen
periodismo. Se siente la intensidad de los momentos dorados del deporte
colombiano- en este caso del boxeo- aunque, al mismo tiempo, la
tristeza que produce alcanzar el cielo con las manos y descender de él
en una caída vertiginosa. Alberto Salcedo nos habla a través de los que
viven en carne propia el presente de Pambelé. Y la voz del boxeador
-que si bien se escucha en cada capítulo- es más un eco nostálgico, un
murmullo apagado, arisco, de lo que ya no podrá volver a ser. De ahí que
el mismo autor confiese, sin ningún problema, la imprudencia que
cometió un día al abordar a Pambelé en uno de sus momentos de crisis. Se
salvó de una golpiza, lo admite; sin embargo mantuvo en su libro el
respeto por ese personaje, querido y odiado, que todavía no ha logrado
escapar del peso de su lejano pasado victorioso.