La iluminación no vino del cielo o de alguna de las tantas profecías
que anuncian el final de una era; tampoco de un análisis concienzudo
sobre las causas del conflicto que, necesariamente, ligan pasado,
presente y futuro; muchísimo menos del reconocimiento a la diversidad
étnica y cultural que entreteje la trama de nuestra razón de ser como
colombianos. No. La iluminación apareció, de repente, en las imágenes
que inundaron aquella mañana millones de pantallas de televisión y de
computador.
Se conocía el ultimátum que le dieron los
indígenas del Cauca al ejército en la víspera al decir, palabras más
palabas menos, “tienen plazo hasta las doce de la noche para desalojar
nuestro territorio. Si no se van los sacamos”. Además, durante la
semana, ya se habían enfrentado con los soldados. Lejos de ser un rumor,
el anuncio de los jefes del resguardo del Cauca era para tomarlo al pie
de la letra. La respuesta del Gobierno quiso mostrarse contundente. La
fuerza pública no cedería un milímetro del territorio colombiano. Ni más
faltaba que tuvieran que pedir permiso para actuar. aseguró. Sin
embargo, extrañamente, no reforzó la seguridad del área de operaciones y
dejó el mismo número de soldados protegiéndola. Entonces, el día y hora
señalados, la advertencia no se quedó en el aire, se materializó y
sucedió lo inevitable. Cerca de mil indígenas (hombres, ancianos,
mujeres, niños, muchos de ellos armados con sus bastones de mando y
otros con machetes) llegaron al cerro Berlín del municipio de Toribío en
el departamento del Cauca- donde se encontraba la base militar-
dispuestos a cumplir su palabra. Pudo ser peor. Los soldados dispararon
al aire en medio de los ánimos exaltados. Algunos militares fueron
arrastrados por la comunidad ante su negativa de salir del cerro. Otros
empujados por los indígenas quienes, ayudados por sus bastones de
mando, hicieron una especie de cerco que redujo la movilidad de la
tropa. Luego de semejante forcejeo, los militares se replegaron y
empezaron a bajar lentamente de aquel terreno controlado ahora por la
autoridad ancestral. Y mientras ellos caminaban llevando a cuestas
morrales, armamento y equipos de comunicaciones, sucedió algo
inesperado. De pronto, la única cámara que registraba los
acontecimientos, se enfocó en la expresión de impotencia, rabia y
desolación de uno de los vencidos. Mezcladas con las gotas de sudor que
bañaban su rostro y reforzando el dramatismo de la suciedad producto
del combate, gruesas lágrimas escurrían de sus ojos. Finalmente el
soldado no aguantó más y sentenció- llorando aunque sin que se le
quebrar la voz-: “Esto es muy humillante. Así no se trata a un
colombiano”.
Nuestra sociedad, machista, excluyente y
clasista, educa a los niños para que no lloren. "Las que lloran son las
niñas", nos dicen padres y madres si tenemos que afrontar circunstancias
difíciles. Pero si aquella muestra de sensibilidad, reservada como ya
anotamos sólo a las mujeres, aflora en alguien que representa la fuerza,
el pundonor y la valentía, es altamente probable que el público se
conmueva. De ahí que las lágrimas del soldado hayan sido usufructuadas
por los medios masivos de comunicación que generaron en la audiencia un
sentimiento de indignación, cuyo único propósito fue el de rodear a las
fuerzas militares. Y lograron su objetivo. Hollywood se les quedó en
pañales. Resultó más eficaz que las espantosas cifras de todos los
muertos y desplazados de la guerra. En un abrir y cerrar de ojos los
indígenas se convirtieron en terroristas y empezaron a circular en las
redes sociales fotos en las que aparecen nativos portando bombas,
fusiles e, inclusive, corriendo al lado de guerrilleros. De la nada, la
voz disidente del OPIC (Organización de Pueblos Indígenas del Cauca,
impulsada por el gobierno de Álvaro Uribe) declaró, a los cuatro
vientos, que ellos son los verdaderos y perseguidos líderes indígenas.
La prensa, hablada y escrita, tomó partido sin pudor alguno y varios
directores de noticieros le hicieron la encerrona a los nuevos enemigos
en entrevistas que parecían más interrogatorios. Comentarios en los
muros de facebook, twitter o blogs, formaron una peligrosa bola de nieve
que llevaba consigo desde arengas que pedían la renuncia de Santos,
pasando por la conformación de una Asamblea Nacional Constituyente que
salvara al país del desmadre, hasta la “amable” exhortación a los
soldados para que cogieran a bala a los revoltosos.No faltó el que, en
el colmo de la exitación, reclamara que subiera al poder un militar con
los pantalones bien puestos que ordenara la casa. En fin,
manisfestaciones destempladas consecuencia de la manipulación ejercida
por el poder mediático que no posibilita reflexiones.
Desde
ese instante no dejan de perseguirme ciertas inquietudes. Si en la
mañana de los hechos del cerro Berlín hubo una cámara que lo filmó todo,
¿por qué al otro día, cuando el ESMAD recuperó el dominio de la zona
(con saldo de 23 indígenas heridos), no hay registro en imágenes del
operativo? ¿Será que los altos mandos militares- y el mismo Presidente
Santos- sabiendo de ante mano lo que sucedería, permitieron que pasara
lo que pasó? Imagino que los dueños de los medios masivos de
comunicación, y muchos periodistas, se frotaron las manos con las
imágenes que tenían en su poder y que, posteriormente, emitieron en sus
respectivos canales de televisión. De esta manera, antes de la fiesta
patria del 20 de julio (vaya coincidencia), consiguieron que los
colombianos, en buen número y llenos de fervor patrio, cerraran filas en
contra de los ¿violentos? y en favor del ejército. De paso redujeron la
problemática de los indígenas y campesinos que viven en el Cauca, a una
simple operación matemática en la que no hay sumas sino restas: son
buenos si están con el Gobierno o malos si se atreven a desafiar a un
poder que, por más legítimo que sea, hace presencia, de vez en cuando,
solamente con las armas del Estado.
Ya te están cobrando cara tu dignidad, hermano indígena. De
auxiliador de la guerrilla y narcoterrorista no te bajan. Inclusive hay
voces que piden un bombardeo a tus tierras, una lluvia de metralla, un
ciclón de granadas que borre de una vez las señales de tu presencia. Al
medio día pasaron las imágenes de tu lucha a través de la televisión.
Mujeres, hombres, ancianos y niños de tu comunidad llegaron con sus
bastones de mando a desalojar a los militares para que se llevaran lejos
sus armas. No más atropellos, exigías. Basta de ser tratados como
fichas de ajedrez cuando, en realidad, tú y los tuyos son los dueños de
las montañas, de los ríos, de lo que les rodea. Lo mismo hiciste ayer.
Supe que más de mil subieron a enfrentar también a la guerrilla. Solo
que ahí no hubo nadie que lo registrara.
Hermano indígena,
perdóname. Acá en la ciudad nuestros problemas son otros. También hay
violencia, pero fruto de este sistema económico que nos volvió egoístas y
guardianes feroces de las pocas o muchas cosas materiales que poseemos.
La guerra sucede por allá, en regiones apartadas, en aquellos lugares
de la geografía nacional con los que no nos identificamos. Igual la
gente toma partido en la comodidad de su casa. Piden mano dura,
vociferan que hay que acabarlos, ni más faltaba que semejantes piojosos
y patirrajados desafíen al glorioso ejército. Entonces emerge de nuevo
ese falso nacionalismo que, en altas y prolongadas dosis, nos vendió
cierto ex presidente durante ocho años seguidos. No importa que sea
contra ti, hermano indígena. Acá estamos acostumbrados a juzgar, señalar
y sacrificar por cualquier motivo.
Mientras tanto, como
hace más de quinientos años, regresan los despojadores. Vienen
persignándose, oliendo a incienso, rezando el rosario, anunciando la
salvación que traen los versículos de la Biblia. Son los buenos, hermano
indígena. Qué le vamos a hacer. Se sienten con el derecho y la
autoridad divina de decidir quién vive o quién muere. Creo que ya
conoces perfectamente la historia. Por eso te pido, humildemente,
perdón. Debería estar a tu lado combatiendo, sin embargo soy un
cobarde. Y sé que mis palabras jamás serán suficientes ni alcanzarán
para proteger tu vida.
En el 2007, Bogotá fue nombrada Capital mundial del libro y el periódico El Tiempo se unió a la celebración con el proyecto La ciudad jamás contada. Tuve el honor de formar parte de esa iniciativa liderada por Marina Valencia y fui uno de los seleccionados para escribir una historia que hablara de la ciudad. Por esa época trabajaba en un servicio de información telefónica llamado 113. La escritora Yolanda Reyes me acompañó en el proceso de creación del relato. Hoy, después de tantos años, quiero compartirlo de nuevo, pues se trató de mi primera publicación y el comienzo en esta pasión por la escritura. Al final hay un texto del Maestro Jesús Martín Barbero, conocedor, estudioso y refrente en cuanto a la cultura popular, la filosofía y los medios se refiere. Él fue asesor conceptual del La ciudad jamás contada.
Juego de identidades: habla Carlos, ¿en qué le puedo colaborar?
Me acomodo la diadema y el audífono, enciendo el computador con mi clave personal y quedo conectado al palpitar de Bogotá. Se trata de un ritual que comparto con mis compañeros en este espacio donde la tecnología parece apropiarse hasta de la vida. Sin embargo el ritmo de la respiración, de las palabras, de los sonidos y aun de las sorpresas, sobresale finalmente entre la maraña de cables y aparatos.
–¡SEÑOR AGENTE! Necesito urgentemente una patrulla.
–Está comunicado con el 113. Le colaboro con el número telefónico de la policía.
–¿Usted no es agente? ¿Esa no es la policía?
-No señor, NO SOY AGENTE DE POLICÍA. Habla Carlos, información telefónica.
–Llevo horas marcando y pensé que por fin me había entrado la llamada. De todas formas, gracias, SEÑOR AGENTE.
–SEÑORITA, ¿ahí es información?
–Si señora, pero habla CARLOS, ¿en qué le puedo colaborar?
–¿Me puede ayudar con los trámites para el Sisbén, SEÑORITA?
–Con mucho gusto señora, ya le informamos
–Gracias SEÑORITA, es usted muy amable.
¡Señorita!...Sonrío al verme con vestido de paño gris y corbata azul. En la tercera fila, Adriana me lanza un beso. Los gestos son el lenguaje cotidiano del 113: palmadas al aire, ceños fruncidos, sonrisas de complicidad, señales de desespero... No estamos quietos, pese a permanecer largas horas aferrados a una máquina.
–¡Carlos, no veo los platillos voladores!
–¿Platillos voladores?
–No los veo por ninguna parte… ¿Acaso no hablé con usted hace unos segundos?
–A esta hora trabajamos cuarenta personas. Seguro lo atendió un compañero.
–Pues su compañero me dio la dirección del restaurante Platillos Voladores y no he podido encontrarla aquí en Cali.
Me levanto para dar con el “responsable” de la confusión y aprovecho para estirar las piernas. Le cuento a Andrés, en el puesto contiguo, el diálogo que acabo de tener. “Loco, todos estamos locos” dice, antes de que el pitico de la próxima llamada nos desplace de nuevo a orillas opuestas.
–Carlos, número telefónico de Sándwich Ibérica.
– Señor, no me registra esa razón social en la base de datos.
–Si hace unos días me dieron el número… ¿Está escribiendo bien la palabra sándwich?
–Señor, escribo s-a-n-d…
–Un momento: esa voz me suena conocida. ¿Usted no es Carlos Rojas, el que vive en Los Alcázares?...Huevón, habla con Álvaro Campo. Es increíble ¿Qué hace ahí?
–Trabajando (supongo).
¿Quién soy? ¿El agente, la señorita, mi compañero o Carlos, el que vive en los Alcázares? Quizás cada uno de ellos o ninguno. Soy la voz de un ser anónimo que se esparce en medio de la cotidianidad de la ciudad.
Una mañana casi normal
–Habla Carlos. ¿En qué le puedo colaborar?
–Mi cielo: ¿me dices qué horas son?
–Con gusto: son las 8:45 de la mañana, señora.
–Déme el resultado de las loterías jugadas ayer…El teléfono del Terminal...el de la Notaría 15...el de Codensa, el de la Procuraduría…Caballero, Notaría Octava...Señor, La Empresa de Energía.
–Carlos, se acabó de ir la luz ¿Tienes el número de la energía?
–Comuníquese al 115 señor.
–Sandra, ¿te han entrado llamadas pidiendo el teléfono de Codensa?
–En la última media hora como veinte, ¡de todo el país!
MUCHACHOS, RECORTEMOS EL SALUDO. HAY 100 LLAMADAS EN ESPERA.
–Mijo, ¿Sabes a qué hora llega la luz? Llevo rato llamando a Codensa y suena ocupado
–Le colaboro con un conmutador, ya le informamos.
–¿Me das un teléfono de la energía que no sea el 115? Pero dímelo tú. Detesto esa maquinita, no le entiendo nada.
–Con gusto señora, el número es…
–Espérame un momento, no tengo esfero.
LES RECUERDO, SEAMOS BREVES. HAY UNA EMERGENCIA CON LA LUZ Y 120 LLAMADAS EN ESPERA.
–Ya volví, dime el teléfono…Ahora esta vaina no escribeeee. Espérame otro momento.
–Regresé Carlitos. Dame el teléfono de una vez, estoy preocupada por la ida de la luz.
UTILICEN EL COMUNICADO DE LA EMPRESA DE ENERGÍA QUE ACABAMOS DE GRABAR.
–¿Qué pasó?
–Disculpe señor, ¿qué pasó de qué?
–¿No está enterado que se fue la luz? Necesito saber QUÉ PASÓ.
LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA QUE SE PRESENTÓ UNA FALLA A NIVEL NACIONAL. ESTAMOS TRABAJANDO PARA REESTABLECER, EN EL MENOR TIEMPO POSIBLE, EL FLUÍDO ELÉCTRICO. LOS NÚMEROS DE ATENCIÓN AL CLIENTE SE ENCUENTRAN BLOQUEADOS.
–Me quedé encerrado en un cajero.
–¿De qué banco, señor?
–Ya abrió, gracias.
–Niño, ¿Cuándo llega la luz? LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA QUE…..
MUCHACHOS, REVISEN SUS DESCANSOS, SE MODIFICARON.
–Hola Carlos, ¿es grave el daño de la luz? Patricia, en Bucaramanga.
–Ya le informamos. LA EMPRESA DE ENERGÍA INFORMA…
–Papito, teléfono de la energía.
LA EMPRESA DE ENERGÍA…
–Caballero, Notaría 15, por favor.
LA EMPRESA DE ENER...
–Carlos, no me pases la grabación. Sólo quiero saber: ¿Fue un atentado terrorista en alguna torre de energía?
–Señora, solamente tenemos la información que ya escuchó.
–Sin grabación por favor. ¿A qué hora llega la luz? ¿Fue la guerrilla?
–Lo siento, sólo puedo darle la información del audio.
–Se me van a derretir los helados y ya casi salen los alumnos del colegio. ¿Qué hago?
–Con gusto, ya le informamos
–El teléfono de un restaurante chino que tenga domicilios (…) Amigo, el teléfono del Banco de la República.
–Habla Carlos. ¿En qué le puedo colaborar?
–Gracias. Solamente llamaba para decirte que ya llegó la luz.
Mapa polifónico de Bogotá… (al atardecer)
Como decimos en el 113, ¡llegó la hora feliz!...Me desconecto, paso de puesto en puesto a despedirme de mis compañeros y guardo diadema, auricular y botella de agua. Jacqueline me espera en la calle con tinto y cigarrillo. Nos reímos un rato y luego cojo el bus para la casa.
Un Renault 4, quizás modelo 86, está inmóvil en el centro de la avenida El Dorado y genera un monumental trancón. Es la primera imagen “real” que recojo después del trabajo, todavía acompañado por el eco de las voces…Carlos, ¿cómo hago para sacarle los gases a mi carro? Déle unas palmaditas al carburador, recuerdo que fue mi respuesta interior, al tiempo que lo enviaba a la grabación con los datos de la revisión tecnomecánica obligatoria. Después del embotellamiento, aparece la estructura silenciosa de la Registraduría Nacional del Estado Civil. Por ninguna parte veo el monólogo interminable de ciudadanos que acuden a sus trámites de rigor… Señor, se lo suplico. ¿No tiene otro teléfono para el cambio de cédula? En los que me dieron, nadie contesta y necesito urgentemente la cita porque salgo del país. Me limito a decirle a la señora que lo siento, que sólo disponemos de esos números. Apuesto a que, al igual que ella, muchos preferirían permanecer a la intemperie, bajo las inclemencias del sol o la lluvia, con tal de sobrellevar la tormentosa espera junto a los demás y no en la soledad de esa nueva “fila virtual”, telefónica. Habría que elaborar el “Catálogo de los números imposibles”, de tres, siete y hasta diez dígitos, inventados con el noble propósito de facilitar la vida, aunque - seamos honestos- no hacen más que enredarla.
Un cortejo fúnebre me saca de mis reflexiones. La camioneta negra, con corona de flores, cinta morada y el nombre del difunto, va de occidente a oriente, seguida de una docena de carros... Hágame un favor, necesito el número del sitio a donde llevan a los muertos. Con gusto, ¿a cuál cementerio se refiere?? No, cementerio no; a donde los llevan antes. Entonces, debe ser a la funeraria. No, antes de la funeraria. Disculpe, no comprendo. ¿Será Medicina Legal?… Eso, Medicina Legal. Otra sonrisa, y la marcha del último adiós se aleja. La tienda de antigüedades pasa en contravía, al cruzar por el sector de Galerías: objetos de todo tipo, mercado de lo que ya no se usa, museo de lo cotidiano. Carlos, necesito un favor muy especial. No sé cómo explicarte. Estoy montando una obra de teatro. ¿Viste la serie Mi Bella Genio? Pues busco la botellita en la que se metía la Bella Genio. Dicen que es de origen egipcio ¿En qué lugar puedo encontrarla?
¿Cómo saberlo?...Mi trayecto está a punto de finalizar, y este es solamente un fragmento del mapa de Bogotá. Seguramente, a esta misma hora o más tarde, Johana, una de mis compañeras más queridas, irá para el sur. Allí le hablará el rumor capitalino y recordará la voz que le solicitó en tono firme: Niña, el teléfono de un jeroglífico.¿Jeroglífico, señor? Bueno, de un matadero. ¿Se refiere a un frigorífico?.. Matadero, frigorífico, pero me entendió, ¿o no? Si señor, entendí perfectamente. Ya le informamos. Cada uno de nosotros guarda en la memoria el trazo del mapa capitalino, representado en el laberinto polifónico de sus habitantes: ¿Podría indicarme de qué manera se deben tocar las campanas en la iglesia para la protesta en contra del secuestro del medio día: fúnebres, de invitación a misa o festivas?
Me bajo del bus y atravieso el parque. Tengo una pila de ropa por lavar, recuerdo, y murmuro: “No hay más remedio, tocará silenciarla”. Prendo el equipo, me dejo llevar por la poesía de Silvio Rodríguez y abro la puerta de mi oasis personal: la escritura.
Clamores de la noche bogotana
Me recomendaron traer suéter y comida ligera y me dijeron que por café no me preocupara: que en la maquinita del Contact Center había suficiente para sobrellevar la trasnochada. (Trasnochar, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, significa “pasar la noche, o gran parte de ella, velando o sin dormir o pasarla en un lugar distinto del propio domicilio”). Cualquiera que sea la acepción, lo cierto es que el 113 está prácticamente solo. A medianoche salió el último taxi con los agentes de información telefónica y ahora quedamos Claudia, Juan y yo. Tengo un crucigrama que comencé a llenar por la tarde. Una palabra de nueve letras, ¿será trasnochar?
Carlos, una licorera con servicio a domicilio… Claudia, no tengo hielo para el whisky. ¿Dónde puedo conseguir y que me lo traigan? Juan me aconseja grabar en el sistema el lugar más solicitado para llevar los encargos de la rumba bogotana. “Manténgase relajado Carlitos” me dice Claudia, aunque aquel estado ideal contrasta con el relajo de nuestra capital. Carlos, ¿acaba de temblar, o estoy muy borracho? Juan, necesito conseguir una de esas niñas que salen de un pastel. Es para una despedida de soltero... Claudia,¿sabes de un motel para lesbianas? Me registran moteles en general. Le colaboro con un teléfono.
Saco del maletín unas galletas que ofrezco a mis colegas. Le faltó la mermelada, Carlitos, reprocha Juan al recibir la galletica de sal, y nos ofrece gaseosa. No le dé más a Juan, dice Claudia, y regresa con empanadas. Son casi las 2 de la madrugada. Luego de estar de pie un buen rato, recuerdo el crucigrama. Entre llamada y llamada, voy llenando espacios en blanco. Sal del ácido cianhídrico, siete letras. Carlos, ¿dónde consigo cianuro? Señora, en la base de datos no me registra nada relacionado con cianuro. Un laboratorio, cualquiera, por favor, donde me contesten. Ya le informamos, pero no le aseguro que la atiendan a esta hora. Claudia, el teléfono de los Buscamaridos. ¿Buscamaridos? Sí, alguien que siga a mi marido para ver en qué pasos anda…Le doy el número de una Agencia de Detectives detectives Privados.
Uno que otro chiste ameniza la velada. Dejo el crucigrama, me pongo el saco de lana y cabeceo. Cada cinco minutos entra otra llamada y el sueño empieza a pasar factura. Juan, ¿en dónde denuncio el robo de un caballo? Estaba recogiendo basura en Fontibón y me robaron el animal… Marque el 123…Carlos, el número del tránsito. Hay un accidente en la Calera. Con gusto. Marque el 123 desde fijo o celular. Claudia, emburundangaron a mi hijo...
Tres de la mañana. De repente el rostro de Claudia se transforma: usa el altavoz de su teléfono para que escuchemos: “No me toquen…¡Auxilio!".. Y se corta la comunicación. Claudia llora contando los pormenores: la mujer gritó que la iban a violar. Le dije que se comunicara con la policía, pero ella no puede, ¡qué va a poder! Le pregunté en dónde estaba y respondió que veía rocas y arena y que estaba muy oscuro. Que la llevaron en moto y que veía a Bogotá, parece que en una loma.
Aunque a ninguno de los tres nos importan los demás usuarios, los requerimientos continúan y no podemos dejar de pensar en aquel drama. Diez minutos después, Claudia vuelve a poner el altavoz y ahí está nuevamente la mujer: Ayúdeme. Los tipos están muy pasados y me les volé. Alcanzo a ver la luz de una casa, no encuentro mis zapatos. Trate de ir hacia allá, insiste Claudia, trate de encontrar alguna señal, el número de una calle. Al menos pida que la ubiquen, una dirección, algo. Seguimos ahí, sin poder hacer nada, y la oímos golpear una puerta y gritar desesperada que la ayuden. Una voz masculina dice Calle 163, en la loma. Juan se desconecta y toma el teléfono para llamar a la policía. La línea parece congestionada; por muy 113, a nosotros también nos pasa: a veces nadie responde. Claudia vive cerca del sector, sabe que allí están las canteras y, ante la imposibilidad de comunicarse con la policía, llama a su marido para rogarle que vaya al CAI de Villa Nydia, en la 163. La llamada se pierde definitivamente.
Carlos, una ambulancia, ¡de vida o muerte! Comuníquese al 123…Juan, el teléfono del Mariachi Internacional. No me registra; si gusta, le colaboro con otro. No gracias, quiero ése, el que sale en la “Hija del Mariachi”. Me parece el colmo que no lo tengan. Carlos, busco un show de strip tease masculino. Mi mamá está de cumpleaños y quiero regalarle algo diferente. Permítame, verifico. Espera Carlos…¿cuántos años tienes?¿No te le medirías? ¿A qué horas sales? Puedo pasar a recogerte.
Amanece: la ciudad retoma el ritmo diario, pese a que jamás duerme. No terminé el crucigrama y la mitad de las galletas quedan en el paquete. Seis de la mañana: ha terminado la “película” de la noche bogotana. Y no falta la típica llamada: un señor pregunta por una notaría 24 horas… y con servicio a domicilio.
Confesiones de un soñador
Carlos, felicitaciones. Fue seleccionado para formar parte de “La ciudad jamás contada”. No podía creerlo. Me caracterizo por una irremediable falta de confianza en mí. Hace algunos años participé en dos concursos del Ministerio de Cultura: de crónica y de cuento. No pasó nada, ni siquiera una voz de aliento. Ahora, con ese reconocimiento, me llené de ilusiones. Me veía escribiendo una columna o lanzando mi primer libro. Luego viajaría para compartir mis sueños y aprender del mundo… Crecer, conocer, compartir…. Carlos, un número en el que atiendan a los desplazados… Señor, ¿Conoce el Banco de los Pobres, ése que llaman el de las oportunidades?
Anoche escudriñé mi rostro en las fotos mías que sacaron en el periódico y confieso que me sentí viejo. Me di cuenta de que el tiempo pasa muy rápido. Sentí nostalgia, pero a la vez comprendí que había logrado algo que valía la pena. Gané más de lo que podía esperar. Tuve la fortuna de compartir esta aventura literaria con una escritora que siempre tuvo palabras de aliento para mí. Por ahí leí una frase, tal vez oriental, que dice –más o menos–: “Si quieres controlar a tu oveja, regálale un espacio amplio, ilimitado” Precisamente eso fue lo que ella hizo. Dejó que corriera, saltara, arriesgara. Sabía que siempre podía contar con ella, lo que permitió que las ideas fluyeran al conectarme con esa libertad. Convencido de mis posibilidades, estoy absolutamente seguro de que aprendí muchísimo en estos dos meses. Tal vez por eso es este temor a que todo vuelva a ser como antes. Me encantaba el vacío en el estómago cuando, sentado al frente del computador o la hoja en blanco, no conseguía hilvanar una frase coherente; entonces leía a Gianni Rodari, autor que conocí gracias a mi acompañante, y trataba de hacer un “Binomio fantástico”, para jugar con las palabras. Luego, como por arte de magia, la pluma o el teclado se deslizaban, dejando las huellas de una nueva “historia loca” del 113.
Tampoco olvidaré que, durante esos días, mis compañeros de trabajo me buscaban para decirme: Carlos, le tengo una llamada para su escrito…Carlos, hable del calor insoportable que hace aquí. Inclusive alguien me bautizó “el Andrés López” del 113”. (¿Será por lo gordo?) En fin, hay mucho para contar, pero solo quiero dejar, en palabras de Silvio Rodríguez, lo que significó para mí “La ciudad jamás contada”: “Si me dijeran, pide un deseo, preferiría un rabo de nube…”
Y eso fue lo que representó: un hermoso rabo de nube.
Catálogo de preguntas difíciles
-¿Cómo hago para reinsertar a un mico?
- Disculpe,señor ¿para reinsertar a un milico?
- No, a un mico:para devolverlo a su hábitat natural.
- Con gusto, ya le informamos el número de la Sociedad Protectora de Animales.
-Tenga la bondad de darme el teléfono de la iglesia de los químicos.
- ¿La iglesia de los químicos?... ¿Se trata de alguna congregación evangélica, cristiana o algo por el estilo?
-¡Cómo se le ocurre! Es católica, apostólica y romana. La de la calle 130 con carrera 80.
El sistema procesa la información y en letras que huelen a incienso aparece la Parroquia de los Santos Mártires Gervasio y Protasio. No me queda más remedio que arrodillarme y, respetuosamente, decir amén.
El 113: la ciudad de soledades a domicilio
por Jesús Martín Barbero.
La ciudad tráfico, Bogotá entre ellas, está hecha para moverse, y a mayor velocidad, mejor, está hecha para circular y no para encontrarse. Son ciudades de vías rápidas y encuentros cortos en centros comerciales, ciudades en las cuales el espacio público no se habita y las plazas y los parques entran en desuso. Esta ciudad tiene mucho miedo y lo enfrenta conectándose a la televisión, por teléfono o tecnológicamente con alguien anónimo. En Bogotá, tecnología y soledad, andan solas en la ciudad del 113. Unas voces crean una ciudad conectada desde la urgencia de sus necesidades y el grito de sus soledades, a través de un número de teléfono. El 113 es el punto de confluencia de la ciudad de la velocidad que busca información rápida y respuestas funcionales.
En el puzzle que viene imaginando La Ciudad Jamás Contada, el 113 es una experiencia urbana exigida por el tamaño y extensión de la ciudad y por la tramitomania, pero todo ello con un cierto tono bogotano de tomarse hasta lo más instrumental con humor. Un relato que documenta el punto de vista relajado y agudo con el que mira Bogotá desde sus voces más anónimas. Hablarle a una voz sin rostro hace surgir la ciudad delirante, esa que se mueve entre lo mágico lo moderno y lo perplejo. El 113 nos recuerda esa ciudad de millones de "soledades anónimas" conectadas por una tecnología que "parece apropiarse de la vida, aunque "a veces nadie responda". El número cuenta para los bogotanos (cuando lo llaman), cuenta sus modos de escuchar (cuando se lo permite La Ciudad Jamás Contada), cuenta cuando escribe los encuentros con su cotidianidad. ¿Qué cuenta el 113? La anónima ciudad que escucha diariamente Carlos Eduardo Rojas disfrazado de contestador automático.
Los colombianos nos
caracterizamos por un agudo sentido del humor, una de las razones para
considerar a nuestro país de los más felices del mundo. Pero también
somos crueles. Luego de la tragedia del Palacio de Justicia en noviembre
de 1985 (incendiado a raíz de la toma hecha por el grupo guerrillero
M-19 y la posterior respuesta del ejército disparando desde sus tanques de
guerra para repeler el ataque y en el que perecieron cientos de
personas), circuló una pregunta- a manera de chiste- inquietante y
macabra: “¿No vieron los juegos pirotécnicos en el Palacio de
Justicia?”. A los ocho días una avalancha, producida por la erupción del
volcán Nevado del Ruíz, sepultó a la población de Armero y a más de
25.000 de sus habitantes. No faltó el "gracioso" que dijera que en
Armero había ahora la posibilidad de sumergirse en un reparador baño de
lodo. En diciembre de 1986 un veterano de Vietnam de nombre Campo Elías
Delgado, asesinó a más de 25 personas en Bogotá -incluida su propia
madre- en un hecho conocido como “La masacre de Pozzeto”. Meses
después, apareció en un muro solitario de la capital un grafiti que
decía: “Mi mamá me mima, mi mamá me ama… Me mamé de mi mamá.
Atentamente: Campo Elías Delgado.” Por la época en la que el
narcotraficante Pablo Escobar ofrecía dos millones de pesos a quienes
mataran a un policía, muchos compatriotas comentaban al ver un grupo por
ejemplo de cinco uniformados: “hermano, mire: ahí hay diez milloncitos de
pesos reunidos”.
Hablo de gente del común, de
ciudadanos de a pie, no de figuras públicas que, gracias a su posición,
tienen la posibilidad de influir en la sociedad con sus comentarios. Por
eso no me extraña que el jueves pasado Alejandra Azcárate escribiera
una columna de opinión en la que agrede de manera infame a las gordas
del país y del mundo. No nos engañemos: estamos acostumbrados a burlamos
de los demás, a maltratarlos, a ridiculizarlos. En las redes sociales,
en las fiestas de barrio, en paseos, nos dedicamos a disparar chistes de
todo calibre que se ensañan en contra del otro. Mujeres y hombres se
trenzan en ridículas batallas a ver quién hace el comentario más ácido y
humillante hacia el género opuesto. También son víctimas los negros,
los indios, los gays; sin olvidar las peleas vergonzosas que se dan por
culpa del regionalismo: cachacos vs costeños, paisas vs caleños,
colombianos vs pastusos.
Y mientras tanto la
fiesta continúa. No importa que la alegría se apague un poco cuando
vemos que la situación real no causa risa. Cuando somos uno de los
países más desiguales del mundo y entendemos que los carnavales se
convierten en un espejismo en medio del desierto de la pobreza. Entonces
abrimos las páginas de un periódico o una revista y leemos- la mayoría
perplejos otros divertidos- a alguien que no mide sus palabras y se
dedica a mostrar su desprecio por cualquier sector de la población del
país. Indignados, llenamos espacios manifestando nuestro repudio. Nos
rasgamos las vestiduras. Tratamos de cobrar venganza utilizando, muchas
veces, un lenguaje más bajo e intolerante para criticar. Lo ideal sería
ignorar ese tipo de columnas, relegarlas al olvido y no hacerle eco a
esa forma de violencia que pretende vestirse de humor a costa de la
palabra. Eso no implica, sin embargo, que no reconozcamos que quienes
tenemos que cambiar antes somos todos nosotros.