domingo, abril 20, 2014

Macondo, amor a primera vista


Se llega a libros y autores por caminos tan curiosos que, en últimas,  aprendí a ser paciente; en algún momento tendré en mis manos la obra de aquel escritor que todavía me hace falta por leer. Así me pasó con “Cien años de Soledad” de Gabriel García Márquez.  Cuando se suponía que debía leer esa obra en cuarto de bachillerato (hoy noveno) algo me alejó siempre de quedar atrapado en sus letras. Primero, cierta presión. Sí, lo reconozco, casi todos mis familiares (padres, tíos, primos) me alertaron sobre lo “ladrilludo” que era ese libro. Y para comprobarlo me invitaban a ver el número de hojas que lo componían. En realidad eran muchas para mí en ese instante. La verdad no me consideraba un buen lector, entonces opté por seguir los sabios consejos de la mayoría y dejé “Cien años de soledad” archivada entre las obras que nadie busca. Otro argumento del que se valieron mis allegados era aún más extraño: “Ese señor escribe muchas groserías, es insoportable”. Nunca comprendí en qué consistía ese problema. Al fin y al cabo García Márquez es costeño y se supone que la obra le hace un homenaje a la narración oral, esa que pasa de boca en boca y de generación en generación. Mis dudas no lograron, sin embargo, que me interesara en leerlo. De nuevo ganaron esos “acertados” consejos de quienes ya conocían, de pe a pa, el esquivo libro que no me atrevía ni siquiera a ojear.  Pero como Gabo es también periodista, en 1985 publicó un libro llamado “La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile”. Con ese sí me animé. Se trataba de la crónica sobre un director de cine chileno exiliado, Miguel Littín, y cómo logró entrar a filmar a Chile en plena dictadura de Pinochet. Años después, en 1989, aparece “El general en su laberinto”, historia que habla de aquel Bolívar en decadencia, olvidado y sin vestigios de las glorias del pasado. Luego leí sus “Doce cuentos peregrinos” y otros que escribió en El Espectador en sus primeras épocas. 

Tuve que esperar bastante tiempo, hasta que llegó el día señalado. En 1996 fui invitado por una tía a la Feria del Libro de Bogotá. Visitamos los pabellones, recibimos la información acerca de las novedades literarias y antes de salir mi tía me preguntó: ¿Quiere algún libro? Recuerdo que estábamos en el pabellón de la Panamericana y allí era posible conseguir  ediciones populares de grandes obras de la literatura universal. No tuve que pensarlo dos veces. En la primera fila encontré, en uno de los estantes, “Cien años de soledad”, por supuesto en versión popular, y le dije a mi tía que me lo regalara. Salimos de Corferias, me fui a mi casa y de inmediato lo abrí. Leí sin pestañear tres horas seguidas, algo extraordinario en un perezoso como yo. Me cautivó desde la primera frase, me enamoró en el transcurso esa historia fantástica y no pude soltarlo los cinco días siguientes.  Pero, sobre todo, me impresionó Macondo, un lugar sin límites precisos que pareciera construido en el aire; se me antojó el espejo en el que debemos mirarnos los latinoamericanos. Y cada personaje podría ser el reverso o el negativo de una fotografía que está por tomarse.  Macondo es, pues, el mejor escenario para echar a volar la imaginación en cualquier época del año. Un territorio en el que amor y soledad van de la mano. No importa si la peste del olvido se toma al pueblo y hace que sus habitantes terminen vagando sin pasado, presente o futuro. Tampoco el diluvio que estremeció a Macondo y sus alrededores y que le cambió para siempre la vida a todo el mundo. Ahora es un lugar más entrañable;  un puente por decirlo de alguna manera, el lazo que une lo real con lo irreal. 

Conocedores de la obra de Gabo insisten en relacionar aquella geografía de los sueños con su natal Aracataca. Puede ser, supongo que el pueblo donde nació Gabriel García Márquez le regaló una que otra característica. Lo único claro para mí es que hoy debe haber tremendo carnaval allá. Alguna vez el Papa Juan Pablo II, aseguró que cielo e infierno, más que territorios físicos, eran estados del alma. Gabo se nos fue y, seguramente, irá a parar al paraíso, es decir, a su cielo propio: Macondo. Un pueblo universal  que, gracias a él, esta lleno de mariposas y flores amarillas.