domingo, mayo 27, 2012

Un recorrido por “La ciudad de los umbrales”




Las calles y avenidas que cruzan a Bogotá se esparcen como redes sin punto de llegada o de partida. Son rompecabezas a los que siempre les faltarán fichas; cielos estrellados al revés, cuyas luces forman constelaciones que cambian de posición. Allí vivimos y morimos día a día, atravesamos puertas que nos llevan del presente al futuro y hacemos escala en ciertos callejones que nos recuerdan el principio de los tiempos.  

Reconocer, ser reconocido y reconocerse en medio de millones de seres anónimos, convierten a las grandes ciudades en espacios para la soledad colectiva. Los adelantos tecnológicos- con internet a la cabeza- crean una ilusión de ruptura de distancias y fronteras. Miles de sonidos e imágenes cruzan el espacio, pasan por nuestros sentidos y quedan anclados en la memoria. De ahí que no sea extraño encontrar significados de símbolos compartidos a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta; hecho que ya no es exclusivo de la juventud. Inclusive los adultos formamos parte del nuevo territorio en el que hasta el tiempo pareciera transcurrir de forma distinta. Bogotá no es la excepción. La multiplicidad de formas y expresiones le dan un aire cosmopolita. La vida cotidiana esconde las historias de los individuos que la habitan: cada adoquín, cada ladrillo, cada árbol, cada parque se convierte en testigo silencioso de ese viaje sin rumbo aparente.

“La ciudad de los umbrales” de Mario Mendoza, es el primer libro del escritor bogotano que narra la ciudad desde sus profundidades. En medio del cemento, amparados por la complicidad de la noche y sumergidos en esa neblina espesa de la madrugada, los personajes del libro recorren la ciudad para desafiarla, poseerla y escapar de ella. Bogotá es puta entre las putas, pero también última morada de cualquier NN. Huele a incienso, algodón de azúcar, flores y, al mismo tiempo, a bazuco, licor o marihuana. En tabernas de mala muerte, tiendas de barrio o cafés tradicionales, se habla de lo divino o de lo humano sabiendo que, en el fondo, Bogotá se encargará, tarde o temprano, de sentenciar el destino de quienes se atreven a profanarla. No es una visión fatalista. Se trata, más bien, de un juego de ilusiones, un laberinto de espejos, el maquillaje que se escurre por culpa de la lluvia y que deja al descubierto rostros, miradas y frustraciones. 

El relato viene y va como una de esas cometas que adornan los cielos bogotanos en el mes de agosto. En la cola de ese cometa hay un mensaje que todos escribimos. A veces el grito ahogado por la impotencia; otras la risa estrambótica de un payaso de circo. Finalmente el llanto que brota al sentirnos  parte de los casi diez millones que vagan solitarias sobre el asfalto. 

A nadie le gusta que le digan la verdad de frente, mucho menos si Mario Mendoza no usa anestesia para calmar el dolor de la herida que abre al mostrarnos las sombras que nos rodean. Al fin y al cabo todos caminamos los mismos lugares; solo que jamás nos detenemos a mirar o, en el peor de los casos, hacemos lo posible por desconocer esa cara oculta.

Comencé la obra de Mario Mendoza por “La ciudad de los umbrales”, aunque leí sus columnas en El Tiempo y su ensayo sobre “Aura” de Carlos Fuentes. Presentí que con Mario teníamos una cita pendiente porque, entre otras cosas, un hecho nos marcó a los dos: la masacre de Pozzeto en 1986. Y digo nos marcó, puesto que pertenecemos a la misma generación. Más adelante lo corroboré, el día que escuché que su libro “Satanás” había ganado el premio novela breve de la Editorial Seix Barral de España. En esa época, 1992, estaba lejos de imaginar que algún día mi pasión sería escribir.  La vida se encargó, sin embargo, de llevarme a ese puerto misterioso de las letras.  Y conocí a Mario en el 2007, gracias a que fui seleccionado por El Tiempo para su proyecto “La ciudad jamás contada”. Nos hicimos amigos, empezamos a intercambiar ideas y tuve así la oportunidad de descubrir su obra a partir del autor.

La “Ciudad de los umbrales” escribe y, a su vez, lee la ciudad. Son cinco amigos con diferentes visiones del mundo, unidos por la pasión que despierta lo desconocido. En ese contexto, Bogotá es la única protagonista, la que se encarga de tejer las puntas de ese mapa de fronteras invisibles. La apuesta de Mario es sangrienta, sin contemplaciones, tan arriesgada que no le será posible redondearla en una sola entrega. Es por eso que, después de “La ciudad de los umbrales”, el autor sigue escudriñando ese cielo plomizo de aire contaminado en “Escorpio City”, “Cobro de sangre”, “Buda Blues” y “Apocalipsis”.

Sí Mario. Usted atravesó, con “La ciudad de los umbrales”, esas puertas que, hasta ahora, nadie se atrevía a abrir. Los pasadizos convergen, finalmente, en un agujero negro que bien podría llevarnos de vuelta al pasado o al futuro. Bogotá es la misma ciudad que nos acoge y a la que, en ocasiones, rechazamos. Es la misma capital envuelta en el caos del siglo XXI, así aparente ser todavía la “Atenas” suramericana. La que puede sorprendernos con un beso o un balazo en las esquinas. O Aquella cómplice que me acompaña cuando voy con mi guitarra en tardes grises o de sol, y de pronto me hace detener  valiéndose de una mujer, un hombre o un niño, que me suplica con la mirada perdida y derrotada: “Señor, cánteme algo… por favor”. Luego Bogotá me guiña el ojo, sonríe y me da la espalda, antes de soltar el inevitable aguacero desesperanzador.