jueves, mayo 28, 2009

Le puse cola de burro a la nostalgia


“Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida” (Canción del elegido, Silvio Rodríguez)

Nunca aprendí a pintar. Es más: no me preocupaba si me salía de las márgenes y el azul se mezclaba por ejemplo con el amarillo.

-Los perros son cafés, grises, blancos, negros; de pronto algunos rojizos. ¿Pero verdes?... Mire hágame el favor y me colorea bien ese perro

Un día la profesora me regañó porque le mostré orgulloso la imagen de una montaña morada. De inmediato llamó a mamá. Le recomendó que sacara cita con la psicóloga del colegio. Quizás mi confusión de colores se debía a algún desorden en mi cabeza. Mamá le respondió:

-Hagamos una apuesta. Salgamos ahora y si usted me asegura que las montañas no son moradas le prometo ir donde la psicóloga.

Estaba nublado, a punto de llover. Una vez afuera no lograron ponerse de acuerdo. Las montañas se veían de muchísimas tonalidades según la oscuridad producto de aquel cielo encapotado. Lo mismo le sucede a los árboles: Jamás son iguales en verano, invierno, otoño o primavera.

En materia religiosa la cuestión no era diferente. Mi abuelita materna me obligaba a ir a misa los domingos al medio día. Reconozco que me resultaba una tortura. No por ateo; creía en Dios con todas las fuerzas de mi alma, pero el prolongado rito dominical me aburría. En una semana santa mi abuelita me llevó a la ceremonia de Resurrección del sábado santo. Por esa época la misa era de gallo (a la media noche) y se bendecían el agua y el fuego. Ya en la iglesia me entregó una botella de agua y me dijo:

-Mijo vaya y llévela al altar.

La cogí y antes de ponerla ahí la destapé. Mi abuelita extrañada me preguntó:

-¿Por qué le quita la tapa?

La miré y respondí:

-¿Entonces cómo hace el Espíritu santo entrar y bendecir el agua?

Santo remedio. Luego de mi actitud inocente jamás volvió a obligarme a ir a la iglesia. Eso sí todavía me duele el pellizco que me dio esa noche.

En mi adolescencia decidí ir en contravía. No es que fuera un desadaptado, anarquista o algo por el estilo. Simplemente me acostumbré a no tragar entero. Hablaba mucho con la luna. Imaginaba una escalera interminable que me ayudaba a subirla y-una vez arriba- cotemplar Latinoamérica desde sus cráteres. Aparecieron la guitarra, la poesía, Silvio, Neruda, el Ché…También el amor.

Ha pasado el tiempo. Hay tantos colores como sueños. Soy un romántico empedernido; de los que abren la puerta del carro por donde baja la dama (del taxi. No tengo carro), regalan rosas o corren el asiento para que ella se acomode.

El No lugar de las utopías es lo que mantiene mi sonrisa de oreja a oreja. Soy un aventurero que poco a poco da sus primeros pasos. Y en ese recorrido que apenas se insinúa ya no me asustan los agujeros negros o me entristecen los silencios. Sólo la luz de una vida que renace en algún lugar del mundo y que me da la fuerza para mantener este oasis de palabras y proyectarlo en una canción.

¿De qué forma son estas nubes?... Quizás pájaros en libertad atravesando un cielo azul.

Cuenta siempre conmigo Hada de mi corazón. Te quiero mucho.





Todo a pulmón compuesta por Alejandro Lerner en versión de Miguel Ríos.

lunes, mayo 25, 2009

Rompecabezas


La cabeza de la puntilla se prepara a recibir el martillazo. Debo tener cuidado con el dedo gordo, no sea que el oponible reciba el golpe y me lleve de vuelta a la condición de primate. Bueno, en realidad no sería del todo malo. Al fin y al cabo nuestros antepasados dieron un salto evolutivo con las extremidades superiores. Qué paradoja: no fueron los pies, precisamente, los que allanaron el camino para que el hombre se desplazara en sus dos piernas… Bien. Pasé la prueba, no me aplasté el dedo y clavé la puntilla en la pared. Necesito escoger un cuadro. Desde el escritorio la sonrisa amplia de Marilyn Monroe parece insinuarme que quiere ocupar el espacio vacío. A su lado el Ché me mira serio. Quizás el humo de su tabaco colorea su rostro, vaya uno a saber. Y qué decir de Chaplin, sentado en el andén con su sombrero negro y un perrito. Definitivamente si pudiera los pondría a los tres. El problema es que no tengo más puntillas…

Elegir, abandonarse al azar, esperar, actuar. Anoche el frío no me dejó dormir. Ni siquiera el saco de lana impidió que una ráfaga de viento penetrara en el lugar más recóndito. Me levanté muchas veces, acomodé las cobijas, di vueltas a la almohada, cambié una y otra vez de emisora; inclusive me paré a las tres de la madrugada y abrí la cortina. Mi sombra se mezcló con la niebla. No supe en qué momento las gotas resbalaron por el vidrio, humedecieron el agujero negro de un cielo distante y descubrí que, a esa hora, ni una sola estrella me acompañaba…

Porque mis palabras suelen inventarse mundos que no existen. Porque no hay muro más triste y solitario que el silencio. Porque la ausencia es un peso que se carga todos los días, casi ni se siente, pero doblega las espaldas. Porque termino siempre jugando a las escondidas con los recuerdos. Porque el tiempo pasa y regreso al punto de partida…

Bajar el telón de la obra inconclusa no es tarea fácil. Es como acudir al famoso borrón y cuenta nueva de números inexpresivos. Nunca me gustaron las matemáticas. A los catorce años me declaré en franca rebeldía contra Baldor y demás torturadores de la consciencia. Me fui bordeando el abismo de los sueños. Sólo llevé de equipaje una hoja en blanco, un lápiz y veinticinco signos pequeñitos; con ellos intento dibujar oasis donde no hay nada.

Dos buses- más hora y media de recorrido- separan a Bogotá de Soacha
. Es atravesar la ciudad de norte a sur en medio de ese laberinto de calles y avenidas. Cada mañana la imagen del Ché me saluda. Finalmente lo escogí. Ahora una de las cuatro paredes de mi habitación tiene en su fachada a Latinoamérica; y yo tremendas ganas de reinventarme… Ojalá haya todavía un poco de magia en mi sonrisa y cuerda suficiente para afinar el hilo narrativo de mi existencia.


lunes, mayo 18, 2009

De la mano de los desplazados



Las casuchas de lata, tablas y ladrillo se desparraman a lo largo y ancho de la montaña. De noche- desde la ciudad- se ven como el reflejo de un cielo estrellado al revés. Para llegar allá es necesario subir por caminos destapados que en épocas de lluvia se derriten y se convierten en barro. Algunas escaleras son de piedra, improvisados peldaños esculpidos por el cincel del tiempo. No hay casi árboles, flores o pájaros y los pocos que quedan parecen caricaturas de una naturaleza que se niega a considerarse muerta. Las únicas señales de vida son los ladridos de los perros vagabundos, las sombras de las ratas, el vuelo constante de los chulos y las huellas de los pasos de miles de familias.


Huyeron de la violencia para enfrentarse a la pobreza, la exclusión y el desarraigo. Ni siquiera las cifras tienen piedad de ellos. Las oficiales aseguran que son dos millones, organizaciones no gubernamentales dicen que sobrepasan los cuatro; y entre sumas, restas su drama se multiplica y divide hasta el cero: producto de la esperanza aniquilada.

En medio del fuego cruzado de paramilitares, guerrilla y ejército fueron sacados de sus territorios. El azadón que antes abría surcos se transformó en ráfagas de fusil y las balas en el abono maldito que bañó de sangre la tierra.

Soacha (muy cerca a Bogotá, cuyo nombre significa Ciudad del Varón del Sol) recibe a la mayoría de desplazados del país. Altos de Cazucá es su refugio, la alternativa trazada por una burla del destino. En aquel sector las costumbres se mezclan pero muchas veces no se tocan. Es la feria de las culturas que en lugar de tejer un hilo común se transforma en una colcha de retazos sin puntadas de flecos rotos y dispersos.


Voces de la costa, el llano, Santander, Antioquia o Boyacá. Ninguna se escucha con la diversidad que enriquece sino como la macabra coincidencia de los desterrados. Torre de Babel mal construida de palabras que- a pesar de ser de un mismo idioma- se desvanecen por el llanto, el silencio y el dolor de los recuerdos.



domingo, mayo 03, 2009

Siete vidas en cualquier esquina

Mis queridos cómplices de la sensibilidad: Mientras soluciono algunos inconvenientes estaré un poco ausente. Voy a extrañarlos muchísimo, espero regresar más temprano que tarde para visitarlos y dedicarles el tiempo que cada uno se merece. Entre tanto seguiré soñando (pero con los pies en la tierra) y buscándole atajos a la realidad. Por ahora les dejo otra de esas historias urbanas que me contó una de las voces de la calle. Un abrazo.

Caselo




Ese jueves se le hizo más tarde de lo normal. Generalmente se bajaba del último bus a las nueve de la noche y de ahí cogía para la casa. Esta vez, sin embargo, le dieron las once y, fuera de eso, se demoró conversando con otros colegas en la tienda de doña Margot.

Se despidió. Subió la cremallera de su chaqueta hasta el cuello, la dobló, se puso un gorrito de lana, unos guantes, prendió un cigarrillo y salió.

Mientras caminaba sonreía al acordarse de la carreta que echaba en los buses después de sacar de un pequeño morral de cuero dos pinceles y una figura a medio terminar:

“Bien damas y caballeros, como pueden darse cuenta todavía me falta para acabar de pintarla; pero esta mañana la policía me decomisó los materiales. Ya no dejan trabajar. Vean si ustedes me ayudan puedo terminarla y después venderla…”

Muchos corazones se doblegaban ante su drama y, de moneda en moneda, conseguía lo necesario para el desayuno, el almuerzo y la comida. ¿Y los materiales? Mentira piadosa de la que se valía Fernando en su jornada de rebuscador.

Atravesó la avenida. En la acera de enfrente un indigente le dijo: “Llave deme la liguita”. Lo saludó y le entregó quinientos pesos que el hombre agarró sin mirar. Más adelante un tipo pequeño- y con cara de pocos amigos- le pidió: “Déjeme matar la pavita”. Le alcanzó el pucho del cigarrillo que le quedaba y siguió de largo. En otra cuadra se tropezó con un borracho que llevaba una caja de aguardiente: “hijueputa venga le doy en la jeta…”, gritó. Fernando no hizo caso y continuó su camino. Llegó a la esquina. Paró. Prendió otro cigarrillo y, de pronto, se fijó en una cosa que le llamó la atención. Al lado de un poste una bolsa negra parecía moverse. El camión de la basura pasaba antes de las diez los jueves, por eso el talego de plástico- muy bien amarrado- se encontraba solitario en medio de la calle. La luz del poste permitía ver que, evidentemente, algo se movía en su interior. La neblina se apoderaba poco a poco de ese sector de la ciudad y el cielo comenzaba a encapotarse, señal que coincidía con los pronósticos de lluvia por esa época del año. Ineguro se acercó muy despaci. Un sonido similar a un quejido lo sorprendió. Se detuvo de nuevo. Entre bocanada y bocanada de cigarrillo se cercioró de que nadie estuviera por ahí: no quería ser motivo de burla si se asustaba demasiado con lo que hallaría en la bolsa. Finalmente no aguantó la curiosidad y sin darle más vueltas al asunto la desamarró…

“¡Son unas mierdas!” gritó Fernando con rabia y tristeza.

El viernes se le hizo más tarde de lo normal, sólo que esta vez no fue debido al rebusque; tampoco porque hubiera hecho la escala de la noche anterior en la tienda de doña Margot. Ahora venía con una sonrisa de oreja a oreja. Durante el día se subió al transporte público con una caja y contó una historia que conmovió a más de uno. Cuatro gatos fueron adoptados por igual número de pasajeros y el quinto (el que cargaba en ese momento) pasaría a manos del hijo de Fernando quien, además, pudo comprobar que no todos los bogotanos son una mierda...