jueves, diciembre 29, 2011



Hace poco me preguntaron cuáles serían los siete sueños que me gustaría cumplir. Respondí sin pensarlo dos veces; en realidad algunos de ellos son utopías, pero finalmente son las cosas con las que me identifico.


En primer lugar dije que quería cantar a dúo con Silvio Rodríguez en un concierto, aunque fuera una cancioncita nada más. También que me encantaría formar parte de Les Luthiers en una de sus presentaciones. Elegiría la del Adelantado Rodrigo Díaz de Carreras, aquel anticonquistador español que terminó vendiendo baratijas y bailando salsa en una isla del Caribe. El siguiente sueño tiene algo de sicodélico, quizás delirante y hasta irresponsable: probar la marihuana- por primera y única vez- en un bosque de niebla.  Y digo irresponsable porque ¿cómo diablos saldría de un bosque de niebla en medio de los efectos del cannabis? Luego, con los pies en la tierra, me encerraría a escribir un guión literario que llevaría al cine una versión de “Cien años de soledad”.  Lo anuncio desde ahora, para que los directores estén preparados y no los coja por sorpresa cuando termine mi guión. Y los tres últimos sueños tienen que ver con mi presente. Recorrer por tierra Latinoamérica (el mismo viaje del Che, sin moto y al revés)  y en Buenos Aires asistir a un Boca- River en La Bombonera. Sí, ya sé, tendría que esperar a que River vuelva a la A; no hay ningún problema, lo tengo decidido:  llegar mucho antes  a Pergamino, abrazar a mi Patoloca, agarrarla  de la mano e irme al  Perú a jugar a las escondidas con ella, el amor de mi vida,  en Machu Pichu. Por supuesto nos encontraremos en la mágica puesta de sol y regresaremos juntos a continuar nuestra historia.

jueves, octubre 27, 2011

A dúo con Vicente Feliú


(En la foto, de izquierda a derecha, de pie: Paula Ferré, PModa, Chely Oller, Adriana Amado. Sentados: Adrian Odriazola, Adriana Cantale, Vicente Feliú, Alejandra Rabinovich y la tía Carmen)


Hay tanta felicidad en cada uno de los rostros: sonrisas plenas, miradas luminosas, colores y más colores. No me canso de repasar una y otra vez las fotos. Las miro con el deleite de un niño, la complicidad de un amigo entrañable y la emoción de haber estado allí, aunque no físicamente. Sé que al decir estuve de corazón, corro el peligro de caer en un lugar común; pero sucede que, en ocasiones, el Universo confabula de tal manera que tiempo y espacio terminan siendo relativos, como la terquedad que pareciera sumergir al mundo en un agujero negro. De ahí que mi presencia, en aquel instante único e irrepetible, haya sido uno de los milagros que acostumbra a hacer la música, cuando se convierte en mensajera del amor. Basta echar un vistazo al pasado, para comprender hasta qué punto el arte y la sensibilidad son capaces de dejar una luz donde solamente reinaban las tinieblas.

Por los años setenta la utopía Latinoamericana fue reemplazada por el terror. Una pesadilla que estranguló la libertad se instaló en fronteras de alambres de púas, lápices rotos en las noches frías o estadios- supuestamente de fútbol- en cuyas graderías y muros no se oía el eco de los aficionados, sino el silencio de las tumbas sin nombre. El llamado verde oliva sirvió para maquillar la muerte, disfrazando a cientos de autómatas de cascos, armas, botas y grados militares. Argentina y Chile, principalmente, quedaron aislados del resto del continente, en una suerte de cortina de hierro o muralla infranqueable; sólo que en el caso de los países suramericanos se trató de la estrategia de un poder unipolar que, décadas más adelante y en la actualidad, pretendía acabar las diferencias a punta de guerras, asesinatos, desapariciones, torturas. Y en medio de aquel laberinto de fantasmas y espejismos, la música abrió una ventanita a la esperanza. En casetes que se pasaban de mano en mano, los jóvenes chilenos y argentinos escuchaban (a escondidas, debajo de las cobijas, en reuniones clandestinas) las canciones que representaron un renacer de la lucha por la liberación. Y luego las paseaban de viva voz, tarareándolas por la calle. Así cada estrofa se transformó en escudo contra el ruido tenebroso del totalitarismo. Por estas tierras la canción social -o música protesta como la bautizaron algunos-en el alma y en las voces de Mercedes Sosa, Alberto Cortez, Atahualpa Yupanqui, Horacio Guaraní, León Giecco, Inti Illimani, Cuarteto Zupay, Quinteto tiempo, Alí Primera, Víctor Jara, Violeta Parra. Y junto a ellos la Nueva trova cubana, un movimiento que acabó de sembrar la semilla de una revolución que sí pudo ser; una amalgama de tradiciones, compromiso y sensibilidad que se propagó contagiando a todo un pueblo. Porque al lado de sones de tambores o de boleros melancólicos y nostálgicos, la poesía se convirtió en el eco de la consciencia y se encargó de anclar la dignidad y el amor propio en el imaginario de los habitantes de una isla que decidió asumir, de una vez y para siempre, las riendas de su destino. Acompañados de sus inseparables guitarras Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Vicente Feliú, entre otros, contribuyeron a que la música obrara igual que un milagro y se volvieron los aliados de un sueño compartido por aquella juventud latinoamericana. Y con ellos un puñado de poetas, pintores, cineastas que supieron hallar en el arte el vehículo que uniera voluntades y buscar así otra emancipación, de las tantas que hemos tenido- y tendremos- que alcanzar.

Y vuelvo a mirar las fotos. Está la gente con la que he compartido en el último año. Gente que me ha abierto su corazón (inclusive las puertas del amor) haciéndome entender que la distancia no significa que estemos aislados; por el contrario, ahora más que nunca somos protagonistas de un mundo que se niega todavía a escucharnos. Gracias al bichito de le tecnología tenemos la posibilidad de organizar “trincheras de resistencia” (en palabras de Mario Mendoza, escritor Colombiano), expresarnos libremente (mientras no censuren en internet, por supuesto), intercambiar puntos de vista o, simplemente, echar a volar la imaginación. Por ejemplo, visito frecuentemente el blog de Silvio Rodríguez, comento sus entradas y de vez en cuando él me saluda y responde alguna de mis intervenciones. También el de Vicente Feliú con quien, además, tenemos contacto en una de las tantas redes sociales. Y en esos espacios se han formado lazos de fraternidad, he conocido más acerca de la historia de Cuba y me he solidarizado en causas como el cese del bloqueo de Estados Unidos, la libertad de los cinco héroes cubanos (presos injustamente en Norteamérica), las protestas estudiantiles en Chile y en mi país Colombia, el movimiento de los indignados en España, etc.

Nosotros escuchamos su música, ellos nos leen y armamos una red de sentimientos e ideas que se extiende sin límites. Entonces contamos todos, nos apropiamos del lenguaje, le damos vida, hasta materializar un encuentro que antes no dejaba de ser una ilusión. Eso pasó el 13 de octubre en Pergamino, una de las estaciones de Vicente Feliú en su gira por Argentina.


Fui testigo de los preparativos, puesto que la mujer que amo y una amiga muy querida viven allá. Ninguno lo podíamos creer, pero la fecha se acercaba y con ella la consolidación de una amistad que se forjó en medio de cables, teléfonos, afinidades y muchísima confianza. Fuera de eso la primavera ya había llegado, presagio colorido, luminoso y refrescante de mejores días por venir.

La noche anterior al concierto, recibí un mensaje:

“Caselo querido, tengo mucha ilusión en mi viaje a Pergamino mañana jueves, especialmente por Adrimar y Chely. ¿Quieres que le de a tu amada algún saludo especial, de sorpresa, alguna canción que pueda cantarle? Salgo mañana a las 9 de la mañana y abriré esto antes de salir. Un abrazo fuerte.

V”.

Duré varios minutos con los ojos clavados en la pantalla. Las teclas se escondieron - o se hicieron invisibles las condenadas- como si me estuvieran jugando una broma. Pero las teclas seguían en el mismo sitio: eran mis dedos que, en vez de escribir, caían sobre ellas, similares a las primeras gotas de una llovizna reparadora en la inmensidad de un desierto. Salí de mi sorpresa, me calmé, sonreí agradecido y contesté:

“Hermanoooooooooo, qué lindo detalle de tu parte. Hay una de tus canciones que me encanta y que le dedicaría a mi Chely: "Mira como te quiero mujer". Querido Vicente, en Colombia todavía acostumbramos a dar serenatas y te juro que me siento como si a través de ti le estuviera dedicando una serenata a la mujer que amo. Gracias desde el fondo de mi corazón, un abrazo enorrrrrrrrrrme.

Caselo”.

Me paré, fui a la cocina y preparé un café. Regresé, prendí un cigarrillo y me pareció que el humo formaba una mano dispuesta a estrecharse con la mía. Abrí Youtube, puse la canción y la repetí muchísimas veces. Al rato apareció otro mensaje:

“Caselo, veré en el camino si puedo con la que me pides (me queda sumamente alta a estas alturas). Si no puedo, le dedico alguna que funcione en tu nombre y le hablo de las serenatas. Abrazos.

V”.

Y ahí, en su sinceridad, quedó retratado Vicente Feliú. El hombre que confiesa sentirse afortunado de no ser famoso. El compañero al que todos llaman cariñosamente “Tinto”. El compositor que empieza a hacer una canción a partir del nombre con el que la bautizó. El guía que preservó los compromisos de la Nueva Trova y se dedicó a fundar, consolidar y reunir artistas iberoamericanos en “Canto de todos” a finales de los 90. El tipo que respeta, admira y es amigo de los gatos. El eterno enamorado de su Aurora Hernández; el que habla de ella y de su sentimiento en cualquier lugar. El padre cómplice de sus hijos que vive pendiente de ellos y los protege, aún estando lejos. El comprometido que no tiene pelos en la lengua para defender la revolución cubana o para decir que lo peor que le puede pasar al Che es que lo conviertan en Dios. El latinoamericano que se siente orgulloso de serlo y quisiera seguir el camino de aquellos visionarios, aventureros, locos y valientes que lucharon por construir una sola patria de México a la Patagonia. El incondicional que cree en Fidel Castro y lo considera el referente político de la actualidad.

Imaginé a Vicente ensayando la canción que le pedí, bajándole el tono o esforzando su garganta a ver si lograba acomodarla. Me dio vergüenza, lo admito, no iba a ponerlo en esas. De inmediato le respondí:

“Hermano querido, cualquier canción tuya será muy especial. Gracias Vicente, un abrazo enorme y disfruta Pergamino”.

Quedé con esa sensación de cosquilleo en el estómago de pura felicidad. Me dormí pensando en los tesoros que me regala día a día la vida y, sobre todo, en la capacidad del ser humano de dar y recibir amor. Definitivamente “No es fácil” (recordé una de las canciones de Vicente en los años de inicio de La Nueva Trova) que nos maten el alma.

Me enteré de que la tarde que antecedió al recital fue maravillosa. Un almuerzo en casa de Adriana Cantale (Adrimar), entre anécdotas, risas, uno que otro vino, siesta incluida del trovador y la simpatía y sencillez de las cantantes argentinas Paula Ferré (con su esposo y músico Adrian Odriazola) y Alejandra Rabinovich (¿Tendrá alguna relación familiar con el Rabinovich de Les Luthiers?), encargadas de acompañar a Vicente en el concierto. Dos amigas-también argentinas-se unieron al acontecimiento, convocadas por esos lazos fraternales que se generaron en los blogs de Silvio y Vicente (PModa Y Adriana Amado). Carmen, la tía de Adrimar, que estoy seguro disfrutó al máximo la reunión. Y mi Chely, siempre sonriente, con el alma y el corazón de par en par, gozando lo inimaginable. Una mujer convencida de que la magia se esconde en las cosas más sencillas.

Ella me contó que, ya de noche en El Florentino (teatro bar en el que se hizo el espectáculo), las mesas estaban llenas. Los asistentes departían animadamente, se saludaban, daban rienda suelta a su alegría. El bullicio se apagó poco a poco, al escucharse una voz que venía de la parte del bar del establecimiento. Vicente cantó a capela, a medida que atravesaba el pasillo que lo separaba del escenario. Subió las escaleras, tomó la guitarra y terminó su interpretación. En seguida miró a su público, suspiró, agarró el micrófono y, palabras más palabras menos, dijo:


“Vengo a Pergamino porque gracias a internet, a los blog, a facebook, he conocido personas como Adriana Cantale, a quien le agradezco su amistad y su hospitalidad. Pero también traigo el mensaje de un amigo que vive en Colombia, Carlos Eduardo Rojas Arciniegas- Caselo, que ama a una mujer de Pergamino. Y ayer le escribí preguntándole si quería que de su parte le dedicara una canción a su amada. Él me respondió que claro, que en Colombia todavía se acostumbra a dar serenatas. Por eso Chely, esta canción es para ti…”


Cuando comenzó a cantar, mi Chely gritó: “Vamos Colombia”; y a la mañana siguiente me escribió: “Una noche maravillosa amor, la serenata soñada y tu nombre sonando en las paredes de pergamino”.

Al final no supe qué tema le dedicó “Tinto". Pregunté, me dieron unos nombres; no obstante resultó imposible dar con la canción. Tal vez el entusiasmo por el sueño alcanzado y, por qué no, la incredulidad, debieron aliarse para que tampoco quedara registrada en video. Es lo de menos. La serenata sí quedó grabada en el aire primaveral de Pergamino y en dos corazones enamorados.

jueves, agosto 04, 2011

Ajuste de cuentas



La fila de carros en la carrera séptima en el centro de Bogotá, de sur a norte, es interminable. Son las cinco y treinta de la tarde, en unos minutos comienza la llamada hora de carga en la que los choferes esperan recoger la mayor cantidad de pasajeros. Mucha gente sale del trabajo y una romería de miradas anónimas camina a lo largo de la acera, esperanzadas en encontrar transporte con puesto desocupado. Genaro terminó de comer un buñuelo que le ayudó a engañar el estómago. Se limpió los labios con una servilleta casi transparente (similar a ese cielo que poco a poco pierde su color hasta convertirse en negro) y, en ese momento, vio que una señora le sacaba la mano un bus. Ni corto ni perezoso se hizo detrás de ella, la puerta delantera se abrió y los dos subieron, prácticamente, al mismo tiempo. La señora pasó la registradora, pero todavía no llevaba lo del pasaje. Entonces paró, e impaciente, esculcó en el fondo de su bolso . En algún lado estaría la carterita con el dinero. Genaro no perdió la oportunidad de oro, levantó una pierna, se apoyó, pasó al otro lado y, antes de empezar a hablar, el chofer gritó:
- “Oiga gran marica, aquí nadie se sube sin pedir permiso”
Si algo les emputa a los choferes, precisamente, es que alguien se trepe a su bus sin pedirles permiso. Tal vez sea una de las razones por las que andan de mal genio. Y si bien la mayoría de ellos trata de mantener las puestas cerradas, tan pronto éstas se abren quedan expuestos igual que una pelota abandonada en el patio de un jardín infantil. En esta ocasión, sin embargo, los ojos del conductor brillaban intensamente de la rabia, al notar por el espejo la actitud de “me importa un culo lo que usted diga” de Genaro. Y en una persona explosiva, apodada “cara de vieja”, las cosas podían empeorar.
El bus siguió despacio en medio del trancón. “Cara de vieja” no dejaba de mirar a través del espejo. Arqueaba sus cejas pobladas y torcía la boca, de la que sobresalía un coqueto lunar peludo al lado derecho. El pelo negro y ensortijado acababa en el límite de ese cuello grueso, que soportaba una cabeza grande y muy redonda. Y las arrugas en la frente y los cachetes, hacían que sus ojos se perdieran en un rostro que, ahora, revelaba muchísimo más que los cuarenta años que aparentaba. De existir una versión femenina de Míster Magoo, “Cara de vieja” sería idéntico a esa caricatura.
La última moneda fue a parar a su canguro de cuero. Sonrió al ver la bolsa de dulces vacía y, satisfecho, esperó a que el bus se detuviera. Inmediatamente se bajaría y se iría a casa. En efecto, tres cuadras más adelante un señor vestido de traje y corbata timbró. El bus se detuvo, el tipo bajó; y, justo cuando Genaro se disponía a poner su pie en el pavimento, la puerta se cerró bruscamente. Aunque no haya podido bajar, alcanzó a escaparse del inminente machucón. Entre tanto “Cara de vieja” se quitaba el cinturón de seguridad, salía de la cabina, saltaba la registradora y, varilla en mano, dejaba sus 1.70 de estatura y sus 85 kilos de peso delante de Genaro.
-¿Creyó que me la iba a montar, triple hijueputa?
Apenas terminó la frase, “Cara de vieja” lanzó un golpe violento que buscó la cabeza del vendedor de dulces. En un acto más reflejo que calculado, Genaro interpuso el brazo. La varilla le pegó en el codo; la dureza del metal hizo que la piel se resquebrajara como una galleta de soda y la sangre se desparramó sobre el piso del bus. No contento con la primera arremetida, “Cara de vieja” alzó nuevamente la varilla. Y dispuesto a sacrificar a quien osó irrespetar su territorio, le dio otro golpe que, por fortuna, cayó en el hombro.
-“Animal, lo va a matar”, gritó llorando la mujer que subió al tiempo con Genaro.
-“Llamen a la policía desde un celular”, dijo la voz de un hombre que no se atrevía a usar su teléfono.
“Cara de vieja” se quedó quieto. Entendió que no era buena idea que llegara la policía. Genaro estaba herido. Delito, lo que realmente es un delito, no cometió. Y, fuera de eso, el castigo resultaba bastante desproporcionado. De otro lado, el conductor tenía prohibido meterse en más problemas, después de una pelea de tragos en una cantina.
-“Sigamos que estoy de afán”, “Vámonos ya”, “Respete que para eso le pagamos”, protestaban los desesperados pasajeros.
Ante la presión de la gente, el conductor se calmó, aflojó la mano con la que aprisionaba la varilla y habló:
-“Vea pelado, arreglemos por las buenas”.
Dicho esto “Cara de vieja” sacó un fajo de billetes, eligió dos- de diez mil y veinte mil- y se los mostró a Genaro. El muchacho, a pesar de la golpiza, se mantuvo digno. En principio se negó a recibir la plata, pero al rato aceptó. Durante el día recogió cincuenta mil pesos de los dulces, y con los treinta podría ir al puesto de salud de su barrio. En caso de que lo incapacitaran había ahorrado unos pesitos en lo corrido del mes. Un mal arreglo, evidentemente, que de todas maneras evitaba que fuera a parar a la UPJ (Unidad Permanente de Justicia) , lugar en el que tuvo que padecer muchos castigos de 24 horas de encierro. Allí son recluidos quienes han cometido faltas menores- ni siquiera delitos- o actos que demuestran un alto grado de exitación y embriaguez. Actos que se denominan contravenciones y son tan etéreos y gaseosos que jamás encerraban, por ejemplo, a los exitados conductores de bus que, entre groserías y agresiones, se enfrentaban a Genaro las veces que se les metía a vender. Al final lo arrastraban al CAI más cercano (Comando de Atención Inmediata de la Policía) donde lo desnudaban para requisarlo. Una vez empeloto lo obligaban a hacer cuclillas, pues así comprobaban que no llevaba armas o droga dentro de las nalgas. Luego lo subían a un camión que daba vueltas por un determinados sitios de Bogotá. Cada parada significaba recoger más contraventores: indigentes sucios y olvidados, drogadictos sin expresión en sus miradas, prostitutas cansadas y tristes, gays discriminados, borrachitos que apenas se mantenían en pie. Con todos ellos, horas más tarde, llegaría a la UPJ a cumplir su pena de 24 horas de arresto. Allá de nuevo lo empelotaban, lo obligaban a hacer cuclillas, registraban sus datos en una planilla y lo trasladaban a una especie de bodega en la que compartiría esas horas junto a personas con el mismo infortunio, aguantando un frío canalla, hambre, humillación y, por supuesto, la falta de libertad.
Definitivamente no quería pasar otra vez por semejante pesadilla. Cogió los billetes, los guardó en el bolsillo del pantalón, se echó la bendición y antes de bajarse escuchó:
-“Nunca se le olvide que en el bus de “Cara de vieja” nadie se mete a vender”, le dijo el hombre barrigón, de tetillas caídas y cara de anciana histérica.
Las cosas no pasaron a mayores. Genaro se acercó al puesto de salud, un médico lo revisó y dictaminó que sólo se trató de un fuerte golpe. Le dio tres días de incapacidad, le recetó medicamentos y, por prevención, hizo que se aplicara la vacuna antitetánica, en vista de la herida abierta dejada por la varilla. Y la vida siguió su curso normal, si se le puede llamar normal a la cotidianidad de un trabajador informal, llena de sorpresas, angustias e incertidumbre.
A las nueve de la mañana de un día entre semana, no es mucho lo que puede hacer un conductor de bus. El infierno de la famosa hora de carga (en la que estudiantes y trabajadores intentan subirse en una guerra silenciosa y muy mal disimulada) ya pasó. Volverá entrada la tarde. Y en ciertas rutas, que sólo tienen la oportunidad de ganarse unos buenos pesos al filo de aquellas horas terribles, la jornada se reduce a deambular de un sentido al otro sin muchos pasajeros o, en el peor de los escenarios, ninguno.
Orilló el bus tan pronto el semáforo quedó en rojo, corrió la ventanilla y recibió la información que le dio el calibrador:
- “¿Entonces qué “Cara de vieja”? Hace diez minutos pasó el 7748, puede relajarse un poco llave”, dijo "El Mono", luego de revisar su cuaderno cuadriculado y de anotar la hora en la que llegó “Cara de vieja”.
- “Gracias pelao”, contestó el conductor y le alcanzó una moneda de quinientos pesos que "El Mono" recibió agradecido. El dato suministrado por El Mono le daba a "Cara de vieja" la tranquilida de saber que habría bastante gente que recoger en los paraderos. Estiró los brazos; por el espejo vio apenas a cuatro personas, repartidas en los asientos de adelante. Sin importarle que el semáforo cambiara tres veces de rojo a verde, y al constatar que supuestamente nadie iba de afán, se dedicó a sintonizar el radio. Detuvo el dial en una emisora de música vallenata, se ajustó el cinturón de seguridad, se acomodó dispuesto a arrancar y, de repente, el sonido de un vidrio que se rompe y gritos de angustia, lo sacaron de la monotonía. El ventanal de la parte trasera del bus acabó completamente despedazado. Una piedra enorme fue a dar contra el vidrio y los pequeños cristales cayeron en los asientos y en la calle: unos parecidos a la arena de la playa, otros filosos y cortantes. Salió rápidamente, le preguntó a "El Mono" si había visto algo. Nada, un silencio frío se apoderó de esa esquina de la ciudad. El agresor se debió esfumar, amparado por la soledad del sector y la irregularidad de ese laberinto de calles y avenidas que suele ser Bogotá. Resignado, “Cara de vieja” esperó a que algún colega de la misma empresa hiciera el favor de llevar sus pasajeros. La mañana se le iría cotizando en los talleres de confianza el cambio del vidrio. Trescientos mil pesos del alma le tocó invertir en el arreglo del vehículo, con el que le daba de comer a su familia.
El grupo conversaba tranquilamente en una esquina. Sin ponerse cita se reunieron dos guitarristas, un rapero que cargaba una pequeña consola de sonido, tres vendedores de maní y un desplazado, que mostraba un papel que certificaba su condición. Genaro los saludó y ellos le devolvieron el saludo con amabilidad. Hablaban de lo duro que se ha vuelto el trabajo, de la persecución de las autoridades. Los guitarristas ensayaban “Confesiones de invierno” de Sui Géneris y el rapero tarareaba una melodía indescifrable. El semáforo se puso en rojo; de pronto, entre la jauría de carros que mansamente aminoraron la marcha y pararon, Genaro identificó el bus de “Cara de vieja”. Sin pensarlo mucho decidió ir hacia la ventanilla. La casualidad de verlo otra vez, lo impulsó a pedirle permiso. Al fin y al cabo sus últimas palabras esa tarde: “Nunca se le olvide que en el bus de “Cara de vieja” nadie se mete a vender” (una especie de sentencia) no impedían que probara suerte. Jamás las olvidó, igual no tenía nada que perder. Por eso lo sorprendió la buena energía del chofer que, meses atrás, lo atacó sin contemplaciones. Es más, le dio la impresión de que “Cara de vieja” se acordaba perfectamente de ese muchacho flaco, decente y a la vez asustado por la reacción desmedida. Notó un sentimiento de culpa en el inesperado gesto bondadoso del hombre. Genaro subió por la puerta de atrás, animado por la aceptación del conductor. Repartió los dulces, habló a los pasajeros con esas palabras sentidas que les llegaban a alma y, de puesto en puesto, recogió una colaboración tal, que las manos se le llenaron de billetes y monedas. Al bajar levantó el pulgar en señal de agradecimiento que “Cara de vieja” respondió de igual forma. Mientras el bus arrancaba, Genaro recostó su espalda en un poste de la luz y sonrío al ver que se iba: y cuando estuvo lo sufientemente lejos, levantó su mano derecha, hizo pistola con los dedos y dijo:
-“Ojalá hayas tenido que pagar una fortuna para cambiar el vidrio, gordo asqueroso”

lunes, mayo 30, 2011

Abducido por la oscuridad

Todos hemos tenido, o tenemos, miedos y fobias. En mi caso, por ejemplo, detesto los ratones. De cualquier tamaño. No soporto verlos. Ni siquiera las enormes arañas negras, tan grandes como una mano, de patas largas que, mientras me duchaba, permanecían adheridas a las paredes del baño de aquel internado en Granada Meta (en el que trabajaba una tía monja y donde pasábamos algunas vacaciones), lograron paralizarme como los asquerosos roedores.

Dicen los expertos que para curarse de miedos o de fobias hay que enfrentarlos. Confieso que con los ratones es causa perdida. Jamás me simpatizó el Flautista de Hámelin. Tal vez por esa razón terminé tocando guitarra; todavía me aterra imaginar la fila de ratas y ratones siguiéndome, atraídos por la música de mi flauta. Con el miedo a la oscuridad, sin embargo, fue otro cuento.

Desde los siete años me interesé por los ovnis. Papá me daba gusto comprándome libros acerca del tema. Me parecía fascinante la posibilidad de vida en otros lugares del Universo y que, además, los extraterrestres estuvieran tan ligados a la historia denuestro planeta. Decían que las pirámides de Egipto, Machu Pichu, las líneas de Nazca, se construyeron con su ayuda. También afirmaban que en la Biblia había pruebas suficientes de la influencia de aquellos viajeros del cosmos en los destinos de la humanidad. Moisés, los profetas, el propio Jesús, al parecer, tenían sangre (¿o polvo de estrellas?) extraterrestre en sus venas. Mi afición hasta ahí, en apariencia, marchaba bien. Lamentablemente no era tan cierto porque, mientras hablaba con propiedad de ese y otros fenómenos relacionados con el asunto (el Triángulo de las Bermudas o el Misterio de la Atlántida, por citar algunos), al mismo tiempo, sufría muchísimo pensando que los extraterrestres me secuestrarían tarde o temprano. Se me convirtió en una obsesión. Especialmente después de ver la película “Encuentros cercanos del tercer tipo” de Steven Spielberg. La escena final, en la que el protagonista es subido a la nave madre, llevado de la mano por decenas de seres pequeñitos, desnudos y cabezones, me producía pesadillas. Por eso las noches se volvieron una tortura. Era incapaz de apagar la luz. Creía que estarían debajo de mi cama, que entrarían por la ventana o que, amparados en la oscuridad, me sacarían de la casa, arrastrándome a través de un chorro de luz hacia el espacio.

Preocupado, papá recurrió a mi tío para que me quitara esas cucarachas de la cabeza. Una noche el tío Héctor se sentó, me miró fijamente y me dijo:

- “A ver mijo, repita conmigo: los ovnis no existen”.

Como un autómata repetí cientos de veces el conjuro, y justo en ese instante se fue la luz. Entonces le pregunté:

- “Tío ¿será que ese apagón es por culpa de una nave interplanetaria?” Y, enseguida, me puse a llorar.


"Carajo, que los ovnis no existen”, respondió mi tío gritándome.


No le temía a ningún espanto, fantasma o fenómeno paranormal. La llorona, el mohán, la madre monte, la patasola, el cura sin cabeza, Frankenstein, Drácula eran para mí personajes que jugaban a asustar, producto de la imaginación de alguien. Las cosas cambiaban ante una noticia sobre los extraterrestres. Si bien escuchaba con atención, al rato el pánico se apoderaba de mí. Entonces mis noches se parecían a las del condenado que sale de su celda y va directo al patíbulo.


Seguí interesado en los ovnis; interés algo masoquista, pues me transformó en un niño inseguro, solitario y, sobre todo, aterrorizado las veces que mamá apagaba la luz de mi cuarto antes de dormir.


El primer sábado de cada mes acompañaba a mi tía Elsa a Une, un pueblo ubicado al Oriente de Bogotá y en el que nació papá. Visitábamos a María Delia, la única familiar viva que nos quedaba por esos lados. Era una anciana altísima y de gran sentido del humor, a la que todos llamaban “señorita” a pesar de sus sesenta y tantos años de edad. Aquella noche no dormimos en Une. Lo hicimos en la casa de la vereda “Puente de tierra”. Al otro día, los compadres de la tía María Delia estaban invitados a almorzar, y la invitación incluía el amasijo, una tradición en la que se degustan panes, mantecadas, tortas hechas a base de maíz, ofrecidas por el anfitrión. Por supuesto la tarde del sábado se nos fue desgranando miles de mazorcas. No aguantaba más, los dedos se me llenaron de ampollas. Me tomé un descanso, me paré al baño y, en ese instante, Alfonso – quien cuidaba la casa de la vereda- dijo:

- “Señorita María Delia, me voy al pueblo a comprar cigarrillos”. Se puso la ruana, el sombrero y se marchó.


Salí del baño y me desanimé al ver los bultos de maíz que todavía faltaban por desgranar. Me quedaron sonando las palabras de Alfonso. -“Debí decirle que quería acompañarlo”- pensé. A punto de volver a mi lugar para continuar con la tediosa labor, percibí que nadie me ponía cuidado. Mis tías Elsa y María Delia conversaban de quién sabe qué; Priscila (la esposa de Alfonso) de vez en cuando metía la cucharada en la charla; el perro se lamía una pata; las gallinas iban de aquí para allá. Aburrido me alejé lentamente. De repente, sin saber por qué, estaba en la entrada, al lado de la estatua blanca e inmensa del Sagrado Corazón que custodiaba la casa. Seguí caminando bajo ese sol que asomaba esplendoroso sin nubes que se le interpusieran. El olor del campo también me sedujo. Es una región privilegiada en la que se disfruta de la variedad de climas: caliente, templado, frío, páramo y súper páramo. La vegetación cambia conforme se sube o se baja. Unas veces colorida, otras el verde dibuja lo que encuentra. En ciertos lugares hay diferentes clases de sembrados que se muestran en surcos a lo largo y a lo ancho de una que otra explanada; y al fondo la codillera, un imponente entramado de montañas que parecen cubiertas por una cobija multicolor de retazos de tierra, atrapa la luz y la proyecta en sombras interminables. Sería un pecado desaprovechar semejante paisaje. Por otro lado, a mis once años, debía empezar a tomar decisiones. Iniciaba el bachillerato, ya podía mirar por encima del hombro a los mocosos de cursos inferiores. Fuera de eso, estrenaba un pasaporte que me abriría las puertas a ese momento indescifrable y etéreo que es la adolescencia.


El pueblo está construido en la parte alta del municipio. El trayecto de Puente de tierra a Une es, aproximadamente, de media hora a pie. Mis pasos firmes continuaron cuesta arriba, dejando atrás los brazos en alto del Sagrado Corazón que me decían adiós.


El cementerio me saludó con su monólogo silencioso de tumbas y cruces. Luego las primeras casas y, un poco más adelante, las torres de la iglesia emergieron sobre las tejas de barro. No me había fijado y el reloj marcaba las cinco y treinta de la tarde. Una vez en el pueblo, mi intención era la de buscar a Alfonso, saludarlo y regresar con él. Traté de identificarlo en la cantidad de gente que, a esa hora, acababa sus actividades del sábado, en los fieles que se dirigían a la iglesia con la segunda campada que anuncia la misa de seis o en aquellos que departían alegremente en las tiendas. Fue prácticamente imposible. Millares de Alfonsos de mediana estatura, bigotudos, de ruanas cafés y protegidos del sol con sombreros grises, pasaban indiferentes a mi lado. La secuencia de campesinos en serie similares a Alfonso, me hizo entender que yo, un animal de ciudad, no tenía muy bien desarrollados los sentidos que digamos. La verdad no me importó. Aún el día no tenía la menor intención de apagarse y la confianza se apoderó de mí. Simplemente retomaría mis pasos, bajaría por aquel camino que culebreaba por las montañas y llegaría a la casa ganándole esa carrera a la noche. Lo que no tuve en cuenta es que la claridad se apagaría igual que un suspiro. En efecto, media hora después las penumbras entraron a Une y a sus alrededores sin pedir permiso. Aunque la luz del sol desapareció, el cielo estrellado se encargó de iluminar tenuemente mi recorrido. En Bogotá el cielo es muy diferente. Hay que esforzarse muchísimo para tratar de descifrar en qué parte están las constelaciones. Aquí no, los puntos dispersos salpican el firmamento y se ven como una ciudad colosal que enciende todas sus luces posibles e imposibles.


La noción del tiempo jugaba a las escondidas conmigo. Sólo entendí que ya era de noche, que se me hacía cada vez más largo el regreso e, inclusive, acepté que estaba perdido. Pero en esa ocasión no tuve miedo. Mucho menos me acordé de los ovnis y de los extraterrestres que me iban a secuestrar. En medio de la nada, avanzaba algunos pasos y retrocedía otro tanto sin ninguna brújula que me orientara.


-“Virgen santísima. Está oscurísimo, como jeta de lobo”, decía mi abuelita en las noches frías, sin luna y sin estrellas. –“Bueno, por lo menos ya conozco por dentro una jeta de lobo”-, dije en voz alta y sonreí.

Me preocupa más la angustia de mis tías a raíz de mi desaparición; también las quejas que darían a mis padres por mi irresponsabilidad. Y, de pronto, me pareció escuchar unas risas. No eran los seres pequeñitos, desnudos y cabezones de la película. Se trataba de unos niños que se acercaban y alumbraban el camino con una linterna.

- “Estoy perdido ¿conocen la vereda Puente de tierra?”, pregunté después de saludarlos.

- “Claro que sí. Allá vive la señorita María Delia.” Y dicho esto subió un poco la linterna. Al darme vuelta reconocí los brazos del Sagrado Corazón, la verja de la entrada y la fachada de la casa. Tuve que pasar por ahí muy distraído. No de otra manera me explico el por qué acabé cincuenta metros adelante de la vereda.

El vaciadón de mi tía Elsa comenzó a las siete de la noche cuando me vio llegar; continuó sin asomos de tregua el domingo en el bus que nos traería a Bogotá y se mantuvo inalterable las dos semanas posteriores a nuestro regreso. El último viernes que levanté el teléfono y descubrí al otro lado de la línea el tono inconfundible de su voz, colgué de inmediato y no volví a contestarle.

No cabe duda de que fue mi primera aventura. A partir de ahí se me quitó el miedo a la oscuridad. La conclusión es muy sencilla: tuvieron toda la oportunidad de secuestrarme. Solo y perdido, me parece el colmo que desaprovecharan tremendo papayaso. Al fin y al cabo los extraterrestres poseen los adelantos tecnológicos a su disposición. A no ser que, acudiendo a su instinto de supervivencia, hubieran desechado la idea de apoderarse de mí, solamente por escaparse de la cantaleta que, con seguridad, les daría mi tía Elsa.