martes, diciembre 29, 2009

El Che habló


Somos fantasmas distintos Ernesto. Tú aún mantienes la vigencia; en cuanto a mí, apenas me acostumbro a esta nueva condición de espectro. Te conozco, te admiro y te respeto; en cambio tú nunca sabrás quién fui. Nuestras muertes tampoco coinciden en el tiempo. La tuya se recuerda cada año; la mía sucedió hace poco, de forma más bien anónima. Mis palabras sólo pretenden exorcizar demonios, reencontrarme con la vida, imaginar mundos posibles e imposibles. Tus frases, por el contrario, pasaron todas las generaciones y hoy se esparcen, de boca en boca, a lo largo y a lo ancho de nuestro continente; inclusive del mundo entero.

No sé qué escribano logró plasmar para la posteridad cada una de tus reflexiones. Supongo que, a la hora de tus batallas, fueron oídas por aquellos guerreros que te acompañaron. Muchos de ellos se encargaron de mantenerlas vivas y sembrar en ellas semillas de lucha interminable.

¿En qué pensabas cuando las decías? ¿Salían así no más o ya las tenías listas para momentos difíciles? Te imagino, en medio del combate, alentando a los que desfallecían, llorando al lado de los desconsolados, protegiendo a los temerosos. Y luego ese silencio con el que gritabas a los cuatro vientos que el pueblo merecía ser escuchado.

“Si avanzo sígueme, si me detengo empújame, si retrocedo mátame. Te seguí y te empujé. Hoy te maté”.

Ernesto ¿alguna vez tuviste que sentenciar la muerte como una manera de no perder el rumbo? Aunque la revolución también se hace con sonrisas y canciones, finalmente es la sangre la que deja una marca imborrable en la madre tierra y en el alma. Por eso me animé a escribirte, pues ahora compartimos una condición inmaterial. Te cuento que me ha costado aceptarme etéreo. No es fácil aprender a atravesar paredes;a no sentir hambre, miedo, calor o frío; a no reconocerme ni siquiera ante un espejo. Siempre imaginé que, llegado mi exilio de la vida, me encontraría con miles de espíritus vagando por ahí. No fue así. Es posible que existan diferentes etapas, una especie de escalera en espiral por la que vamos subiendo los muertos recientes. En mi caso creo que permaneceré algunos años más en la dimensión de lo real y tangible.

No quiero, sin embargo, pasar sin pena ni gloria. Jamás me detuve a pensar en un testamento. En realidad no tengo nada material. Mi legado sería tan sencillo que nadie se pelearía por mi fortuna. Entonces, preocupado por lo que dejaré, se me ocurrió pedirle a un amigo que me redactara un testamento. Y bueno, lo hizo con una canción…



HASTA LA VICTORIA SIEMPRE ERNESTO.

sábado, diciembre 19, 2009

Desde el maravilloso mundo de Oz




Salir un poco de la realidad para sumergirnos en la fantasía, es un estado casi que ideal. No es necesario, sin embargo, tener los pies muy bien puestos sobre la tierra; existe la creciente posibilidad de quedar atrapados durante el viaje por las fuerzas luminosas, coloridas y desafiantes de los sueños. Vale la pena entonces dejarse llevar, sobretodo en esta época de navidad, y traspasar sin miedo ese umbral que nos separa de nuestra esencia. Por eso nada más acertado que ir al encuentro con la palabra y las imágenes. Esta semana recibí una invitación:

“Sábado 19 de diciembre, 11 am. Encuentro con Claudia Rueda y Yolanda Reyes en La Feria Literaria de la Tienda de Oz-Usaquén”.



Yolanda Reyes es una reconocida escritora colombiana que también dirige el taller de lectura y creación literaria para niños “Espantapájaros”. Y precisamente en su librería, “La tienda de Oz”, hay un espacio de esos en los que tienen cabida todas las sensaciones que no pueden expresarse muchas veces en la vida cotidiana; a su lado Claudia Rueda, abogada de profesión, quien, afortunadamente, extravió el camino kafkiano de leyes y códigos para terminar inventando un mundo gráfico acompañado de historias al alcance de las manos y los corazones más inquietos, sin importar edad o condición social.

La mañana transcurrió en medio de páginas ilustradas, cuentos interminables, risas de niños. Las autoras respondían preguntas, firmaban sus obras, entablaban conversaciones en un ambiente tan familiar muy parecido al de las visitas en la sala de la casa. Un niño se me acercó y me dijo:

- Ese libro es bonito, pero yo leí uno que me gustó más.

Después se fue a seguir curioseando en esos estantes donde los libros no tenían cubiertas de plástico que impidieran su lectura. Cada ejemplar estaba disponible, sin restricción alguna, como sugiriendo “léeme que te vas a divertir”.

Salí de “La tienda de Oz” feliz por el regalo de esas dos horas cálidas. Cuando me suceden cosas así hasta la ciudad se transforma. Las calles parecen toboganes, el pavimento nubes de algodón, los árboles gigantes amistosos. Definitivamente los oasis están en cualquier esquina; sólo hay que tener los sentidos abiertos y perderse en aquellos laberintos de la imaginación.



- Este cuento me impresionó. Comparto con ustedes un video que encontré en Youtube. Se llama "La suerte de Ozu" de Claudia Rueda.

domingo, diciembre 06, 2009

Un triunfo que no supo a gloria




Y claro que nos unía algo más que la complicidad de dos viejos amigos. Nos reíamos de los mismo chistes, íbamos a las fiestas con nuestro grupo, jugábamos billar, cantábamos y hasta conquistábamos; bueno, en este aspecto debo reconocer que Álvaro me llevó siempre la delantera. Lo cierto es que había algo muchísimo más trascendental, un vínculo inalterable, quizás el motivo poderoso de esa camaradería: un balón de fútbol. Es verdad que, de alguna manera, la afición por ese deporte nos ponía en orillas opuestas. Él es hincha de Santa Fé. Yo fanático de Millonarios; pero aunque cada uno era fiel a su respectivo equipo de Bogotá, acudíamos todos los domingos (y a veces los miércoles), sin falta, al estadio. Fueron casi diez años ininterrumpidos de ver partidos buenos y malos; de esa ceremonia que empezaba con la antesala al cotejo. Porque antes de entrar a la tribuna compartíamos un trago, una cerveza, una gaseosa o aquella comida típica de la capital llamada piquete, que consumíamos en “El Palacio del colesterol”.

Un miércoles en la noche- tal vez de 1992- se enfrentaban Santa Fé y Millonarios. Como de costumbre nos citamos en las afueras de El Campín dos horas antes del encuentro. Compramos la boletas, luego fuimos a una tienda cercana, nos sentamos en una mesa, pedimos media botella de ron y la tomamos despacio, intentando arreglar el país a punta de palabras. Al filo de las ocho salimos del establecimiento, caminamos las cinco cuadras que nos separaban e ingresamos a la tribuna Lateral Sur. Aún no existían las llamadas “barras bravas”, y pese a que ese sector del estadio era el más barato, podíamos disfrutar del espectáculo sin ningún problema. No importaba que nos tocara detrás del arco. Nos ubicábamos en la parte más alta y así teníamos una visión perfecta del terreno de juego. Mientras rodaba el balón matábamos el tiempo haciendo los respectivos pronósticos, discutiendo acerca de la posición de nuestros equipos en el campeonato.

-“Si les ganamos hoy subimos tres puestos. Quedamos de octavos y clasificamos”, dijo Álvaro con inconfundible voz de optimismo.

-“Jajajaja . No sea iluso. Llevan tres años sin ganarnos un clásico. Millos es tu papá”

-“Vea, no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista; además no se olvide que su equipito anda muy mal. Viene de perder con el colero”. .. ¿Quiere tinto (café)?.

Respondí que sí. Mi amigo chifló, levantó el brazo y le hizo señas al vendedor que cargaba una especie de dispensador portátil en su espalda y repartía café en la tribuna. Agarré mi vaso de plástico, probé un poco y prendí un cigarrillo.

-“Bueno ya van a salir los equipos”, anoté

-“Sí mijo, llegó la hora de la verdad” contestó Álvaro al tiempo que, me pareció, se echaba la bendición.

Seguimos charlando sobre la fecha futbolera, la historia de los clásicos, uno que otro paréntesis en el que nos contábamos cosas de nuestras vidas personales y, algunas veces, nos sumíamos en esporádicos silencios de nervios o expectativa. De pronto, en medio de uno de esos silencios, Álvaro me gritó:

-"iGüevón, se está quemando!”

Volteé la cabeza y descubrí una expresión de pánico en los ojos de mi amigo. No sabía a qué se refería hasta que empecé a notar un olor a chamuscado y a percibir el humo que salía de quién sabe qué parte. Bajé la mirada y casi me da un infarto. Delante de mí, justo en la siguiente grada, la chaqueta de mi vecino de enfrente mostraba una llamita que comenzaba a crecer. Aterrado me di cuenta de que se prendió por culpa de mi cigarrillo. Justo en ese momento salían los árbitros y los veintidos jugadores a la cancha. El papel picado, los cánticos, la algarabía general, se confundían con nuestra inevitable preocupación. De inmediato cogimos al pobre cristiano a palmadas en la espalda- sus acompañantes también- hasta que logramos apagarlo; entre tanto, a través de los altoparlantes del estadio, se anunciaban las notas marciales del himno Nacional. Creo que, a lo mejor, el respeto que generan música y letra del símbolo patrio, lograron distraer la atención de la víctima de mi piromanía por descuido.


Todavía me cuestiono si fue por la euforia de la primera jugada de gol, por la intensidad del juego o la adrenalina que produce un partido de esa naturaleza; en todo caso el afectado, pese a enojarse, no tomó ninguna represalia. Lástima que, para mi desgracia, el tipo resultó hincha de Santa Fé. Esa noche Millonarios le dio un baile impresionante a su rival de patio ganándole tres a cero. Y yo, muerto de la pena- y acudiendo a mi instinto de supervivencia- me tragué la emoción y tuve que cuidarme de cantar o festejar siquiera uno de esos golazos.