lunes, mayo 30, 2011

Abducido por la oscuridad

Todos hemos tenido, o tenemos, miedos y fobias. En mi caso, por ejemplo, detesto los ratones. De cualquier tamaño. No soporto verlos. Ni siquiera las enormes arañas negras, tan grandes como una mano, de patas largas que, mientras me duchaba, permanecían adheridas a las paredes del baño de aquel internado en Granada Meta (en el que trabajaba una tía monja y donde pasábamos algunas vacaciones), lograron paralizarme como los asquerosos roedores.

Dicen los expertos que para curarse de miedos o de fobias hay que enfrentarlos. Confieso que con los ratones es causa perdida. Jamás me simpatizó el Flautista de Hámelin. Tal vez por esa razón terminé tocando guitarra; todavía me aterra imaginar la fila de ratas y ratones siguiéndome, atraídos por la música de mi flauta. Con el miedo a la oscuridad, sin embargo, fue otro cuento.

Desde los siete años me interesé por los ovnis. Papá me daba gusto comprándome libros acerca del tema. Me parecía fascinante la posibilidad de vida en otros lugares del Universo y que, además, los extraterrestres estuvieran tan ligados a la historia denuestro planeta. Decían que las pirámides de Egipto, Machu Pichu, las líneas de Nazca, se construyeron con su ayuda. También afirmaban que en la Biblia había pruebas suficientes de la influencia de aquellos viajeros del cosmos en los destinos de la humanidad. Moisés, los profetas, el propio Jesús, al parecer, tenían sangre (¿o polvo de estrellas?) extraterrestre en sus venas. Mi afición hasta ahí, en apariencia, marchaba bien. Lamentablemente no era tan cierto porque, mientras hablaba con propiedad de ese y otros fenómenos relacionados con el asunto (el Triángulo de las Bermudas o el Misterio de la Atlántida, por citar algunos), al mismo tiempo, sufría muchísimo pensando que los extraterrestres me secuestrarían tarde o temprano. Se me convirtió en una obsesión. Especialmente después de ver la película “Encuentros cercanos del tercer tipo” de Steven Spielberg. La escena final, en la que el protagonista es subido a la nave madre, llevado de la mano por decenas de seres pequeñitos, desnudos y cabezones, me producía pesadillas. Por eso las noches se volvieron una tortura. Era incapaz de apagar la luz. Creía que estarían debajo de mi cama, que entrarían por la ventana o que, amparados en la oscuridad, me sacarían de la casa, arrastrándome a través de un chorro de luz hacia el espacio.

Preocupado, papá recurrió a mi tío para que me quitara esas cucarachas de la cabeza. Una noche el tío Héctor se sentó, me miró fijamente y me dijo:

- “A ver mijo, repita conmigo: los ovnis no existen”.

Como un autómata repetí cientos de veces el conjuro, y justo en ese instante se fue la luz. Entonces le pregunté:

- “Tío ¿será que ese apagón es por culpa de una nave interplanetaria?” Y, enseguida, me puse a llorar.


"Carajo, que los ovnis no existen”, respondió mi tío gritándome.


No le temía a ningún espanto, fantasma o fenómeno paranormal. La llorona, el mohán, la madre monte, la patasola, el cura sin cabeza, Frankenstein, Drácula eran para mí personajes que jugaban a asustar, producto de la imaginación de alguien. Las cosas cambiaban ante una noticia sobre los extraterrestres. Si bien escuchaba con atención, al rato el pánico se apoderaba de mí. Entonces mis noches se parecían a las del condenado que sale de su celda y va directo al patíbulo.


Seguí interesado en los ovnis; interés algo masoquista, pues me transformó en un niño inseguro, solitario y, sobre todo, aterrorizado las veces que mamá apagaba la luz de mi cuarto antes de dormir.


El primer sábado de cada mes acompañaba a mi tía Elsa a Une, un pueblo ubicado al Oriente de Bogotá y en el que nació papá. Visitábamos a María Delia, la única familiar viva que nos quedaba por esos lados. Era una anciana altísima y de gran sentido del humor, a la que todos llamaban “señorita” a pesar de sus sesenta y tantos años de edad. Aquella noche no dormimos en Une. Lo hicimos en la casa de la vereda “Puente de tierra”. Al otro día, los compadres de la tía María Delia estaban invitados a almorzar, y la invitación incluía el amasijo, una tradición en la que se degustan panes, mantecadas, tortas hechas a base de maíz, ofrecidas por el anfitrión. Por supuesto la tarde del sábado se nos fue desgranando miles de mazorcas. No aguantaba más, los dedos se me llenaron de ampollas. Me tomé un descanso, me paré al baño y, en ese instante, Alfonso – quien cuidaba la casa de la vereda- dijo:

- “Señorita María Delia, me voy al pueblo a comprar cigarrillos”. Se puso la ruana, el sombrero y se marchó.


Salí del baño y me desanimé al ver los bultos de maíz que todavía faltaban por desgranar. Me quedaron sonando las palabras de Alfonso. -“Debí decirle que quería acompañarlo”- pensé. A punto de volver a mi lugar para continuar con la tediosa labor, percibí que nadie me ponía cuidado. Mis tías Elsa y María Delia conversaban de quién sabe qué; Priscila (la esposa de Alfonso) de vez en cuando metía la cucharada en la charla; el perro se lamía una pata; las gallinas iban de aquí para allá. Aburrido me alejé lentamente. De repente, sin saber por qué, estaba en la entrada, al lado de la estatua blanca e inmensa del Sagrado Corazón que custodiaba la casa. Seguí caminando bajo ese sol que asomaba esplendoroso sin nubes que se le interpusieran. El olor del campo también me sedujo. Es una región privilegiada en la que se disfruta de la variedad de climas: caliente, templado, frío, páramo y súper páramo. La vegetación cambia conforme se sube o se baja. Unas veces colorida, otras el verde dibuja lo que encuentra. En ciertos lugares hay diferentes clases de sembrados que se muestran en surcos a lo largo y a lo ancho de una que otra explanada; y al fondo la codillera, un imponente entramado de montañas que parecen cubiertas por una cobija multicolor de retazos de tierra, atrapa la luz y la proyecta en sombras interminables. Sería un pecado desaprovechar semejante paisaje. Por otro lado, a mis once años, debía empezar a tomar decisiones. Iniciaba el bachillerato, ya podía mirar por encima del hombro a los mocosos de cursos inferiores. Fuera de eso, estrenaba un pasaporte que me abriría las puertas a ese momento indescifrable y etéreo que es la adolescencia.


El pueblo está construido en la parte alta del municipio. El trayecto de Puente de tierra a Une es, aproximadamente, de media hora a pie. Mis pasos firmes continuaron cuesta arriba, dejando atrás los brazos en alto del Sagrado Corazón que me decían adiós.


El cementerio me saludó con su monólogo silencioso de tumbas y cruces. Luego las primeras casas y, un poco más adelante, las torres de la iglesia emergieron sobre las tejas de barro. No me había fijado y el reloj marcaba las cinco y treinta de la tarde. Una vez en el pueblo, mi intención era la de buscar a Alfonso, saludarlo y regresar con él. Traté de identificarlo en la cantidad de gente que, a esa hora, acababa sus actividades del sábado, en los fieles que se dirigían a la iglesia con la segunda campada que anuncia la misa de seis o en aquellos que departían alegremente en las tiendas. Fue prácticamente imposible. Millares de Alfonsos de mediana estatura, bigotudos, de ruanas cafés y protegidos del sol con sombreros grises, pasaban indiferentes a mi lado. La secuencia de campesinos en serie similares a Alfonso, me hizo entender que yo, un animal de ciudad, no tenía muy bien desarrollados los sentidos que digamos. La verdad no me importó. Aún el día no tenía la menor intención de apagarse y la confianza se apoderó de mí. Simplemente retomaría mis pasos, bajaría por aquel camino que culebreaba por las montañas y llegaría a la casa ganándole esa carrera a la noche. Lo que no tuve en cuenta es que la claridad se apagaría igual que un suspiro. En efecto, media hora después las penumbras entraron a Une y a sus alrededores sin pedir permiso. Aunque la luz del sol desapareció, el cielo estrellado se encargó de iluminar tenuemente mi recorrido. En Bogotá el cielo es muy diferente. Hay que esforzarse muchísimo para tratar de descifrar en qué parte están las constelaciones. Aquí no, los puntos dispersos salpican el firmamento y se ven como una ciudad colosal que enciende todas sus luces posibles e imposibles.


La noción del tiempo jugaba a las escondidas conmigo. Sólo entendí que ya era de noche, que se me hacía cada vez más largo el regreso e, inclusive, acepté que estaba perdido. Pero en esa ocasión no tuve miedo. Mucho menos me acordé de los ovnis y de los extraterrestres que me iban a secuestrar. En medio de la nada, avanzaba algunos pasos y retrocedía otro tanto sin ninguna brújula que me orientara.


-“Virgen santísima. Está oscurísimo, como jeta de lobo”, decía mi abuelita en las noches frías, sin luna y sin estrellas. –“Bueno, por lo menos ya conozco por dentro una jeta de lobo”-, dije en voz alta y sonreí.

Me preocupa más la angustia de mis tías a raíz de mi desaparición; también las quejas que darían a mis padres por mi irresponsabilidad. Y, de pronto, me pareció escuchar unas risas. No eran los seres pequeñitos, desnudos y cabezones de la película. Se trataba de unos niños que se acercaban y alumbraban el camino con una linterna.

- “Estoy perdido ¿conocen la vereda Puente de tierra?”, pregunté después de saludarlos.

- “Claro que sí. Allá vive la señorita María Delia.” Y dicho esto subió un poco la linterna. Al darme vuelta reconocí los brazos del Sagrado Corazón, la verja de la entrada y la fachada de la casa. Tuve que pasar por ahí muy distraído. No de otra manera me explico el por qué acabé cincuenta metros adelante de la vereda.

El vaciadón de mi tía Elsa comenzó a las siete de la noche cuando me vio llegar; continuó sin asomos de tregua el domingo en el bus que nos traería a Bogotá y se mantuvo inalterable las dos semanas posteriores a nuestro regreso. El último viernes que levanté el teléfono y descubrí al otro lado de la línea el tono inconfundible de su voz, colgué de inmediato y no volví a contestarle.

No cabe duda de que fue mi primera aventura. A partir de ahí se me quitó el miedo a la oscuridad. La conclusión es muy sencilla: tuvieron toda la oportunidad de secuestrarme. Solo y perdido, me parece el colmo que desaprovecharan tremendo papayaso. Al fin y al cabo los extraterrestres poseen los adelantos tecnológicos a su disposición. A no ser que, acudiendo a su instinto de supervivencia, hubieran desechado la idea de apoderarse de mí, solamente por escaparse de la cantaleta que, con seguridad, les daría mi tía Elsa.


jueves, mayo 19, 2011

Soy

Este video fue realizado por María Camila Cerón y Julio Barrera, estudiantes de Cine y Televisión de la Universidad Agustiniana de Bogotá. A ellos muchas gracias por reflejar, en su magnífico trabajo, una parte fundamental de mi cotidianidad y de mis sueños.