
En Bogotá es muy factible que al voltear una esquina te den besos, abrazos o balazos, decíamos en aquella época de finales de los ochenta y principios de los noventa. ¿La razón?: los estragos del terrorismo del narcotráfico que ponía bombas a cualquier hora y sin importar en qué lugar.
Recordé aquella frase el jueves pasado cuando me vi en medio de las protestas de los vendedores de repuestos de autos y de los mecánicos del sector llamado Siete de agosto. Aseguran que en dicha zona de la ciudad se encuentra el depósito de partes para carros más grande de Latinoamérica. Estaba allí visitando a un amigo que tiene un taller de frenos y de pronto empezamos a escuchar gritos. Enseguida una lluvia de piedras lanzadas por los manifestantes ordenaba el cierre de los negocios y, al mismo tiempo, una “cordial” invitación a sumarse a la marcha. Después llegó la policía, hubo enfrentamientos, gases lacrimógenos, barricadas que impedían el paso de vehículos, trompadas, golpes de garrotes, etc. Y a las dos de la tarde una “calma chicha” y algunas refriegas entre policías y manifestantes que contrastaban con la embriaguez de muchos que, a esa hora, pasaban de los ánimos exaltados a compartir botellas de aguardiente y cerveza.
Mi labor de trovador urbano me permite ser testigo de primera mano del día a día de Bogotá, además de transformarme en un privilegiado. Todos respetan al artista callejero, ni siquiera los ladrones nos molestan. Tampoco somos excluidos de ciertos territorios demarcados en los cuales solamente pueden trabajar quienes se han posesionado ahí. Si, por ejemplo, fuera vendedor de maní y llegara a una cuadra en la que otras personas se dedican tiempo atrás al mismo negocio, no tendrían inconveniente en sacarme a patadas sin siquiera tomarse la molestia de advertirme que estoy en el sitio equivocado; pero al verme guitarra en mano más bien se acercan a conversar.
Acababa de interpretar uno de los bambucos: “Soñando con los abuelos”. Era mi primer bus y los pasajeros se comportaron bastante generosos conmigo en aplausos, monedas y billetes. Un hombre se bajó detrás de mí:
-“Señor espere por favor” Me detuve y continuó:
-“¿Usted daría en media hora una serenata?”
-“Si claro. Cuántas canciones, dónde, a quién”, contesté.
-“Vea. Es que terminé con mi novia y nos vamos a ver para despedirnos. Sólo cante “Agua caliente”. ¿La sabe?”
Le dije que sí, acordamos un precio y nos citamos en el “Paradero de las flores”.
Llegué a las doce del medio día. Pasaron diez minutos y aparecieron Octavio(mi cliente) y su amada. Me acerqué, los saludé y antes de comenzar a cantar la mujer me interrumpió:
-“Ay señor, ahora no. Estamos arreglando un problema”.
Inmediatamente Octavio, visiblemente triste, le dijo:
-“Escúchalo, quiero dedicarte mi última canción”.
Sin pensarlo más comencé:
“No puedo negar aunque quiera que un día fui tuyo…Instantes felices no dejo que el tiempo destruya…No puedo alejarme de ti ni tampoco lo intento…Haré de este día en mi vida un eterno momento…Ahora eres parte de mi y de mi corta historia…Tu tierna manera de amar ya la sé de memoria…Estás bien guardada en mi mente y en mi cuerpo entero… Y sabes que aún no te digo lo que puedo y quiero… Quiero al beber tu veneno embriagarme de suerte…Quiero al momento de amarte acercarme a la muerte…Quiero entre sábanas blancas hacerte volar y suavemente…Quiero correr por tu cuerpo como agua caliente.”
La mujer ni me miraba. Mantenía la cabeza pegada al piso mientras Octavio suspiraba a punto de llorar. Terminé. Ella me dio las gracias y siguió reclamándole algo. Él estiró la mano y, sin que se diera cuenta, me entregó el dinero pactado. Di media vuelta y desaparecí.
Caminé varias calles y bajé a la esquina que considero me trae buena suerte. Estaban Juan Carlos- el calibrador de buses – y un vendedor de dulces sentado en la saliente del ventanal de Foto Japón. Les conté lo que acababa de suceder y el joven de los dulces se paró y me dijo:
-“Usted es el que necesito. Estoy disgustado con mi novia. Cántele por teléfono y quedo como un Rey. Le pago lo que me pida”.
Sonreí y acepté. Fuimos a una cabina telefónica, marcó el número, la mujer contestó, se saludaron, el joven le pidió que esperara que le tenía una sorpresa, me puso rápido el celular en la boca y entonces, de nuevo, “Agua caliente” salió igual que una flecha de la voz de quien les escribe, convertido ahora en una especie de Cupido moderno. Y al finalizar el rostro de mi amigo se iluminó porque, gracias a la dedicatoria de la canción, recuperó el amor que amenazaba con emprender la retirada. Quizás la última estrofa y el coro lo lograron:
“Ahora ya sé tus deseos, tus miedos, tus sueños…Ahora conozco también tus defectos pequeños… Estás bien guardada en mi mente y en mi cuerpo entero… Y sabes que aún no te he dicho que yo a ti te quiero… Quiero al beber tu veneno embriagarme de suerte…Quiero al momento de amarte acercarme a la muerte…Quiero entre sábanas blancas hacerte volar y suavemente…Quiero correr por tu cuerpo como agua caliente